Jesús M. Sariego SJ El Progreso, Julio 2022
… “Una vez iba por su devoción a una iglesia, que estaba poco más de una milla de Manresa, que creo yo que se llama sant Pablo, y el camino va junto al río; y yendo así en sus devociones, se sentó un poco con la cara hacia el río, el cual iba hondo. Y estando allí sentado se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales, como de cosas de la fe y de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas” … (Autobiografía, 30).
Ignatius 500 es el slogan de la celebración gozosa que ha convocado a los amigos de Ignacio en todo el mundo entre el 20 de mayo de 2021, aniversario de la herida sufrida por Íñigo de Loyola en Pamplona, y el 31 de julio de 2022, festividad de San Ignacio. También nosotros, en Centroamérica y desde nuestro modo propio de seguimiento, nos unimos gozosos a este evento al tiempo que rememoramos la historia del paso de Dios por nuestra historia colectiva de jesuitas y laicos colaboradores en nuestras vidas y trabajos.
Hace 500 años, Íñigo López de Loyola caía herido defendiendo Pamplona, ciudad asediada por los franceses. Fracturado y tristemente frustrado, fue conducido a Loyola. Allá, a la depresión le sucedió la lenta recuperación: la herida reconvirtió los sueños de su vida. Leyendo los pocos libros de la casa, y mientras contemplaba postrado, frente a él, el cerro de Izarraitz, al desarraigo le sucedió la pasión por imitar la vida de los Santos para así seguir a Jesús. Íñigo comenzó entonces a ver su vida de otro modo. Le parecían nuevas todas las cosas… El pasado había sido tiempo de aprendizajes; el futuro brillaba atractivo y prometedor. Aquel corazón donde habían crecido “vanas pasiones del mundo”, iniciaba un nuevo aprendizaje “como niño de escuela”. Y es que hay heridas de la vida humana que de pronto nos transforman. Amargos reveses del pasado, que al fin anuncian la luz resplandeciente del Resucitado…
“Con Mons. Romero, – decía Ellacuría, – Dios pasó por El Salvador”. En este Aniversario ignaciano, que celebramos, jesuitas y colaboradores en la misión en Centroamérica, sin duda nos hemos preguntado: Y ¿cuántas veces no ha pasado Dios por nuestras vidas y por nuestra historia? ¿Cuántas veces no dejó su señal liberadora en los dinteles de nuestras existencias e instituciones, aún en medio de los aparentes fracasos? Al ver a Ignacio postrado en la habitación alta de la casa de Loyola, todos, sin duda, algo hemos releído de nuestra historia pasada mientras contemplamos el futuro pensando “en todo amar y servir” …
“El primer preámbulo es la historia”- prologa Ignacio muchas de sus contemplaciones de los Ejercicios. Nos proponemos aquí recordar algunos tramos de este itinerario en el que, sin duda, Dios nos acompañó por las complejas rutas de la historia jesuita de Centroamérica. En las posadas alegres, como en Navidad, encuentros iluminadores como en Galilea, éxitos aplaudidos junto a la orilla del lago, estaciones dolorosas de Vía Crucis e incluso reencuentros iluminadores como en Emaús. Allá estuvo, sin duda con nosotros y promete acompañarnos en adelante, con el viento de Pentecostés.
Jesús M. Sariego SJ El Progreso, Julio 2022
1. Desdelamarginalidadalesplendoryelexilio.
… “Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación. Estas señales
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acompañarán a los que crean: en mi Nombre echarán demonios y hablarán nuevas lenguas; tomarán con sus manos serpientes y, si beben algún veneno, no les hará daño;
impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán sanos.” (Mc 16, 15-19)
Uno de los proyectos del generalato de Francisco de Borja (1539-1543) buscaba establecer en Guatemala una base para la ardua evangelización de las Antillas. Este sueño tardó en llevarse a cabo, pero por su ubicación estratégica, pronto los jesuitas conocieron Centroamérica. Primero, en 1567 cuando la primera expedición jesuita camino del Perú pasó por Panamá. No se quedaron allá, pese a las súplicas de los vecinos y del mismo superior de la expedición que deseaba establecer en Panamá la Curia provincial. No eran las indicaciones recibidas de Borja. Tampoco tuvo éxito la solicitud de Felipe II en 1567 pidiendo cuatro jesuitas para acompañar al Gobernador de Honduras, Juan Vargas de Carvajal. Lo mismo ocurrió en Guatemala: Pedro Villalobos, presidente de la Audiencia solicitó en 1572 al provincial de México el envío de un grupo de jesuitas, pero la 1a Congregación Provincial de Nueva España en 1577 respondió negativamente. Dos años después, viajando del Perú hacia México, donde sería provincial, el P. Juan de la Plaza se detuvo en Granada, Nicaragua, donde de nuevo recibió la misma petición de parte del Cabildo, pero la demanda tampoco prosperó. No era llegada la hora…
Y es que, en los orígenes, Centroamérica no parecía un lugar prioritario en los planes de la Compañía. El territorio ni era conocido para ellos ni ocupaba una atención especial para la Corona. El punto de interés era más bien Perú, centro del Virreinato y rico en metales preciosos. Para acceder allá era obligado la travesía entre ambos mares por Panamá. Por allá pasó la primera expedición en 1567, camino de Lima, donde Borja prefirió establecer la residencia provincial. Panamá, es verdad, era clave de circulación de mercancías y población. Eran dos las rutas que recorrían desde Sevilla las flotas españolas. Una hasta Nueva España (México), la otra, al Perú a través de Tierra firme (Panamá). Una inmensa caravana de barcos mercantes escoltados, desde Sevilla, por varios navíos de guerra. La flota de Panamá partía en agosto, se detenía en Cartagena y llegaba a Nombre de Dios (después a Portobelo) en tiempo lluvioso. Por la vía fluvial del “Camino de Cruces” y la terrestre del “Camino real”, al fin mercancías y pasajeros alcanzaban el puerto de Panamá en el Océano Pacífico. De ahí, una nueva expedición protegida por la Armada del mar del Sur, accedían al puerto de El Callao, en el Perú.
En 1578 hubo en Panamá una segunda presencia de dos jesuitas que acompañaban como capellanes a los soldados españoles en guerra contra los piratas ingleses en el Bayano. Ya entonces se instaló una residencia que en 1582 se cerró por decisión de la 3a Congregación Provincial del Perú. Tras una misión exploratoria, múltiples peticiones de los vecinos y Cabildo municipal, en diciembre de 1584, los jesuitas establecieron al fin una pequeña escuela de primeras letras, después convertida en Colegio, Noviciado temporal (1601) y años más tarde, en Universidad de San Javier. En pocos Colegios jesuitas ocurrió lo que en Panamá: el Cabildo municipal costeó desde entonces la estancia de los jesuitas hasta la expulsión.
Hasta 1671, la actividad de los jesuitas en Panamá se centró en educar y evangelizar. A los inicios, sin iglesia propia, utilizaron las plazas, y catedral de la ciudad. En 1609 abrieron su propia iglesia dedicada a San Ignacio. Predicaban con frecuencia sobre la usura, los principios morales y las condiciones justas del
comercio. Distribuían los sacramentos, catequizaban y crearon varias congregaciones de laicos, atendían a presos y enfermos. Pero de estos primeros trabajos pastorales, tal vez hay que reseñar su labor con la población africana llegada de modo permanente a Panamá.
En la ciudad de Panamá buena parte del trabajo evangelizador fue dirigido hacia la población negra, incluso los cimarrones que en las áreas de Chepo y el Bayano que buscaban escapar del control de sus amos blancos. Los jesuitas acompañaron en Congregaciones propias a la numerosa población africana. Conviene recordar que para fines del siglo XVI habitaban en la ciudad de Panamá cerca de 12.000 emigrantes africanos. “Panamá, – escribía al P. General uno de los primeros jesuitas, – no parece ciudad de las Indias, sino un pueblo de Etiopía”. Se fundaron dos Congregaciones para los esclavos negros, la de San Salvador y la del Santísimo Sacramento en 1616. En la mañana de los domingos, en los diversos barrios se organizaba la catequesis y procesiones que en la tarde, después de recorrer las principales iglesias de la ciudad, confluían con todo ceremonial en una celebración de la Eucaristía en la iglesia de la Compañía.
