RELIGIÓN – ESPIRITUALIDAD – PRÁCTICA ¿Acercan o alejan de Dios?
Agustín Rivarola, SJ
En la actualidad existen muchas personas que se alejan de Dios, por causa de mediaciones cuyo fin es acercarlo. Las religiones, con sus espiritualidades y prácticas, que deberían ponernos con Dios, causan el efecto contrario. Aquello que debería ser puente, se ha convertido en muro. Vamos a tratar de encontrar algunas causas de esta distorsión, y proponer caminos de solución.
En primer lugar conviene aclarar los términos. Por “RELIGIÓN” entendemos aquellas confesiones religiosas constituidas en comunidades organizadas. Cuando nos preguntan “¿cuál es tu religión?” respondemos “católica”, “judía”, “musulmana”, “hindú”, etc. Según el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), religión significa el “conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto”.
Es interesante que esta definición de “RELIGIÓN” nos introduzca en las siguientes palabras de este ensayo, pues los “sentimientos de veneración y temor hacia ella (la divinidad)” aluden a lo que llamamos “ESPIRITUALIDAD”, y las “normas morales para la conducta individual y social” bien podría entenderse como “PRÁCTICA”. Ciertamente toda “RELIGIÓN” o confesión religiosa propone una manera de ligarse con Dios, un camino para entenderse con la divinidad, y a eso llamamos “ESPIRITUALIDAD”, y también propone un modo de vincularnos con quienes profesamos la misma fe, vinculación que debe ser acordada bajo determinadas normas de conducta, y a eso llamamos “PRÁCTICA”.
La primera novedad que descubrimos bajo esta definición, es que estas tres palabras están sumamente vinculadas entre sí. Es decir, no podemos entender la relación con Dios sin una vinculación con los demás, y ambas vinculaciones modifican mi conducta y mi modo de vida. Esta triple relación ya lo había dicho Jesús, cuando le preguntan por el principal de los mandamientos: “amarás al Señor tu Dios… y al prójimo como a ti mismo”. El vínculo amoroso con Dios no se explica sin la vinculación, también amorosa, con el prójimo y conmigo mismo. “¿Quieres saber cómo es tu fe? Dime cómo tratas a los demás y cómo te cuidas a ti mismo”, decía un viejo maestro.
Por tanto, desde esta triple vinculación podemos aventurar una primera conclusión: RELIGIÓN-ESPIRITUALIDAD-PRÁCTICA han sido muros y no puentes cuando se propusieron por separado, desvinculadas entre sí. Sin práctica ni espiritualidad, una religión quedaría a merced de su propio autocentramiento, buscaría solo su pervivencia en el tiempo y terminaría devorada por su ego colectivo. Sin religión ni práctica, la espiritualidad se volatilizaría en las nubes del ser, y quedaría sin la humanidad que le proporciona encarnarse en un colectivo social de pautas solidarias. Sin espiritualidad ni religión, la práctica se convierte en un moralismo asfixiante, una fábrica de marionetas del correcto obrar.
Sin embargo, no basta la vinculación de estos tres elementos, y su consecuente propuesta. Religión, espiritualidad y práctica, serán puentes cuando referencian la verdadera imagen de Dios, y serán muros cuando sirven a los falsos ídolos. La distorsión de la imagen de Dios es algo con lo cual Jesús bregó incansablemente. Los judíos contemporáneos del nazareno sostenían una religión de corte legalista en sus prácticas y ritualista en su espiritualidad, por haberse olvidado de lo más importante para Dios: “la justicia, la misericordia y la fidelidad” (Mt 23, 24). Jesús se encontró con una religión al servicio del poder, ya que las autoridades judías necesitaban acomodarse ante el invasor romano. La falsa imagen de un dios todopoderoso (no todo-misericordioso) justificaba esta religión. Jesús se encontró con una espiritualidad al servicio del prestigio, donde muchos “gustan rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas para exhibirse a la gente” (Mt 6, 5). La imagen de un dios del éxito sostenía esta espiritualidad. Y Jesús se encontró con una práctica ambiciosa de riquezas, “que devoran los bienes de las viudas” (Mt 23, 14), considerando más importante jurar por el oro que por el santuario (Mt 23, 16) camuflando la codicia bajo la declaración del “corban” (Mc 7, 11). La falsa idea de un dios que bendice a los ricos y maldice a los pobres, estaría sosteniendo estas prácticas.
