Skip to main content

Mons. Óscar Romero, testigo y acompañante de la Vida Cristiana en América Latina

 

Cuando los apóstoles comenzaron a definirse a sí mismos, dijeron en sus primeros discursos a los judíos que ellos eran testigos de la resurrección: “A este Jesús Dios lo resucitó, y de ello todos nosotros somos testigos” (Hechos 2, 32). Los primeros convertidos fueron llamados con frecuencia en el mismo libro de los Hechos “los del Camino”. Monseñor Romero, en medio de graves dificultades, que presagiaban el inicio de una guerra civil, acompañó al pueblo salvadoreño siendo al mismo tiempo testigo de la muerte y de la resurrección del Señor. “Cristo está en el mártir”, decía Tertuliano a principios del siglo tercero. Y esa afirmación la confirmaron quienes contemplaron el itinerario de Mons. Romero durante sus tres años como arzobispo.

 Mons. Romero, en efecto, había llegado a su sede de San Salvador en una situación límite. La represión y la persecución política eran el resultado de la triple idolatría que él mismo denunciaba: Idolatría de la riqueza, del poder y de la organización política. Le tocó vivir, en palabras de Juan Pablo II una situación histórica en la que “la guerra de los poderosos contra los débiles ha abierto profundas divisiones entre ricos y pobres”. El dolor de la gente le hacía contemplar a Cristo sufriente. Su pasión por la paz y la fraternidad le obligaban a denunciar todo aquello que conducía al derramamiento de sangre fraterna. Sus homilías dominicales eran recibidas con esperanza y escuchadas en todo el país a través de la radio. Era para la gente sencilla una figura en la que se veía el reflejo del rostro, el amor y la misericordia del Señor.

1.- Profeta de Justicia que denuncia y acompaña con misericordia

La gente le llamaba profeta de justicia, padre de los pobres, defensor de los derechos de los pobres, voz de los sin voz. Su “parresía” asombraba a propios y extraños. Mucho después de la muerte de Mons. Romero el Papa Juan Pablo II, en su exhortación apostólica “Pastores gregis”, y especialmente en los números 66 y 67, definía la que debía ser la actitud y modo de comportarse del pastor ante los retos de nuestro tiempo. Además de mencionar al obispo en circunstancias socialmente críticas como profeta de justicia, padre de los pobres y defensor de los derechos del hombre que asume la defensa de los débiles, afirma textualmente que debe hacerse “voz de quien no tiene voz para defender sus derechos”. Veintiséis años antes Monseñor Romero había dicho en una de sus homilías: “Queremos ser la voz de los que no tienen voz para gritar contra tanto atropello contra los Derechos Humanos”.  O en otra homilía, pocos meses antes de su muerte: “hemos sido llamados para defender sus derechos y para ser su voz”(18 Nov.1979).

Al contemplar la problemática de América Latina, tan claramente descrita en el documento de Aparecida, no cabe duda que Mons. Romero es un verdadero acompañante de nuestros pueblos, en vida, palabra y martirio. La violencia, la desigualdad económica y social, la corrupción, el tráfico de drogas, la pérdida de valores continúan siendo problemas graves en nuestras tierras. La dignidad de la persona humana, en la base de toda actitud cristiana frente al prójimo, está con demasiada frecuencia conculcada, incluso a través de servicios estatales que estratifican a la población dándoles mejores o peores servicios básicos según etnias, niveles económicos, culturales, etc. La impunidad sigue siendo una plaga y las migraciones se multiplican en algunos de nuestros países más pobres. Mantener la opción preferencial por los pobres sigue siendo una exigencia primordial de la fe cristiana en el testimonio y el acompañamiento de nuestros pueblos.