La vida urbana de los jesuitas en Panamá se transformó desde 1671 tras el sorpresivo asalto y destrucción de la ciudad llevada a cabo por el corsario inglés Henry Morgan. Como todo Panamá, debieron trasladarse a “Panamá la Nueva”. En 1696, con la famosa peste general, todos (excepto el superior, P. Cortés) perecieron atendiendo a los moribundos. Al trabajo urbano, desde la nueva ciudad, pronto se unieron las misiones itinerantes por el interior: Nombre de Dios, Portobelo, Villa de Los Santos, Natá, Santiago de Veraguas, Chepo y Atalaya.
Del interior se pasó a la evangelización de los indígenas. Recorrieron las tres zonas indígenas, fundaron pueblos y reducciones, escribieron vocabularios, diccionarios y catecismos en lenguas indígenas y lucharon por crear comunidades cristianas. Primero, con los ngäbe en 1606 donde entraron acompañando al Obispo Antonio Calderón en el Valle de la Luna, S. Pablo del Platanar, S. Pablo Aspatara, Guavalá y S. Félix, (hoy en Chiriquí y Veraguas). Más tarde, el P. Esteban Ferriol se internó en el territorio de los Guaymies, Vorasques y Changuines y, conocedor de su lengua, reunió varias poblaciones en una de las cuales murió en 1747. Juan de Aspergalo y Lucas Portolani continuarían los trabajos de esta misión activa hasta la expulsión de 1767. También los jesuitas se adentraron en el Darién. En 1645, un jesuita panameño, Pedro I. Cáceres, estableció una misión con los Noanamás del río San Juan. A partir de 1745, la Compañía atendió la misión entre los Kunas en el Darién sur, por petición expresa del presidente Dionisio Martínez de Vega y de los propios caciques indígenas. El provincial, Carlos Brentan, acudió desde Quito a Panamá para organizar dicha misión, donde trabajaron los PP. J. Álvarez, C. Escobar, I. M. Franciscis y J. Walburguer, autor de una Gramática y un Catecismo en lengua Kuna. El centro de la misión eran los ríos Yaviza y Chucunaque y el Real de Santa María. En fin, los jesuitas recorrieron las tres zonas indígenas de Panamá, fundaron reducciones, escribieron vocabularios, diccionarios y catecismos en lenguas indígenas.
En Guatemala, el territorio más al sur perteneciente a la provincia de Nueva España, tras el paso de dos exitosas misiones provenientes de Oaxaca en 1582 y 1593, ya en 1607 se estableció una comunidad, a las afueras de la ciudad y cerca construyeron una pequeña iglesia, que inauguraron el día de la fiesta de San Lucas, nombre que heredará después el Colegio jesuita. En 1611 se trasladarán al centro de la ciudad, en un local donado por Doña Leonor de Celada. Allá, en julio de 1626 edificaron su nueva y más amplia iglesia
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la que terminarían de ornar en 1645, con la donación de D. Justiniano Chiavari. Desde ahí se intensificó el trabajo apostólico: misiones rurales frecuentes en los entornos y hasta en Honduras, Nicaragua, Costa Rica, San Miguel y Sonsonate, además de la frecuente atención a enfermos, moribundos y encarcelados. Pronto llegaron al Colegio San Lucas de Guatemala alumnos de toda Centroamérica y Chiapas. Era el primer centro educativo de los jesuitas en Guatemala, al que en 1699 se unió el internado San Francisco de Borja. Como en Panamá, se organizó desde muy pronto la Congregación de la Annunciata, con colegiales de San Lucas, San Borja y otros centros de estudios. En 1647 S. Lucas contaba con una Congregación de estudiantes y otra dedicada a los “seglares” a la que perteneció San Pedro de Betancourt.
El trabajo fundamental de los jesuitas en la antigua ciudad de Guatemala fue educativo e intelectual. A partir de la década de 1630, en Guatemala como en Panamá, la orientación del trabajo educativo de la Compañía de Jesús pasa de un enseñanza centrada en las primeras letras y en las Facultades menores, hacia un enseñanza orientada más bien hacia las “Artes”, -es decir hacia la Filosofía,- y más tarde hacia la Teología. Los jesuitas eran afamados profesores, escritores y predicadores. Escribieron tratados de Filosofía y Teología. Fueron biógrafos como Manuel Lobo (autor de la primera biografía del Santo Hermano Pedro) o el P. Antonio de Siria, difusores de espiritualidad como José de Villalobos, predicadores como Domingo de Paz y Nicolás Prieto, catequizadores como Juan Martínez de la Parra, literatos como Gutiérrez, José I. Vallejo y, sobre todo el inmortal Rafael Landívar, el autor de la Rusticatio Mexicana.
El templo jesuita de Guatemala, además de lugar de culto, se convirtió pronto en centro de evangelización desde el que se difundió una espiritualidad anclada en la frecuencia sacramental, especialmente de la reconciliación, la oración mental, los Ejercicios espirituales de San Ignacio y la atención a los pobres y necesitados. Las famosas Congregaciones Marianas de laicos tenían un doble objetivo: la formación cristiana y el compromiso social. Desde su trabajo educador de la fe, los jesuitas acompañaron a personalidades insignes en Centroamérica como la Venerable salvadoreña Ana Guerra de Jesús, Mariana de Jesús, la famosa “Azucena de Quito” y el santo Hermano Pedro Betancourt, alumno en las aulas de San Lucas de Guatemala.
Con el Breve “In Supereminenti Apostolicae Sedis” de Urbano VIII en 1634, se ampliaban los privilegios de Pío IV, por lo que se concedía a la Compañía la facultad de otorgar títulos universitarios a sus alumnos, en ciudades que distaban más de doscientas leguas de la Universidad más cercana. Los títulos otorgados por las Universidades jesuitas así erigidas tenían valor en todas partes. Era el caso de Guatemala. Y así, en Guatemala desde 1630, los jesuitas comenzaron a otorgar grados académicos superiores y a poner en marcha las dos “Facultades Mayores” propias de las Universidades de la época: la Facultad de Artes o Filosofía y la Facultad de Teología, a las que pronto unieron la de Cánones o Moral. Por 40 años (de 1635 a 1676), el Colegio San Lucas fue el único centro universitario de Guatemala y de la región. Allá se otorgaban los grados de Bachiller, Licenciado, Maestro y Doctor en Artes y Teología. El Colegio universitario de San Lucas llegó a contar en un año académico normal con cerca de 200 párvulos, 150 gramáticos, 35 filósofos y otros 30 teólogos. Entre ellos algunos alumnos tan ilustres como el Venerable Bernardino de Ovando, el famoso escritor Francisco A. Fuentes y Guzmán o el cronista franciscano Francisco Vázquez. A partir de 1676, ya fundada la Universidad de San Carlos, aunque se mantuvieron las clases en el Colegio de San Lucas, los alumnos de los jesuitas debían realizar los exámenes finales en la Universidad de San Carlos si pretendían obtener su título universitario.