Poder, prestigio y riquezas, afectaron el conjunto de religión, espiritualidad y práctica, respectivamente. Una religión cuyo fin es el poder, con el prestigio como fuente de espiritualidad y la codicia como práctica. Siguiendo una tradición heredada, Ignacio de Loyola sistematizó en tres escalones estas “redes y cadenas” del mal operante en el mundo: “que primero vayan a tentar de codicia de riquezas… para que más fácilmente vengan a vano honor del mundo, y después a crecida soberbia” (EE 142).
DOS PUENTES IGNACIANOS
La figura de Ignacio de Loyola sirve de inspiración para dar respuesta al cómo vivir hoy, con sentido, la triple relación de Religión, Espiritualidad y Práctica. En primer lugar seguimos la descripción de los tres escalones que encadenan el mal, y vemos la propuesta de liberación que trae el mismo Ignacio.
Para que la práctica no quede viciada por la codicia de riquezas, se nos propone el amor a la pobreza. Por citar unos ejemplos de las Constituciones de la Compañía de Jesús: “amen todos la pobreza como madre, y según la medida de la sancta discreción, a sus tiempos sientan algunos efectos de ella” (C 287); “la pobreza, como firme muro de la religión, se ame y conserve en su puridad” (C 553), “que se destierre muy lejos toda especie de avaricia” (C 816)[1]. Amor por la pobreza llevado a la práctica deviene en amor por los pobres, y la Compañía fundada por Ignacio busca la predilección por atender los últimos y olvidados. Así lo testifica Nadal, el primer especialista en espiritualidad ignaciana, explicando cuál es la misión de los jesuitas: “nosotros ayudaremos a lo que restare, porque todos los que ayudan a la Iglesia de Dios, de obispos, curatos y religiosos, siempre les queda algo por no le poder acudir y por estar apartados, o por otra causa suficiente. Y a esto nos deputamos nosotros universalmente, y especialmente a aquellas ánimas y infieles que más lo han menester, como a los herejes, y a una ciudad estragada si la hay, y a los demás. Porque somos últimos, lo último y postrero tomamos, para ayudar”[2].
Para que la espiritualidad supere la tentación del éxito y el prestigio, Ignacio propone el amor a Cristo calumniado y despreciado: “la tercera es humildad perfectísima, es a saber, cuando, incluyendo la primera y segunda, siendo igual alabanza y gloria de la divina majestad, por imitar y parecer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobrios con Cristo lleno de ellos que honores, y desear más de ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo” (EE 167). Cuando logramos abrazar a un Cristo lleno de ignominias, afrentas y deshonras, nuestra espiritualidad ha trascendido toda necesidad de reconocimiento, éxito y prestigio. Paradójicamente, alcanzar esta amistad con Cristo libera nuestra libertad, nos deja perfectamente abiertos y disponibles para cualquier acción que el Espíritu nos quisiera mover.
Y para que la religión se salve de la perenne tentación del poder, Ignacio diseña para su Orden un sistema donde los cargos son temporales, además de cerrar las puertas a la búsqueda de poder: “Será también de suma importancia para perpetuar el buen ser de la Compañía, excluir de ella con grande diligencia la ambición, madre de todos males en cualquier comunidad o congregación, cerrando la puerta para pretender dignidad o prelación alguna directa o indirectamente dentro de la Compañía, con que todos los profesos ofrezcan a Dios Nuestro Señor de no pretenderla jamás y descubrir a quien viesen pretenderla” (C 817). Es decir, no solo queda prohibido hacer campaña política dentro de la Orden, sino también se obliga a denunciar a quien la hace.
La segunda propuesta nace de una lectura combinada de escritos y acontecimientos de la vida de Ignacio. Solo debemos hacer una traducción, ya que en su tiempo Ignacio vivía estas realidades pero con diferentes palabras: Religión es Iglesia, no había otro modo de ligarse a Dios que no fuera en la Iglesia. Espiritualidad, en tiempos donde la inquisición perseguía a los iluminados, no era palabra frecuente en Ignacio; entonces la podemos traducir por “Cristo”, ya que toda su vivencia espiritual está centrada en la persona de Jesucristo. Y mirando la praxis de Jesús, su obrar para que venga el Reino del Padre, bien podríamos pensar que práctica equivale a Reino.
