Iglesia en un mundo indiferente
José María Tojeira, SJ
No es la primera vez que la Iglesia vive en un mundo indiferente a ella. En sus inicios pasó inadvertida y, todo lo más, considerada como una secta secundaria de los judíos. El hecho de que los principales historiadores romanos la mencionen tan vagamente no deja dudas. Incluso un buen número de historiadores católicos dudan que la persecución de Nerón haya existido. Sin embargo frente a la indiferencia de un poder imperial, más preocupado por sus fronteras, sus lujos y sus conquistas, que por esa diminuta secta naciente, los cristianos comenzaron a hacerse notar desde sus alternativas comunitarias. Frente al belicismo romano y el culto a la fuerza bruta, los cristianos optaron por el pacifismo. Todavía a finales del siglo segundo, cuando ya las conversiones cristianas eran numerosas, había una polémica en torno a si se podía prestar el servicio militar o no. En ese mismo siglo los cristianos a no iban a los juegos, especialmente a las luchas entre gladiadores, porque según el apologeta Atenágoras, “ver matar es casi como matar”.
Pero el pacifismo no era la única opción cristiana. Frente a la esclavitud los cristianos practicaban y vivían la fraternidad. Aunque el cristianismo primitivo no luchó en favor de la eliminación de la esclavitud, sí estableció claras bases de superación. De hecho en la Europa cristiana la tendencia a la eliminación de la esclavitud fue una dinámica imparable, aunque en los regímenes feudales se sustituyera por la servidumbre obligatoria. La fraternidad dio también un impulso a la participación de la mujer en la Iglesia, no sin que se despertaran fuertes debates dentro de las mismas comunidades, herederas de una cultura patriarcal muy radical. La opción por los más pobres está presente a lo largo de toda la tradición cristiana, frente a un mundo que ha privilegiado siempre la riqueza de pocos sobre la pobreza de muchos. Las diferencias culturales así mismo se superaban desde el diálogo y el amor. Pablo podía decir en Gálatas 3, 28 que ya no hay entre ustedes judíos ni gentiles, esclavos ni libres, hombre ni mujer. Las diferencias que implicaban explotación, humillación o marginación entre los seres humanos se abolían no sólo desde la firme creencia en el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús (Rom 8, 39), sino también desde un modelo comunitario en el que la fraternidad y la igualdad en dignidad creaba una alternativa al modelo de convivencia en el Imperio. La descripción de la primitiva comunidad en Hechos 4, 32-37, o el modelo de vida cristiana que presenta Pablo en Rom 12 son prueba más que fehaciente de que el cristianismo no sólo fue una religión nueva, sino una propuesta de convivencia diferente frente a un mundo preocupado por la fuerza bruta y el poder y, por ende, poco preocupado por los valores cristianos.
Hoy el mundo, tras un proceso de secularización que ha restado poder e incidencia a una Iglesia demasiado acostumbrada a trabajar desde arriba y, de alguna manera, desde la cercanía al poder (que con frecuencia equivale a trabajar desde fuera de los problemas) ha vuelto a ser indiferente, en muchos aspectos, frente a los valores del Evangelio. La ley del más fuerte continúa siendo una dinámica que marca la realidad mundial. La inversión en armas de los países ricos supera con mucho su ayuda al desarrollo. El despilfarro sigue marcando algunos aspectos de la historia mundial. En el 2013 la FAO aseguraba que una tercera parte de los alimentos que se producen en el mundo se acaba tirando, mientras más de mil millones de personas sufren, en cálculos conservadores, hambre o deficiencias alimentarias. Las guerras, los refugiados, las migraciones, son un doloroso e imparable rosario de tragedias humanas. La desigualdad crece en muchos de nuestros países, especialmente en América Latina, destruyendo la cohesión social, impulsando a la violencia, generando modos rápidos y con frecuencia brutales de búsqueda de ganancias rápidas. No en vano el Papa Francisco, en su mensaje para la celebración del día mundial de la paz, 2014, decía que “a las guerras hechas de enfrentamientos armados se suman otras guerras menos visibles, pero no menos crueles, que se combaten en el campo económico y financiero con medios igualmente destructivos de vidas, de familias, de empresas”. La “guerra de los poderosos contra los débiles”, frecuentemente mencionada por Juan Pablo II, continúa siendo una realidad sangrante en el mundo en que vivimos.