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En conjunto, podríamos decir que el trabajo de los jesuitas en Centroamérica durante la colonia española tuvo una doble forma. En el modelo guatemalteco, el énfasis radicó en lo académico y sólo ocasionalmente en algún trabajo misionero en la región. En el modelo panameño, sin embargo, la educación jesuita no alcanzó tanta calidad académica, por las oscilaciones económicas del país, las dificultades del clima, incendios, saqueos, traslado de la ciudad y frecuentes epidemias. El decidido apoyo del Obispo Luna y Victoria, desde inicios del siglo XVIII, hizo posible el establecimiento de la Universidad San Javier. No obstante, los jesuitas de Panamá apostaron por el trabajo misionero, la pastoral educativa en la ciudad, las visitas a los grandes pueblos des españoles y el trabajo evangelizador en las tres zonas indígenas gnäbe, Kuna y emberá. En el Darién como en Veraguas, se opusieron con valor a los desmanes de conquistadores, encomenderos y mineros, por lo que no pudieron evitar que se les retirara el apoyo del “sínodo” concedido por la Audiencia a los misioneros y fueron obligados a abandonar los territorios indígenas a mediados del siglo XVIII.
Pese a las dificultades iniciales, a lo largo de los 150 años de presencia colonial, Dios quiso bendecir estos humildes inicios del trabajo de la Compañía en Centroamérica. En estos tiempos de la Colonia, más de 700 jesuitas trabajaron en Centroamérica. Eran de España, Italia, Alemania y Flandes. Los nacidos en la región centroamericana fueron algo más de 200. Todos respondían a lo que los vecinos pedían: enseñar a sus hijos a “leer, escribir y contar ” como dicen las Cartas anuas de los provinciales de la época.
Entre los centroamericanos hubo famosos misioneros en el Marañón (PP. Troyano, Cáceres o Hurtado, mártir), en el norte indígena mexicano (PP. Monsalve, Idiáquez, Pereira, José García), en California (P. Ugarte) y en Filipinas (P. Arias). También existieron inteligentes profesores como los panameños PP. Delgado, Ferriol y Giraldo (en Quito), el salvadoreño P. Cañas, el hondureño P. Cerón o los guatemaltecos PP. Lugo, Oviedo, Ramírez, Sumpsin y Villalta (todos en México). No faltaron los artistas como el Hno. Hernando de la Cruz, que ornó con sus cuadros la iglesia de Quito. En la Universidad jesuita de Quito encontramos a profesores panameños como José Ignacio Delgado, Esteban Ferriol y Juan Giraldo. En el Máximo de México explicaron Filosofía o Teología el salvadoreño Bartolomé Cañas, el hondureño Cerón y los guatemaltecos Lugo, Oviedo, Ramírez, Sumpsin y Villalta.
En los días de la expulsión ocupaban puestos de dirección en los colegios de la Compañía el guatemalteco Cayetano Cortés, Rector del Colegio de Puebla, el granadino Faustino Vega, también Rector en San Luis Potosí, el también nicaragüense Jorge Vidaurre profesor en Guanajuato y el guatemalteco José Zepeda docente en el Colegio de La Habana. Pero no sólo en las misiones y enseñanza estaban presentes los jesuitas centroamericanos; también ocuparon cargos de responsabilidad como Procuradores en Roma y hasta provinciales como Juan A. de Oviedo, Alfonso de Arrivillaga, Francisco de Arteaga y Juan de Estrada.
Muchos fueron insignes misioneros en la región. En Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, San Miguel, y Sonsonate. En 1629, el Obispo de Comayagua solicitó jesuitas para ocuparse de “las doctrinas”. En Granada y El Realejo (Nicaragua) existieron Colegios temporales. Tal vez a ello se deba el que entre los alumnos de San Lucas encontremos pronto los oriundos de estos territorios además de Chiapas En la ciudad de Guatemala las misiones eran frecuentes cada año, así como la atención a enfermos, moribundos y encarcelados como en el caso del P. Cristóbal Villafañe asesinado precisamente cuando atendía a un sentenciado a muerte.
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El cronista franciscano del reino de Guatemala, Fray Francisco Vázquez en la biografía que dedica a Pedro Betancourt, resumía en un dístico la labor de los jesuitas en Guatemala: “buenas letras, virtud y cortesía, se enseña en la escuela de la Compañía”. En Panamá, un informe al Consejo de Indias subrayaba que era necesario apoyar los esfuerzos educativos de los jesuitas “porque de ellos depende en buena medida la evangelización de todo este territorio de Tierra Firme”.
Aquella fama creciente de los jesuitas pronto conoció la persecución propia del discípulo. Del esplendor al exilio… Con sólo un mes de diferencia tuvo lugar la expulsión de los jesuitas en Guatemala y en Panamá en 1767. En Guatemala, al amanecer del 26 de junio de 1767, el Fiscal don Felipe Romana y Herrera, con una compañía de Dragones, irrumpió en las instalaciones de San Lucas obligando al encierro bajo vi gilancia a los 14 jesuitas moradores en ese momento del Colegio de San Lucas y del internado de San Borja. El 1 de julio, ante la consternación del vecindario, la comitiva de proscritos emprendió el camino hacia el Golfo Dulce desde donde fueron embarcados rumbo a La Habana a bordo de la fragata Thetis y de ahí hasta el gaditano Puerto de Santa María en las costas españolas. En Panamá el 2 de agosto de 1767 el gobernador interino Joaquín Cabrejo a las tres de la madrugada ingresó a la Residencia de los jesuitas y el 28 de ese mismo mes el grupo de los expulsos salía en comitiva por el Camino de Cruces y Chagres hasta Portobelo donde se embarcaron hacia Cartagena y desde allí al Puerto de Santa María.
Unos a través de La Habana, otros por Cartagena, todos llegaron al Puerto de Santa María en España, donde se unieron al resto de expulsos de las colonias americanas. Después de la dura estadía en Córcega, fue ya Italia donde conocieron la triste noticia de la supresión de la Compañía (1773). Triste para todos los jesuitas, más dolorosa para los exilados de América, pues se les impedía el regreso. Los de Guatemala (Provincia de México), se agruparon en Bolonia y Ferrara; los de Panamá (Provincia de Quito), vivieron sus últimos días en Faenza y Rávena. En los días del exilio, uno tras otro, una treintena de jesuitas de Centroamérica a quienes había tocado vivir el exilio y supresión de la Compañía, fueron falleciendo. Rafael Landívar, en 1793. Muertes tristes según los relatos de la época las de quienes, fieles al compromiso con la Iglesia, habían sido obligados a abandonar su tierra y morir en suelo extraño, muchos sumidos en la pobreza. Sólo un jesuita nacido en Centroamérica logró regresar a América. Era el Padre Atanasio Portillo, nacido en Guatemala en 1739. Pero enfermo por la navegación, murió en camino el 5 de junio de 1799 en la Habana. Quedaron de ellos sus escritos, como los de Landívar, pero los jesuitas no sobrevivieron al calvario de la expulsión. Tampoco sus edificios: los de Panamá fueron destrozados por el incendio de 1781, los de Guatemala destruidos por el terremoto de Santa Marta de 1773.
Exitosa en los inicios, en Panamá como en Guatemala, la Compañía atraía por su apuesta por la cultura y por su nuevo estilo evangelizador más acorde con la cultura moderna. En Guatemala por la calidad de su formación. En Panamá, además, por el trabajo con los pueblos indígenas. Su bagaje académico, el espíritu misionero y el interés por los pobres y afroamericanos hizo llamativa la labor de la Compañía. Nada extraño que jóvenes cercanos se les sumaran. Pero como en otras muchas zonas periféricas de los centros de decisión política, les tocó sufrir las crueles consecuencias del destierro, el duro viaje a Europa, la supresión y exclaustración. Pobrezas y abandonos económicos, lejanía de sus tierras de origen y condena universal… Como al Maestro que seguían, les tocó vivir sus últimos años y morir en la soledad, fuera de las murallas, lejos de la tierra que les vio nacer. El mundo no era digno de ellos…
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2. Los apasionados misioneros proscritos.
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…” Cuando los persigan en una ciudad, escapen a otra; les aseguro que no habrán recorrido todas las ciudades de Israel antes de que venga el Hijo del Hombre. No está el discípulo por encima del maestro ni el sirviente por encima de su señor. Al discípulo le basta ser como su maestro y al sirviente como su señor. Si al dueño de casa lo han llamado Belcebú, ¡cuánto más a los miembros de su casa! ”… (Mt 10, 23-25).