En Ignacio encontramos la indisoluble tensión entre Cristo – Reino – Iglesia[3]. Los Ejercicios Espirituales nos presentan a Cristo llamando a trabajar con Él por el Reino de su Padre. Pero el sendero de aquellos que “más se querrán afectar y señalar” (EE 95) en servicio de Cristo, se concreta en una respuesta “dentro de los límites de la Iglesia” (EE 177), y termina en las reglas “para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener” (EE 352). Conocer a Jesús para más amarle y seguirle, me llevará a abrazar su misma pasión por el Reino, que buscará concretarse en relaciones grupales de comunión. Durante su largo peregrinar, Ignacio hunde sus raíces en la Iglesia, pero la quiere llevar más allá de sus muros: pide la aprobación de la naciente Compañía al Papa Pablo III, y con los primeros compañeros elije la Basílica de San Pablo, fuera de los territorios papales, para hacer su profesión solemne ante la tumba del apóstol de los gentiles. El peregrino fue respetuoso con la jerarquía y acataba las sentencias eclesiales que le prohibían hablar de cosas de fe sin los títulos correspondientes, y también fue fiel a su deseo de “ayudar a las almas”, aunque le acarrease una mudanza a otra ciudad[4]. Los jesuitas hacemos un cuarto voto de Obediencia al Papa, y sabemos que la Compañía ha sido fundada para “estar donde la Iglesia no está y atender a quienes nadie atiende”, como decía Nadal[5]. Ignacio se siente llamado a “servir solamente al Señor y a su Esposa la Iglesia bajo el romano pontífice”, por eso escribe las reglas para sentir con la Iglesia (EE 352-370), para que el ejercitante tenga criterios de discernimiento dentro de la comunidad donde le tocará seguir a Jesús y extender su Reino[6]. La experiencia del Resucitado y los ojos entrenados para hallar el Reino germinando en el mundo[7], le capacitan para abrazar la vivir la Iglesia desde la vertiente mística, y trascender la dimensión pecadora que siempre tuvo la comunidad eclesial, desde la jerarquía hasta el último de sus fieles.
Preguntas para el trabajo personal:
– Mirando mis últimos años, ¿cuán integradamente vivo el tríptico religión-espiritualidad-práctica?
– ¿En cuál de las tres partes me siento más crecido/a y maduro/a?
– ¿Cuál de las tres partes siento que necesito atender y cuidar?
Para compartir en grupo:
– Compartir en grupo aquello que más me atrae de la figura de Ignacio.
– Contar alguna experiencia personal de amor por los pobres, y cómo me liberó de caer en la codicia de riquezas.
– Mirando nuestras comunidades, ¿cómo podemos organizarnos para evitar la búsqueda de riquezas, prestigio y poder?
[1] Véase también C 567: Por evitar toda especie de avaricia, especialmente en los píos ministerios que para ayudar las ánimas usa la Compañía, no haya caja en la iglesia en que suelen poner sus limosnas los que vienen a los sermones o misas o confesiones etc.
[2] Nadal, Pláticas de Coímbra, año 1561.
[3] Cfr. Juan Pablo II, Redemptoris Missio, número 18.
[4] Uno de los episodios que sirven de ejemplo fue cuando los dominicos del Convento de San Esteban examinaron la ortodoxia de Ignacio, y sentenciaron que si bien no había errores en su libro de los Ejercicios, no podía conversar con otros sobre las cosas de fe hasta que no termine sus estudios en Salamanca. “El peregrino dixo que él haría todo lo que la sentencia mandaba, mas que no la aceptaría; pues, sin condenalle en ninguna cosa, le cerraban la boca para que no ayudase los próximos en lo que pudiese” (Au 70).
[5] MHSI Nadal V-II, p.126 [316].
[6] Obviamente la Iglesia de Ignacio no es la misma que la nuestra, y la adaptación de estas reglas requieren un conocimiento profundo de la mente de Ignacio, tal como demuestra la obra de Jesús Corella, “Sentir la Iglesia” (ver nota 4). Aquí solo queremos acentuar la vinculación que presenta Ignacio frente a estas tres realidades no fáciles de integrar.
[7] Tales son los últimos frutos experimentados por el ejercitante en la cuarta semana y la contemplación para alcanzar amor, respectivamente (EE 218-237).
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