La cultura del desecho o el descarte, como también suele mencionar el papa Francisco, lleva a considerar irrelevantes no sólo a las personas que no son imprescindibles para la acumulación de dinero, satisfacción individual o poder, sino también a los valores que no se suman a esa apariencia de ser que da el tener. El hiperindividualismo de una sociedad de consumo cada vez más materializada rompe con frecuencia incluso los elementos básicos de una cultura de paz que protege la vida, cuida el mundo en que vivimos y fomenta la generosidad altruista, más allá de las ideologías o religión que se profese.
Frente a esta realidad, muy someramente descrita, el cristiano debe afirmar su fe y ser testigo de lo que cree. Y eso con mayor responsabilidad, en un mundo indiferente ante los valores básicos del Evangelio. Incluso en los momentos más desesperados el seguidor de Jesús debe mantener la cabeza erguida. En el contexto de un desastre final apocalíptico, Jesús no duda en decir a sus seguidores que frente al desastre “tengan ánimo, levanten la cabeza, se acerca el día de su liberación” (Lc 21, 28). La primera definición que dan de sí mismos los apóstoles es la de ser “testigos de la resurrección” (Hechos 1, 22; 2, 32; 3, 15; 4, 33; 5, 32). En definitiva testigos del triunfo del amor y el servicio generoso frente al poder, la fuerza bruta y el egoísmo. Y pronto la Iglesia comenzó a utilizar este término de testigo, mártir en griego, para definir a aquellos que daban testimonio con su sangre. En efecto, el caminar firmes en la esperanza caracterizó a los cristianos en los momentos más difíciles de su historia. San Justino, un Padre de la Iglesia (Apologeta) del siglo segundo, decía que se había convertido al cristianismo al ver cómo los cristianos “iban intrépidamente a la muerte”. Ser testigos de aquello que es el fundamento radical del sentido de nuestra existencia, nuestro “principio y fundamento” que diría Ignacio de Loyola, es lo único que puede salvar al cristianismo de la irrelevancia en un mundo cada vez más indiferente a las definiciones teóricas. Y ese testimonio radical es, hoy y siempre, la opción por seguir historizadamente a ese Jesús de Nazaret que “pasó por este mundo haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo” (Hechos 10, 38).
Pero al igual que los primitivos cristianos nuestro testimonio debe darse desde nuestras propias comunidades. El testimonio individual aislado, como el de los antiguos ermitaños, puede ser una exigencia para determinadas personas y en determinadas épocas. Pero la fuerza cristiana está siempre, necesariamente, en los dinamismos comunitarios. En un mundo hiperindividualizado el cristianismo sólo puede ser históricamente relevante desde comunidades que sepan unir su fe y su esperanza con la solidaridad. Una de las razones por las que el papa Francisco ha cautivado a una buena parte de este mundo es porque desde una fe profunda en Jesucristo nos invita a todos a compararnos con la acción. No presenta ni desde sus palabras ni desde su accionar una religión que privilegia la doctrina, aunque ésta sea necesaria, sino una fe de compromiso con el pobre, el afligido, el que históricamente está sufriendo la guerra, el hambre, las penurias del migrante, o padece en carne propia la cultura del desecho. Y trata, en la medida de sus posibilidades, de dar un ejemplo claro de austeridad, cercanía humana, diálogo y puesta de la estructura eclesial al servicio real de las personas. No pone el punto de comparación del deber ser en el pensamiento doctrinal sino en la acción solidaria.
A cada uno nos queda la responsabilidad de ser testigos, desde nuestro actuar personal y comunitario, en este mundo cada vez más indiferente ante doctrinas y verdades, y que valora prioritariamente el triunfo y la satisfacción individual. Aunque necesitamos “dar razón de nuestra esperanza” (1Pe 3, 15), ésta sólo será creíble hoy si optamos por ese “camino mejor” (1Cor 12, 31) del que habla Pablo justo antes de comenzar en el capítulo trece de esa misma carta el conocido canto a la caridad. El cristiano tiene que contribuir a la construcción de la ciudad humana. El Concilio Vaticano II mencionaba la importancia de que hubiera cristianos “con caridad y fortaleza política, al servicio de todos” (GS 75). Pero además de esa responsabilidad personal, nuestras comunidades cristianas deben estar atentas siempre a la solidaridad con los pobres, a la defensa de todos aquellos que padecen cualquier tipo de marginación, privación u ofensa en su dignidad humana. Nuestras comunidades no pueden dedicarse exclusivamente a rezar, sino que deben mantener al mismo tiempo tanto una proyección concreta hacia al que sufre como un análisis y crítica evangélica de la realidad. Porque sólo desde el análisis crítico y evangélico podemos liberarnos de todo ese mundo de valores falsos con los que nos inundan el consumismo, el individualismo, o el poder de un mercado omniabarcante en el que dominan muchas veces los más poderosos, “lo que con frecuencia es tanto como decir los más violentos y los más desprovistos de conciencia” (Pío XI en QA, 107).