La segunda etapa jesuita en Centroamérica va del año 1842 (fecha de la llegada de los jesuitas belgas a Santo Tomás de Castilla, Guatemala, con la expedición de la Societé belge de Colonisation) hasta 1896 (fecha del cierre de la comunidad de S. Francisco, en Panamá). Fueron 54 años en Centroamérica.
A un primer grupo de misioneros españoles, enviados en 1844 a Nueva Granada (Colombia) y después expulsados, se unirían otros oriundos de los países que recorrieron en sus exilios. Entre ellos, un nutrido grupo de centroamericanos, los más jóvenes del total. Recordemos algunos de ellos. Los guatemaltecos, como los PP. España, Valenzuela, Pérez, los 4 hermanos Cáceres, Muñoz y los HH. Cabrera y Mejicanos. Nicaragüenses como los PP. Lezcano, Mairena, Pereira, Ruiz, Tenorio así como los Hermanos HH. Bermúdez, Altamirano, González y Vega. De Honduras, el P. Gamero, músico, maestro de jesuitas y superior de la Misión Colombiana. De Panamá, el H. Blanco y de Costa Rica, los PP. Roldán y Quirós.
Cronológicamente, Guatemala fue el país donde los jesuitas se establecieron por más tiempo (1852- 1871) y fueron más numerosos (102 en 1862). Vivieron en el Colegio Seminario, Residencia de Belén, Iglesia de la Merced, Quetzaltenango y Livingston. En Nicaragua permanecieron de 1871 a 1881 llegando a ser 85 jesuitas, ubicados en León, Granada, Masaya, Rivas, Matagalpa y Ocotal. En Costa Rica se instalaron en Cartago de 1875 a 1884. Hubo una comunidad en San Salvador (1869-1872). Un pequeño grupo vivió en Panamá de 1873 a 1896. Sólo en 1851 hubo una comunidad jesuita en Omoa, Honduras.
Los jesuitas llegaron a Centroamérica cuando hacía crisis un viejo modelo político conservador de estilo caudillista. Su último exponente era Rafael Carrera, protector de la Compañía. Era el ocaso del Estado estamentario que logró establecerse aprovechando el vacío dejado por la anarquía post federal. Pero con el triunfo guatemalteco de Justo Rufino Barrios, las ideas liberales se impondrían en el área y parecía concluir el “antiguo régimen”. Ya la Independencia Centroamericana había sido poco sangrienta, pero
Morazán manejó el tema religioso sin concesión a la tolerancia. La Iglesia en general fue resistente a las reformas federales y cambios, muchas veces por defender sus propios intereses
económicos.
Para los jesuitas, a pesar de gozar siempre del aplauso del pueblo creyente, aquella fue una larga tercera semana de Ejercicios Espirituales: rechazo, persecución, confinamiento y expulsiones… Los españoles ya habían conocido este espectáculo con las hostilidades liberales en la Península. En Nueva Granada les tocó vivir nuevas expulsiones de 1850 y 1861. En Ecuador, en 1852, la de José María Urbina. En Centroamérica, en 1871 y 1884 de nuevo el exilio, unido a las calumnias, difamaciones y rechazos en periódicos y Asambleas políticas… La Compañía no era digna del Estado moderno independiente que se sostenía en los grandes principios liberales. Pese a tantos rechazos, el celo misionero y la cercanía al pueblo dieron carácter propio al trabajo jesuita de este período.
muy anticlerical.
un sector
Su primera apuesta fue Guatemala. A petición del arzobispo García Peláez, comenzaron formando al clero en el Colegio Seminario. Además de las clases establecidas por la Ratio Studiorum y las Academias (Literarias, Científicas y de Bellas Artes), impartieron algunas materias del pensum universitario y albergaron a exalumnos que ya estudiaban en la Universidad. También dotaron la institución de un actualizado Gabinete de Física, un Observatorio meteorológico y un Museo de Historia natural.
Viendo las dificultades ante los gobiernos liberales para permitir el establecimiento de otros centros educativos, los jesuitas optaron también por el trabajo pastoral directo: Misiones, visitas, giras apostólicas, estableciendo por doquier Asociaciones y Congregaciones como las Hijas de María, los Artesanos, la Anunciata, la Sangre de Cristo, la Buena Muerte, la del Sagrado Corazón y la de San Luis Gonzaga. Además, desde 1852 ampliaron su campo de acción hasta el área indígena, la costa del Pacífico, Baja Verapaz y el Oriente. Por eso optaron por fijar residencias permanentes en Livingston y Quetzaltenango.
La muerte del presidente Carrera y el ascenso de Justo Rufino Barrios en 1871, aceleraron el triunfo del liberalismo. En 1871, Barrios decretó la expulsión de los jesuitas de Quetzaltenango y, un mes después, García Granados la amplió a toda Guatemala. 76 jesuitas salieron hacia el Puerto de San José, y aunque el superior, el P. San Román, intentó desembarcar en Acajutla, La Libertad y Amapala pensando en un pronto regreso, finalmente los proscritos y ya maltrechos expulsos, debieron dirigirse al puerto de Corinto (Nicaragua) mientras los de Livingston lo hacían a Belice, vía Omoa. Era septiembre, en medio de los días de las fiestas de la Independencia. En El Salvador, la situación era similar: el 5 de mayo de 1872, los jesuitas fueron llevados al Puerto de La Libertad y de ahí se dirigieron a Panamá. Curiosamente, más tarde, los tres compañeros de El Salvador serían nombrados Obispos: Paúl, en 1875 en Panamá; Pozo en Guayaquil y Di Pietro en Belice.
En septiembre de 1871, el grueso de los expulsos había llegado a Corinto, Nicaragua, donde permanecerían diez años en plena actividad apostólica, pese a gozar solo de la condición de asilados, no de residentes. Es decir, no tenían “existencia legal”, pero podían permanecer temporalmente, según lo dispuesto por los gobiernos de Cuadra y Chamorro. Mantuvieron firmes dos opciones apostólicas. La primera, no asumir Colegios, Seminarios o centros educativos (salvo el de Matagalpa para estudiantes jesuitas) pese a las demandas del Obispo y de los padres de familia. La segunda: para incidir más en la evangelización, la itinerancia de las misiones debía ser complementada con las residencias estables.
La primera misión fue en el propio Corinto. Después León, Subtiava, Chinandega, El Viejo, Granada, Masaya, Rivas y Managua. En 1873 ya se habían adentrado hasta Chontales, Matagalpa, Metapa, Terrabona, La Trinidad, San Dionisio, S. Rafael del Norte y Jinotega. En 1874 misionaron en San Juan del Norte y Ocotal. En diez años, aquellos infatigables apóstoles habían realizado misiones en más de setenta pueblos y ciudades. Incluso el ministro Tomás Ayón en 1875 pidió a la Compañía hacerse cargo de la evangelización de la Mosquitia, pero por considerar el proyecto inviable, el superior, P. San Román no lo aprobó. Al paso que se realizaban las misiones, se establecían Congregaciones de niños, de jóvenes, las Hijas de María, la Concepción de Lourdes y sobre todo, el Apostolado de la Oración.