Y en ese acompañamiento Monseñor Romero continúa siendo un ejemplo. Mártir significa testigo en griego, y muchos esperamos pronto la beatificación de Monseñor Romero como mártir. En su “Comentario sobre San Juan” Orígenes decía que “todo el que ha dado testimonio de la verdad, tanto con las palabras como con las obras… se debe decir que es mártir (testigo); pero entre los hermanos, impactados por el afecto hacia aquellos que lucharon hasta la muerte por la verdad y la fortaleza, la costumbre impuso que sólo se les llamara mártires (testigos) a aquellos que dieron testimonio con la efusión de su sangre y el testimonio de su piedad”. El arzobispo salvadoreño une en su persona los dos significados de testigo y mártir. Su piedad le impulsaba a socorrer a los pobres, a tener el corazón abierto a los que sufren, a mantener la voluntad atenta a aliviar los sufrimientos de los débiles. Si tuvo que enfrentar a los poderosos no fue en ningún  momento por discutir parcelas de poder, privilegios o influencia. Monseñor Romero, desde su humildad personal y desde su confianza en Dios, aprendió pronto a servir desde abajo, desde las necesidades de la gente y el dolor del pobre. Y fue ese mismo estilo de cercanía personal, de servicio humilde y de confianza en la fuerza de Dios que actúa siempre desde el amor, el que lo convirtió en un santo de nuestros días.

2.- Con una santidad incluyente y que muestra el sentido de la historia

Efectivamente, la santidad de Romero se parece, se une y trata de caminar tras la santidad de Jesús. Esa santidad que no separa. Sino que al contrario, incluye y llama siempre a la inclusión. Es la santidad del Padre bueno “que hace salir su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos”, del buen samaritano que se detiene a curar al herido, del padre que recibe con alegría al hijo que malgastó los dones paternos irresponsablemente pero regresa arrepentido. Romero en ese sentido nos ayuda a reescribir la historia de nuestros pueblos no desde la versión de los fuertes, sino desde la resistencia, el amor sencillo y la fuerza que brota de los valores humanos más elementales de nuestros pueblos, abonados, purificados y transformados en fuerza de vida por la fe cristiana. Desde una visión miope del ser humano se nos acostumbra a pensar y a decir que la historia la escriben los más fuertes, los vencedores. Las víctimas no cuentan. En último caso, y en esta historia de los fuertes, se convierten en advertencia de lo que les puede pasar a todos los que se opongan. Romero nos dice algo totalmente distinto. Y es que lo profundo de la historia, el avance hacia la humanización, lo impulsan las víctimas desde ese espíritu profundo que tienen todas ellas en su búsqueda del bien, de la justicia o la libertad. Las víctimas iluminan la realidad porque de ellas brota siempre un clamor que dice misericordia, solidaridad, justicia o indignación. La santidad de Jesús incluye a todas las víctimas de la historia; Él mismo se hace víctima por nuestra salvación. Y Romero lo sigue en esa dimensión del que asume hacerse víctima con las víctimas de la historia para mostrar un nuevo camino de salvación.

Cuando Eusebio de Cesarea escribe la que consideramos primera historia de la Iglesia muestra en su prólogo el contraste entre dos historias. La historia de las “victorias de guerras, trofeos contra enemigos, hazañas de generales y valentías de soldados manchados de sangre y de muertes innumerables”, frente la historia de “las más pacíficas luchas por la misma paz del alma y el nombre de los que en ellas se comportaron varonilmente; más por la verdad que por la tierra patria”. De éstos dice: “se proclamará públicamente, para eterna memoria, la resistencia de los atletas de la fe, su bravura, curtida en mil sufrimientos… las victorias contra los enemigos invisibles y, después de todo, sus coronas”. Romero desde su fidelidad al pueblo sufriente de El Salvador se ha convertido en uno de esos testigos que trasciende no sólo el país pequeño de Centroamérica donde ofreció su servicio, sino la misma América Latina. Entró dentro de esa historia trascendente en la que la víctima triunfa sobre el verdugo y brilla al lado del “Cordero degollado que permanece de pie”, como llama el Apocalipsis al Señor Jesús. A su lado, como discípulo y misionero sigue acompañándonos y dándonos esperanza en el camino al contemplar que él, muerto con espíritu, continúa teniendo fuerza en la historia de nuestros pueblos invitándonos a todos a la coherencia cristiana y a la transformación de toda estructura injusta que rebaje la dignidad humana.

