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EN SAINT IGNATIUS LOYOLA ACADEMY, EN BALTIMORE

«Creo que lo másdistintivo de laacademia es su afinidad con las historias de redención, y yo soy una de esas historias». Esta reflexión de Cameron, un graduado de la promoción de 2001 de la Saint Ignatius Loyola Academy (Academia San Ignacio de Loyola) en Baltimore, Maryland, evoca la educación transformadora que experimentó como alumno hace ya más de 18 años.

Baltimore, como la mayoría de las grandes ciudades de los Estados Unidos, carece de una educación de calidad consistente. La desigualdad y la disparidad resultante son patentes entre unos barrios y otros, a la vez que determinan las oportunidades educativas y la futura movilidad económica de los niños de las ciudades. Esta injusticia proviene de décadas de prácticas discriminatorias de carácter racial y económico en lo referente a vivienda, educación, transporte y políticas públicas. Los pobres y marginados cargan con el peso de estas injusticias, y en Baltimore esto se concentra abrumadoramente en los varones jóvenes afroamericanos, que viven en una ciudad plagada de violencia armada, criminalidad, alarmantes porcentajes de encarcelamiento, elevado desempleo y pocas oportunidades de liberarse del ciclo generacional de la pobreza. Fundada en 1993, Saint Ignatius Loyola Academy, una escuela media para chicos de diez a catorceaños, empezóa romper ese ciclo. En la tradiciónde laNativity School (Escuela de la Natividad) jesuita, la academia es gratuita y ofrece un curso escolar de 11 meses con jornadasmáslargas, que empiezan a las siete y media y acaban a las cinco de la tarde.

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Completar la escuela secundaria (high school), el nivel educativo más básico para encontrar un empleo o continuar estudiando, está fuera del alcance de muchos varones afroamericanos. Cuando se fundó la academia, menos de la mitad de los varones de Baltimore conseguían el título de secundaria. A lo largo de los 25 años de historia de Saint Ignatius, el 98 % de sus alumnos ha conseguido el título, y el 88 % ha continuado estudiando en la universidad o en otro tipo de formación profesional superior. El éxito del programa de la academia se basa en clases poco numerosas (no más de 15 alumnos), en un profesorado solícito y motivado por la misión y en un currículo riguroso, que ofrece una experiencia educativa transformadora tanto para los jóvenes como para sus familias. La academia prepara a sus alumnos para entrar en escuelas secundarias de calidad cerca de Baltimore y en internados de la costa este, desde los que pueden acceder a la universidad y a empleos que proporcionen seguridad económica. Algunos continúan su educación en escuelas secundarias y universidades jesuitas.

Antes de venir a la academia, los alumnos y las familias que han estado en el sistema educativo público (estatal) se han encontrado demasiadas veces con colegios que no los acompañan en su crecimiento y desarrollo y cuyos profesores y administradores se forman enseguida una opinión acerca de su origen y de su futuro. A menudo, estas escuelas tratan con ellos de tal manera que les envían claramente el mensaje de que se los considera inferiores, y el sistema mismo tiene pocas expectativas de que puedan y vayan a tener éxito. Cuando los alumnos entran en la academia, las familias suelen experimentar una reconciliación, una sensación de ser abrazadas por una institución que las valora plenamente y les ofrece un entorno con experiencias similares a las que ven en las escuelas a las que asisten niños de barriosmásricos. Una madre decíade la directora: «Es la primera vez que un/a director/a no me ha juzgado».Mientras sus hijos asisten a la academia, algunos padres deciden volver a estudiar también ellos para continuar su educación formal. La academia es una escuela, pero, como nos recuerda el Papa Francisco, estamos llamados también a ser como un «hospital de campaña» que ayude a curar las heridas de una sociedad imperfecta.

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Saint Ignatius Loyola Academy ha educado a cientos de chicos de familias que viven en la pobreza, que han sido marginados por la sociedad y la desigualdad. Casi ninguno de los alumnos es católico; muchos van retrasados en su nivel escolar; y algunos tienen a sus padres en la cárcel. Además del programa muy estructurado de cuatro años, que incluye aprendizaje experimental fuera del aula y viajes de estudios, los alumnos siguen siendo atendidos durante los ocho o diez años posteriores a su graduación a través del programa de apoyo a los graduados de la academia. Este incluye orientación para tener éxito en la escuela secundaria y en la universidad y a la hora de encontrar prácticas y empleos. Los graduados de la academia trabajan como soldadores, técnicos informáticos, abogados, directores de coros, analistas financieros o ingenieros. Es notable que bastantes de nuestros graduados son profesores, incluyendo a cuatro que actualmente enseñan en la academia e inspiran a la siguiente generación de alumnos.

Cameron, que creció en un barrio de Baltimore oeste con altas tasas de criminalidad, asesinatos y encarcelamientos, todo ello alimentado por el tráfico de drogas, continuó sus estudios en una universidad jesuita, está casado y tiene un niño pequeño. Mucha gente de su barrio se convirtió en una estadística de las injusticias que campan por sus calles. Cameron dice: «La educación es lo que no está incluido en muchas de las estadísticas de Baltimore oeste. Lo sé porque tengo amigos en esas estadísticas, tanto vivos como muertos. Algunos de ellos encontraron su lugar en esas estadísticas mientras yo estaba en la escuela de siete y media a cinco».

[Artículo de la publicación “Jesuitas – La Compañía de Jesús en el mundo – 2020”, por John J. Ciccone]