La expansión de las misiones trajo consigo desde 1872 la creación de nuevas Residencias en Granada,
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Masaya, Rivas, Matagalpa y Ocotal. En Matagalpa, donde el trabajo se centraba en atención al pueblo indígena, llegaron a reunirse 40 jesuitas. Allá, el nuevo prefecto, Gregorio Cuadra obligó a los indígenas al empadronamiento obligatorio, la conscripción militar, las escuelas, la prohibición de fabricar alcohol y, sobre todo, el trabajo obligatorio para construir la carretera Matagalpa-León y el telégrafo, o, a cambio, la multa de 6 reales. Los líderes Vicente García y Tiburcio Mendoza capitanearon el levantamiento que estalló el 30 de marzo de 1881. Más de 1.000 indígenas armados, atacaron la ciudad de Matagalpa – relata el P. Pérez – disparando sus viejas armas, al grito de “Allá va el alambre, allá va el telégrafo, allá van los seis reales. Muera la Gobierna” …
El Prefecto, alarmado, acudió a los jesuitas, que conocían bien las cañadas de población indígena, pidiéndoles ser intermediarios en el conflicto para lograr la pacificación. Los PP. Hernández (el entonces superior) y Cáceres viajaron a las cañadas indígenas para entrevistarse con los líderes en Jucul. Pero, sorpresivamente, al llegar a la zona, el ministro de la guerra Elizondo hizo saber a todos los jesuitas que debían abandonar Nicaragua. Los mediadores eran ahora acusados de cómplices…
De modo intempestivo se les condujo a León, a la iglesia de la Recolección en cuyas puertas la gente se agolpaba protestando. El Gobierno declaró el estado de sitio en el Departamento. Al fin, la expulsión tuvo lugar el 7 de junio de 1881: fueron conducidos por el General Xatruch a Corinto, y embarcados en un vapor con dirección a Panamá. Algo parecido ocurrió con los de Masaya, Rivas y Ocotal. El 15 de junio llegaron todos a Panamá. Desde allá algunos fueron enviados a Puerto Rico y Ecuador.
Tres años después, julio 1884, el presidente Próspero Fernández de Costa Rica decretó la expulsión del país del Obispo Thiel y de los jesuitas que trabajaban con empeño en el Colegio San Luis Gonzaga y una Iglesia cercana. Conducidos desde Cartago y San José, llegaron a Puerto Limón el 19 de julio. Días después un buque bananero norteamericano, el Alene, condujo a los desterrados hasta la isla de Jamaica y a dos de ellos ya enfermos, junto con el Obispo, hasta Nueva York.
Desde 1872 se había establecido en Panamá, un grupo de jesuitas, tras la llegada de los PP. Paúl y Pozo, expulsos de El Salvador. Allá gozaron del amparo de un Gobierno local favorable, tal vez por la falta de clero en aquella extensa Diócesis. Organizaron asociaciones, como la Sociedad católica, el Apostolado de la Oración, las Hijas de María y atendieron pastoralmente el Hospital Santo Tomás. Nombrado el P. Paúl Obispo de Panamá (1875), colaboraron en el Colegio S. Vicente de Paúl, la iglesia S. Francisco y el Seminario. Su sucesor, Mons. Alejandro Peralta prefirió acudir a los PP. Escolapios para fundar un Colegio diocesano. Los jesuitas debieron desalojar la Iglesia de S. Francisco y por orden del padre provincial, abandonaron la ciudad para dirigirse a Cartagena, Colombia, en abril de 1896. Las expulsiones de Nicaragua y Costa Rica, así como el cierre de Panamá clausuraron aquella inicial Missio Guatimalensis, después Missio Centroamericana. Los jesuitas regresaron a Colombia, el lugar del que habían venido cincuenta años atrás.
Recapitulemos. Si algo definió a esta generación de jesuitas fue una mezcla de pasión misionera y fortaleza vocacional. Sin duda Dios los acompañó en aquellos días mezcla de éxitos y frustraciones. Su amor a Jesucristo los hizo valientes en su vocación. Eran hombres firmes y sólidos en su fe y amor a la Iglesia. Estaban listos para recibir el rechazo injusto, la expulsión y el destierro. Lo sobrellevaron todo con
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arrojo y pasión por el seguimiento a Jesús, porque no había lugar para ellos en aquel Estado liberal secular, – muy importado del exterior, por cierto, – que siempre los repudiaba. Un poco diferente del amor y devoción que sentía por ellos el pueblo sencillo de las aldeas, cantones y comarcas de la Centroamérica rural que recorrían. Aquella población en su mayoría vivía muy distante de los sueños liberales de los políticos. Sus ideas eran lejanas a los lugares donde los jesuitas anunciaban el Evangelio. Avezados en fortaleza de espíritu, asumieron el rechazo que sus predecesores sólo habían experimentado al final de su historia. Una buena parte de ellos vivió el exilio en territorio latinoamericano.
Esta generación poseía un denodado afán por evangelizar, misionar y transmitir la fe. En nuestra historia en la región, nunca los jesuitas hemos recorrido en Centroamérica tantos pueblos, aldeas, comarcas, cañadas y regiones como en aquellos años. No temían lo inesperado. Reunieron y educaron en su fe a cristianos pobres, muchos desconcertados en sus hondas creencias ante el avance de las ideas liberales. Dejaron las ciudades, para dirigirse sobre todo a la Centroamérica profunda, rural y pobre donde establecieron no pocas asociaciones aún vivas a su regreso en el siglo XX.
Por eso gozaron del aprecio de la gente sencilla. Eran hombres de convicciones religiosas sólidas, capaces de vivir en la descalificación y el rechazo, en lo inestable y en lo precario. Nómadas permanentes, siempre en acción, en movimiento. Los estigmas del destierro y la proscripción los acompañaron durante toda su vida. Condenas repentinas, expulsiones realizadas sin cabida a la defensa o sin justificación jurídica, embarques sin destino establecido, conflictos en las fronteras, y hasta la cárcel fueron el pan nuestro de cada día para muchos de ellos. Y, sin embargo, eso no hizo descender ni el número ni la calidad de las jóvenes vocaciones templadas con la prueba de la contrariedad. Ellos se mantuvieron firmes recorriendo las tierras centroamericanas. Para ellos se convertían en frecuente realidad aquellas palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo: “Cuando los persigan en una ciudad, escapen a otra” …
3. Los días exitosos de la Misión mexicana.
… “Los que se habían dispersado durante la persecución ocasionada por la muerte de Esteban llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, anunciando el mensaje… La mano del Señor los apoyaba, de modo que un gran número creyó y se convirtió al Señor. La noticia llegó a oídos de la Iglesia de Jerusalén, que envió a Bernabé a Antioquía… Un buen número de personas se incorporó al Señor”… (Hechos 11, 19-23).
Con la salida de Panamá, los jesuitas desaparecieron de Centroamérica por veinte años. La mayoría se integró a la Misión de Colombia (perteneciente a la Provincia de Castilla), convertida más tarde en una Provincia independiente (1924). Cuando el P. Javier Junguito fue nombrado Obispo de Panamá, los jesuitas restablecieron allá una residencia en 1902, un año antes de que el país se separara de Colombia. Era el primer regreso de la Compañía a tierras centroamericanas. Aunque en Panamá no pasaron de ser un grupo muy reducido que carecía de obras apostólicas propias.
Además de este temprano regreso de la Compañía a Panamá, doce años más tarde una nueva etapa de presencia jesuita en Centroamérica tendría lugar. Fue el 18 de agosto de 1914, cuando un grupo de compañeros de la Provincia de México, medio disfrazados por el temor a la expulsión, desembarcaron en
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Acajutla, El Salvador, llamados por el arzobispo Antonio Adolfo Pérez Aguilar. Un nuevo arribo, como en el período anterior, de jesuitas extranjeros expulsados y obligados a abandonar su trabajo y el suelo mexicano. De nuevo Centroamérica era un lugar marginal y secundario para las grandes provincias jesuitas al que únicamente llegaban en tiempos de persecución y destierro.
Esta vez el punto de llegada fue El Salvador y desde ahí se extenderán más tarde a Nicaragua. 23 años más tarde, el 7 de febrero de 1937, la Provincia de Castilla (España), asumiría esta región convertida en la Viceprovincia dependiente de Centroamérica. Panamá, por su parte, en ese mismo año era anexado a la misma Viceprovincia. En estos 23 años de trabajo, a diferencia de las etapas anteriores, se pusieron buena parte de las bases sólidas de la actual Provincia Centroamericana. En total fueron 178 jesuitas. El grupo más numeroso de ellos (52%), los constituían los nacidos en México. A ellos se unieron europeos (españoles, italianos y franceses), el 38%, y los centroamericanos, el 10%, cuyas vocaciones crecieron sobre todo con el establecimiento en Santa Tecla (El Salvador) de un Noviciado propio en 1949.