Cuando el P. Ignacio Ellacuría decía que “con Mons. Romero pasó Dios por El Salvador”, no trataba de exagerar o de crear una frase bonita. Decía una verdad de fondo. Dios camina con su pueblo y no sólo les envía profetas, sino servidores que actualizan en la historia, aun siendo débiles y pecadores, pero por la gracia del Señor, la presencia del propio Jesús resucitado. En 1985 me tocó celebrar la Pascua de Resurrección en El Salvador, en un refugio que la Iglesia había habilitado para víctimas y refugiados de la guerra civil. Preguntando a la gente sencilla sobre cómo se imaginaban ellos que los apóstoles vivieron la resurrección, una mujer campesina dijo ante la comunidad: “Me imagino que fue como cuando mataron a Monseñor Romero. En ese momento muchos de nosotros pensamos que ya no había esperanza para nuestro pueblo. Pero al sentir que Mons. Romero había muerto por ayudarnos y protegernos, como que se encendió un fuego dentro de nosotros que nos decía que teníamos que seguir esperando y luchando por nuestros derechos y por la vida de nuestros hijos. Algo así debieron sentir los apóstoles”. Desde la fe sencilla de nuestro pueblo, esta mujer estaba descubriendo la fuerza del Espíritu de Jesucristo actuando en los corazones débiles de los apóstoles.

3.- En diálogo permanente, estructural y ecuménico

También a otros niveles Mons. Romero nos sigue acompañando. Hombre bondadoso y lleno de compasión por los que sufren, descubrió pronto y en medio de esos tiempos de violencia, esa injusticia estructural que desde la fe podemos también llamar pecado social. Frente a este tipo de pecado es necesario responder con la que también podemos llamar caridad estructural. Monseñor Romero abrió caminos en esa responsabilidad de develar y denunciar aquel tipo de estructuras sociales que marginan, benefician al más fuerte a costa del débil, impiden el desarrollo de las capacidades de las personas. Cuando hoy vemos todavía el excesivo peso de un capitalismo salvaje entre nosotros, la fuerza de esa “economía que mata”, como la llama el Papa Francisco, Romero se yergue como una luz que ilumina el camino. Y no sólo por sus denuncias sino por la racionalidad compasiva y cristiana que había debajo de las mismas. Su figura nos sigue recordando permanentemente que la desigualdad socioeconómica es pecado porque hace sufrir. Y nos anima a estar al lado de las causas de los empobrecidos que simplemente desean y aspiran a una sociedad en la que la solidaridad, la dignidad de la persona y la fraternidad puedan expresarse en la libertad de las opciones personales y en decisiones orientadas hacia el bien común. Buen conocedor de la Doctrina Social de la Iglesia, nuestro arzobispo mártir nos invita a concretarla en la construcción de sociedades más fraternas y solidarias.

Un último aspecto de este acompañar como testigo del Señor y de su caminar en nuestra historia concreta nos lo ofrece Romero en su dimensión ecuménica. El sacrificio martirial de este pastor tan identificado con “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren” (Gaudium et Spes, 1), trascendió los límites de nuestra propia Iglesia Católica. A sus aniversarios llegan miembros de muchas y diversas iglesias. La Iglesia anglicana, hace algunos años, colocó en la fachada de la catedral de Canterbury las imágenes de los que denominaron, y con razón, mártires cristianos del siglo XX. Al lado de personas como Dietrich Bonhoeffer o Martin Luther King está Monseñor Romero. El pastor sencillo del paisito más pequeño de la atribulada Centroamérica colocado al lado de uno de los teólogos señeros de la modernidad, o de uno de los activistas religiosos de derechos humanos con mayor fama internacional. Unidos en el martirio, en el testimonio de valentía evangélica y auténtica “parresía”, enfrentados a las plagas del racismo, la brutalidad, la segregación y la exclusión, armados sólo con la fuerza de la fe personal y la Palabra del Evangelio, ellos y otros muchos se unen al clamor de todos aquellos que “vienen de la gran tribulación y han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero” (Apoc 7, 14). Cuando el texto del Apocalipsis dice que por esa misma razón “están delante del trono de Dios”, nos está invitando a todos a verlos como ejemplo en el caminar, como fuerza en el hacer, como esperanza en la dificultad y como testigos del triunfo final de un amor que, manifestado definitivamente en Cristo y en todos los que se le unen, nada ni nadie nos puede arrebatar.

José María Tojeira, S.J.