La familia, el desarrollo equitativo, la construcción de la paz, la justicia social, el medio ambiente, la seguridad ciudadana, la cohesión social son dimensiones que deben estar presentes en nuestras preocupaciones y esfuerzos por impulsar un futuro más humano y, por ende, más cristiano. Todo tipo de justificación ideológica de la superioridad de unos seres humanos sobre otros, como pueden ser los racismos, machismos, nacionalismos exacerbados o la simple cultura de poner el ser en el tener, debe ser rechazada. Los débiles, los marginados, los que sufren, deben ser siempre prioridad para nosotros. Los jóvenes, muchas veces mal pagados en sus trabajos, golpeados por la violencia, la droga o la marginación, deben ser una preocupación permanente. Los ancianos, víctimas especiales de la cultura del desecho, deben ser vistos como hermanos mayores de todos. En general, renovar la solidaridad con el mundo que sufre, constituirse en voz de esperanza y en acción permanentemente solidaria son los caminos que debemos discernir desde nuestros propios contextos y posibilidades.
En todo el mundo, pero de un modo especial en nuestras tierras latinoamericanas, el tema de la desigualdad merece nuestra atención especial de cara a ser escuchados en este mundo indiferente ante el dolor del excluido. El Papa Francisco pone la fraternidad como el camino cristiano por excelencia de construcción de la paz en el mensaje de este mes de enero de 2014. La fraternidad está unida radicalmente al combate de la desigualdad y el Papa, inspirado en el mensaje de amor de Jesús, nos lo recuerda: “Es necesario encontrar los modos para que todos se puedan beneficiar de los frutos de la tierra, no sólo para evitar que se amplíe la brecha entre quien más tiene y quien se tiene que conformar con las migajas, sino también, y sobre todo, por una exigencia de justicia, de equidad y de respeto hacia el ser humano. En este sentido, quisiera recordar a todos el necesario destino universal de los bienes, que es uno de los principios clave de la doctrina social de la Iglesia. Respetar este principio es la condición esencial para posibilitar un efectivo y justo acceso a los bienes básicos y primarios que todo hombre necesita y a los que tiene derecho”. Sólo desde este esfuerzo de lucha contra la desigualdad enraizada en la fraternidad lograremos enfrentar la violencia creciente en América Latina y construir unas sociedades con altos grados de cohesión y solidaridad. Y lograremos también que la oración del “Padre nuestro”, tan pública y tan frecuente entre nosotros, sea principio real de acción pública en el mundo en que vivimos. Al Dios cristiano Jesús nos enseñó a llamarlo “nuestro” y no mío, porque su amor nos hace hermanos, fraternos, iguales en dignidad y dependientes unos de otros en el servicio y en la salvación.
Nota sobre las preguntas: Si ante un mundo indiferente la Iglesia tiene que proponer la fraternidad, las preguntas se orientan a evaluar nuestra vivencia fraterna:
Preguntas personales:
- ¿Vivo la fraternidad con las personas con las que trabajo?
- ¿Reflexiono y promuevo la fraternidad desde el ámbito familiar en el que vivo, fomentando internamente el diálogo, la hospitalidad y la generosidad?
- ¿Considero y apoyo la comunidad eclesial en la que vivo como una verdadera comunidad de solidaridad?
Preguntas comunitarias
- ¿Analizo comunitariamente la realidad en la que vivo desde el mandamiento del amor?
- ¿Realiza mi comunidad actos que expresen la fraternidad con excluidos, hambrientos, víctimas de desastres, migrantes o cualquier grupo humano golpeado por injusticias o marginación?
- ¿Hemos encontrado formas de apoyar la transformación de estructuras injustas?