Como en otros momentos de la historia jesuita centroamericana, casualidades y providencias de Dios hicieron posible el retorno de la Compañía a la región. La primera de ella la constituía la difícil situación de los jesuitas en México en 1914, con el avance de la revolución mexicana. La Provincia mexicana contaba entonces con 361 miembros, de ellos 210 mexicanos. Ya en la presidencia de Madero, muchos políticos consideraban a los jesuitas como símbolo de la oposición al liberalismo progresista. En el Norte especialmente, los revolucionarios propalaban un mensaje común, no siempre verdadero: la Compañía había colaborado en la caída del presidente Madero y el ascenso de Huerta sostén principal del Partido Católico y del carrancismo, todos los afiliados al famoso Plan Guadalupe (marzo de 1913). La situación era especialmente tensa en Chihuahua (Tarahumara), Saltillo, Durango, Parras, El Llano, Guadalajara y Tepotzotlán. Momentos inciertos para la Compañía pues, además, en esos días fallecían el Papa y el General jesuita, el P. Franz X. Wern. Expresa bien este complejo momento el relato del encuentro de Pancho Villa con los jesuitas del Colegio Saltillo en mayo de 1914, relatado por uno de ellos, el P. José Méndez:
…” En uno de los sofás de la casa, medio echado sobre un cojín rojo, estaba el General Villa. Yo desafortunadamente soy católico, – nos dijo, – porque así me hizo mi madre. Pero no me dejo engañar por Uds. que con los ricos están oprimiendo al pueblo; ahora trabajarán Uds. para que descansen los pobres. ¿Hay aquí algunos Jisuitas? Los seis allí presentes nos pusimos de pie y él continuó. ¿Con qué conciencia traen Uds. extranjeros a su tierra? ¿No les da vergüenza? ¿No son Uds. dañinos? ¿Por qué los han traído? Estos Jisuitas himpocritas, soberbios, que no hacen más que chupar en sus Colegios el dinero de los ricos, no los quero. Que se quede en México uno que otro curita humilde, basta. Nuestro pueblo no necesita más. ¿Para qué sirven los Colegios? Yo no he estado en ninguno y valgo más que todos Uds. No quero jisuitas. Lárguense también Uds.” …
En julio de 1914, el provincial, P. Marcel Renaud, informó entonces al P. General que el arzobispo de San Salvador le había solicitado le enviase un grupo de jesuitas para hacerse cargo del Seminario. A diferencia de otras Provincias a las que eran enviados como “refugiados”, a El Salvador llegarían como invitados por Mons. Adolfo Pérez y Aguilar que les ofrecía como trabajo, además de la formación de los seminaristas, una Iglesia céntrica en la ciudad y un Colegio fundado por la Iglesia. Y así, aun con temores y zozobras, la primera expedición llegó a Acajutla en agosto de 1914.
Dos años después, a inicios de 1916, el P. Renaud, realizó una visita a Guatemala, El Salvador y Nicaragua. Quedó impresionado y sorprendido de que, pese a la ausencia de los jesuitas por tantos años, fuera tan
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hondo del aprecio que percibió por doquier hacia la Compañía y de cómo se mantenía vivo el recuerdo de aquellos misioneros, tras la expulsión en el siglo pasado, con el triunfo del liberalismo. Parecía oportuno y necesario asumir el Seminario dada la falta angustiosa de sacerdotes, sin dejar de asumir otras tareas complementarias, pues serían pocos los seminaristas.
Renaud trató de obviar con cierta habilidad las dificultades políticas cuando se encontró con el presidente Carlos Meléndez. Teóricamente ninguna ley se había emitido contra la antigua expulsión de junio de 1872. En Nicaragua, en cambio, la situación era diversa: allá gobernaban los conservadores que habían suprimido las leyes contra la Iglesia y favorecían la educación religiosa. Más allá del pensar de los gobernantes, en El Salvador como en Nicaragua, las familias más poderosas (incluida la madre del presidente, la Sra. Mercedes de Meléndez y la propia esposa, Gertrudis de Meléndez), dieron evidentes muestras de generosidad hacia los jesuitas y ofrecieron su apoyo para fundar las comunidades y obras apostólicas propias de la Compañía. Renaud concluyó el viaje con dos ideas claras: en El Salvador, había que optar por el Seminario; en Nicaragua, en cambio, por un importante Colegio.
Los jesuitas que llegaron a El Salvador y después a Nicaragua constituían un grupo diverso y plural. A juzgar por los relatos de sus cartas se observa que los mexicanos eran, sin duda, los más preparados, por cultura y afinidad, para entender la idiosincrasia humana y religiosa de Centroamérica. Los europeos, sabían de carisma y pedagogía jesuita y tenían larga experiencia misionera. Pensemos en sus famosos textos (Elementos de Álgebra del P. Stella o la Gramática inglesa del P. Crivelli…) que inundaron los Colegios de la región. Por otra parte, tantos años de persecución, en Europa y América Latina dejaron su huella en el grupo, en algunos hasta traumática. Aunque interesados por lo que comenzaba a llamarse “la cuestión social”, en general sostuvieron posiciones conservadoras en temas como la revolución mexicana, la revuelta de Sandino en Nicaragua o la insurrección de 1932 en El Salvador, aunque, por otra parte, rechazaban los gobiernos de facto nacidos de la fuerza o del cuartelazo.
Poco a poco, el grupo fue consolidando un estilo apostólico propio que conformaría primero la “Missio salvadoreña inchoata” y desde 1926, la “Missio Centroamericana”. Sus obras apostólicas principales fueron, además del Seminario, templo, Residencia de Santa Tecla y el Externado en El Salvador, el Colegio Centroamérica en Granada, las Residencias de Jalteva y Managua (1924). En el momento del traspaso en el año 1937, solo se añadiría la vieja residencia de La Merced en Guatemala. No se dispersaron en muchas tareas apostólicas; prefirieron concentrar sus esfuerzos en dos asuntos prioritarios, la educación (de sacerdotes y laicos) y el trabajo pastoral. Así lograron afianzar obras propias de la Compañía que después serían una base firme de la futura Viceprovincia Centroamericana.
Los jesuitas asumieron las clases del Seminario salvadoreño en marzo de 1915 (ubicado en la actual plaza San José), y poco después la Iglesia del Carmen en Santa Tecla. El Seminario creció en instalaciones y alumnos (algunos de otros países centroamericanos), especialmente en los días del P. Rafael Ramírez, quien llevó a cabo el traslado al nuevo edificio de San José de la Montaña, donde todavía hoy se encuentra. Al antiguo Seminario se le añadiría la Iglesia San José, desaparecida en un incendio. En 1921 se añadió el Externado pensado para alumnos laicos y que en 1954 se trasladaría a los terrenos actuales. En las afueras de S. Salvador, el templo de Santa Tecla, por su parte, se fue convirtiendo en centro de misiones rurales y Casa de Ejercicios.
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Por lo que toca a Nicaragua, en 1916 se iniciaron las clases en el primer edificio del Colegio, un local cercano a la Iglesia de Jalteva, mientras se llevaba a cabo la construcción de un amplio local cerca del Lago de Nicaragua que estuvo listo en 1919. En Guatemala, es importante recordar que Mons. Luis Muñoz, jesuita, dejó al frente del templo de La Merced al P. Rafael T. Cano, que había sido jesuita y que ma ntuvo muchas de las tradiciones de la Compañía hasta su regreso.
Al fin, estos veintitrés años de Misión mexicana en Centroamérica, son un noble símbolo de inculturación humilde. Aquellos fueron hombres generosos, valientes, intrépidos a veces, que supieron entregar su vida por aquella Centroamérica olvidada que no conocían, pero amaron. Los jesuitas mexicanos vivieron mirando con ávido interés y nostalgia el desarrollo de los acontecimientos en su vecino país. Los europeos debieron inculturarse a una nueva América Latina. Pero eso no impidió a unos y otros entregarse con afán y creatividad a las desafiantes tareas que demandaba aquella Centroamérica en los primeros años del siglo XX. A la hora final del retorno, cuando nació la Viceprovincia centroamericana, no pocos de ellos, con la misma generosidad con que habían venido, prefirieron terminar sus días en las obras apostólicasquehabíanpuestoenmarcha. Honoraquienhonormerece…
Los provinciales mexicanos, el gobierno de Roma inclusive, pensaron desde el principio que no convenía asumir proyectos que hipotecaran en el futuro su presencia en Centroamérica, pues consideraban que el retorno a México no tardaría en ocurrir. Pensaban en un trabajo “más provisional” hasta su retorno. Sin embargo, – Dios tiene sus misteriosos caminos, – en este tiempo de los jesuitas mexicanos, en El Salvador y en Nicaragua se pusieron las bases institucionales sólidas sobre las que se edificaría por años, primero la Viceprovincia y, más tarde, la Provincia de Centroamérica. En general poco de eso ocurrió con las instituciones, y edificios de los jesuitas de épocas anteriores a ellos. Por ello, el ejemplo heroico de sus vidas y la huella de sus trabajos y escritos nos acompañan hoy. Sin contar con la talla grandiosa de personajes, como los educadores, misioneros, escritores, predicadores y hasta el joven maestrillo Miguel A. Pro que labró su generosidad apostólica en los días del Magisterio en Nicaragua.
Pusieron, sin duda, dos bases sólidas para el futuro apostólico. La primera, la apuesta por la educación, en un territorio aplastado por el retraso cultural cuando el mundo comenzaba a globalizarse. Las aulas de los jesuitas fueron ventana abierta para jóvenes de Centroamérica, laicos y no pocos clérigos. Los jesuitas mexicanos creían y apostaron por la educación. No escatimaron esfuerzos a la hora de dotar pronto de instalaciones adecuadas sus centros. Al tiempo que recorrían sus difíciles caminos, redescubrieron la geografía, sus riquezas naturales y la historia de Centroamérica. ¡Hasta a las divinidades del pasado tolteca, dedicaron un patio en el inmenso Colegio de Granada, el “patio de los ídolos”!.
Pero, además, los jesuitas mexicanos, desde sus Residencias de Jalteva, Santa Tecla, o Managua, recorrieron las comunidades rurales y los suburbios urbanos para evangelizar, celebrar la fe y formar a la comunidad cristiana. Algunos, incluso, como el P. Rongier, llegaron a territorios distantes como los de Chontales, la costa atlántica o las zonas de población guatusa en territorio costarricense. Fueron creadores de hábitos y prácticas religiosas, así como de asociaciones, congregaciones y organizaciones de iglesia. Apreciando los mejores valores de la fe latinoamericana, valoraron y rescataron la religiosidad popular y edificaron, desde ella, convicciones hondas de fe. Además, supieron integrarse con la Iglesia local que les profesó un especial aprecio. Fueron un apoyo firme en la formación del clero, la renovación
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teológico-pastoral de las Diócesis y el servicio disponible a los Obispos que mostraron siempre una gran confianza hacia la Compañía.
Tal vez, me parece justo decirlo, les faltó profundizar más en la dimensión social de la fe e imaginar los nuevos compromisos sociales a los que ella remitía a la Iglesia y a la propia Compañía. Fueron mayores los esfuerzos en El Salvador, pero la transitoriedad con la que vivían mirando el retorno a México, o la relación con la clase social a la que educaban no les permitía mucha libertad. Se lo impedía, sobre todo, la dura experiencia de la persecución religiosa de la izquierda de la época, que muchos habían vivido en sus países de origen (México y Europa), lo que les dificultó pensar en otras perspectivas sociales y políticas. Evidentemente no poseían el bagaje teológico del Vaticano II de la generación que les sucedió; solo su teología de cuño europeo, muy marcada por el Vaticano I y con el único complemento de las recientes Encíclicas sociales, las que sin duda conocieron y explicaban.
Sin embargo, esta generación, con un estilo intrépido y creativo que sólo puede brotar de una profunda confianza en Dios, fue capaz de imaginar, emprender y soñar proyectos grandiosos, sobre todo educativos, llevando adelante ideas generosas al servicio de asuntos centrales: el clero, la juventud de Centroamérica, la familia, la formación de las clases sociales, incluso las más pobres, mostrando un sincero amor a nuestros países y a su incipiente Iglesia. Lo hicieron con entrega y, sobre todo, co n método. Sabían de los contendidos de la educación de la época, conocían de métodos pastorales y trabajo pastoral con multitudes, tenían forma y estilo propios y dejaron una huella imborrable en muchos jóvenes, además de tantas comunidades cristianas en las ciudades y campos donde trabajaron. Gozaron, de un inmenso aprecio de muchos grupos sociales que reconocieron en aquel puñado de apóstoles, – la mayoría extranjeros -, hombres generosos, de tesón y empeño, sincero amor a la gente edificado en su amor sincero a Jesucristo, para construir nuevos modos de convivencia en familias, comunidades y naciones. Por eso, la continuidad con la época posterior fue fluida, sin grandes crisis. Habían puesto bases firmes y sólidas para poder seguir edificando el cuerpo de la iglesia en Centroamérica.
Dios estaba con ellos. Su extranjería no los hizo distantes ni ajenos. Amaban nuestra gente iglesia y creían en la fe humilde de nuestras gentes a las que sabían educar. Como en las primeras comunidades de la Iglesia tras la Pascua, su noticia y aprecio se extendía por acá y allá. Los llamaban, buscaban ser educados en sus Colegios o asistir a sus Iglesias. Sabían que la suya era una manera cercana, afable y honda de evangelizar. Más allá de su partida a finales de los años 30, en muchos laicos y sacerdotes, en comunidades y grupos apostólicos dejaron una huella honda de fe y compromiso cristiano.
4. La reunión “de las esteras”, un Vaticano II jesuítico centroamericano.
… “Como pecados más significativos confesamos el individualismo personal, el aburguesamiento de individuos y obras con propensión a la soberbia colectiva y a un concepto de Iglesia y de Compañía poderosas, a la dedicación preferente a las clases altas con descuido de los pobres, quedándonos con frecuencia al margen de la realidad y de la cultura local. Más aún, reconocemos la falta de solidaridad y unión en los modos de llevar las obras, en las relaciones con los miembros de las comunidades, entre las distintas comunidades de cada nación y entre las distintas naciones” … (Documento final. Reunión Viceprovincia S. Salvador 3 dic 1969).
Con los años, la Centroamérica jesuítica experimentó un importante aumento y afianzamiento en el
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número de sus miembros y centros de trabajo apostólico. Jurídicamente pasó en 1937, de ser una “Misión centroamericana” de la Provincia de México a ser la Viceprovincia Centroamericana dependiente, confiada a la Provincia de Castilla (España) y veinte años después, la Viceprovincia independiente (1958).
Desde el 1 de enero de 1937, por disposición del P. Ledóchowski, el territorio de Centroamérica (excluyendo a Honduras) dejó de ser una misión de la Provincia Mexicana y fue elevada al rango de Viceprovincia dependiente de la Provincia jesuítica de Castilla (desde 1948, Castilla Occidental). Para entonces Centroamérica contaba con 119 jesuitas (61 sacerdotes, 29 Hermanos y 29 estudiantes). Era “La Vice”, como le dirían más tarde muchos. Eran seis casas en el territorio (1 en Panamá, 3 en Nicaragua, y 2 en El Salvador).
El P. Ponsol, fallecido en trágico accidente de aviación en La Libertad, Nicaragua, en abril de 1946, fue su primer viceprovincial. A él le sucedieron en el cargo los PP. Álvaro Echarri (1944-1950), Agustín Bariáin (1950-1956) y Miguel Elizondo (1956-1958).
Aquel fue un tiempo de crecimiento continuado hasta el 25 de marzo de 1958 en que, a petición de una Congregación Viceprovincial, el P. Janssens dispuso que Centroamérica dejara de depender jurídicamente de Castilla y se convirtiera en Viceprovincia independiente. En ese momento, la Viceprovincia contaba con 275 jesuitas (115 Sacerdotes, 56 Hermanos y 104 Escolares).
Las obras creadas por los jesuitas mexicanos se habían ido ampliando y consolidando. La Provincia creció significativamente, de modo especial en el campo de la educación, aquel sueño prohibido del siglo XIX. En esos veinte años, la Compañía levantó tres nuevos Colegios (Panamá, Salvador y Guatemala) y reconstruyó el de Granada (Nicaragua). Además, se abrieron las Residencias de San José en Costa Rica y La Merced en Guatemala, donde tuvo su lugar el Colegio Loyola, similar al de igual hombre en Managua. También en estos años se rehízo el Seminario de San Salvador con el apoyo de la Iglesia. Esta opción apostólica repetía, en buena medida, el estilo de la Compañía española. Colegios y Seminarios. En 1958, solamente los Colegios contaban con algo más de 2.700 alumnos. Distribuidos por toda Centroamérica, salvo en Costa Rica, gozaron del aprecio general por su calidad pedagógica.
Tras los Colegios, por expresa petición de la Santa Sede a través de las Nunciaturas en Centroamérica (parecía el camino adecuado para detener el avance del comunismo ateo), vinieron las Universidades. Managua primero, Guatemala después, San Salvador al fin. También creció la presencia jesuita en templos y Parroquias (La Merced, Lourdes, San Francisco, Jalteva y Santo Domingo). Colegios para clases medias- altas, Universidades, Fe y Alegría, además de los Seminarios de Guatemala y El Salvador. Se pensaba entonces el futuro de la Provincia centrado en el tema educativo y en función de ellos se diseñaron los estudios especiales de los escolares.
Para sostener todo este trabajo era necesario que creciera el número de jesuitas y para ello se abrió el Noviciado de Santa Tecla en 1949. Hasta entonces, la Viceprovincia se nutría sobre todo de jesuitas de la Provincia de Castilla, 117 hasta la creación del Noviciado de Santa Tecla, al que comenzaron a llegar jóvenes centroamericanos.
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Pero además del crecimiento de la Provincia, los años 60 fueron por doquier un hervidero de renovación eclesial. Un verdadero Pentecostés para una Iglesia ya necesitada de nuevos aires innovadores. Fue sin duda “el soplo” más fuerte del Espíritu en nuestro tiempo, que aún marca el presente de la Iglesia. Todo comenzó por un Papa sencillo y evangélico, Juan XXIII, y la convocatoria del Concilio Vaticano II. Su cuarta y última sesión había sido clausurada el 8 de diciembre de 1965 por Pablo VI. La traducción para América Latina fue la IIa Conferencia del Episcopado latinoamericano celebrada en Medellín, del 24 de agosto al 6 de septiembre de 1968. Muy en paralelo con el Vaticano II, la Compañía de Jesús deseosa de caminar a la par de la Iglesia, había convocado la Congregación General XXXI, celebrada en dos sesiones a partir de mayo de 1965 para concluir el 17 de noviembre de 1966.
Para los jesuitas centroamericanos, una de las traducciones más significativas de estos cambios eclesiales fueron las diversas reuniones de carácter provincial que tuvieron lugar en París, Madrid, Mannheim, Frankfurt y, la más decisiva, la del Seminario de San Salvador en diciembre de 1969.
La reunión de Paris (18 diciembre 1965-5 enero 1966) se llevó a cabo en Vanves, sede de una importante obra social de la Compañía de Jesús francesa, la Action Populaire. Asistieron a ella 15 jesuitas vinculados con el futuro CIAS de Centroamérica además del padre viceprovincial, Luis Achaerandio. Varios jesuitas de la Action Populaire expusieron algunos temas relacionados con el nacimiento de los CIAS en la Compañía, así como con la problemática relacionada con el desarrollo y el cambio social en el mundo. Los PP. Jean-Yves Calvez, De Farcy, De Lestapis, Weudert y Bosc hablaron sobre los problemas propios de América Latina en aquel momento. Elespe, Pin y Pierre Bigo se centraron en la misión propia de los CIAS en la América Latina de entonces. Ricardo Falla tuvo una amplia presentación de carácter antropológico sobre el mundo indígena de Guatemala. Aquella fue fundamentalmente una “reunión de estudio”, pero las exposiciones y diálogos tendrían influencia importante cuando nazca el futuro CIAS de la Viceprovincia.
Una segunda reunión del incipiente CIAS tuvo lugar en abril de 1966 en la Heinrich Pess Haus, de Mannheim, en Alemania. Se pretendía conocer la actividad social de este centro jesuita de la Provincia del Sur de Alemania. A fines del mismo año, se celebró la tercera reunión Pre-CIAS coordinada por Ignacio Ellacuría en Versalles, París, donde se eligió a César Jerez coordinador del Pre-CIAS, lo que confirmaría el P. Azcue. Una 4a reunión del Pre-CIAS, más en tono de diálogo e intercambio de pareceres tuvo lugar en Frankfurt. Aquí se buscó diseñar de modo realista el futuro CIAS de Centroamérica. Al fin, por órdenes explícitas del P. Arrupe, el CIASCA fue fundado en junio de 1967.
Dos meses después, del 26 al 30 de junio 1969, tuvo lugar otra importante reunión de los jesuitas de Centroamérica que estudiaban en Europa, además de otros que estaban de paso por España, la reunión de Madrid. 48 jesuitas en total (32 de ellos en formación), incluyendo el nuevo viceprovincial, P. Segundo Azcue, se reunieron en el Colegio Mayor Na Sra. de Guadalupe en Madrid. El objetivo del encuentro era responder a las demandas de la reciente Congregación General XXXI, de Medellín y de la famosa Carta de Río de Janeiro. Al decir del propio viceprovincial se trataba de “preparar el paso hacia un futuro próximo que sin duda tiene que ser muy distinto del actual”.
Ignacio Ellacuría, Jiménez Oñate y Alfonso Álvarez Bolado corrieron con las exposiciones previas a las encuestas y diálogos, todos muy participados. Si la reunión de París había tenido como objetivo central
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esbozar el diseño de un futuro CIAS de Centroamérica, la reunión de Madrid se orientó más bien a iluminar los cambios a nivel eclesiológico que suponían los decretos del Vaticano II y la reciente reunión de Medellín. Ellacuría se centró en el futuro de la vida religiosa, mostrando cómo su renovación ofrecía una oportunidad para su “aporte esencial” para el Tercer Mundo. Jiménez Oñate se ocupó en descubrir el nuevo significado de los votos en la teología del Vaticano II. Álvarez Bolado, por su parte, habló sobre los retos de la secularización para las formulaciones teológicas del momento. Junto a las exposiciones, Martín Baró, Ramírez, Ibáñez y Vaquerizo presentaron diversos análisis de la Viceprovincia sobre las vocaciones, la formación teológica y la organización de los Colegios en Centroamérica.
Las exposiciones suscitaron una nutrida contribución de respuestas a las encuestas y trabajo en grupos, los que claramente apuntaban a la necesidad de una seria revisión de la vida apostólica y comunitaria de la Viceprovincia. Se abordaron temas como el sentido de nuestra vocación en Centroamérica, el objetivo central del apostolado, la necesidad del cambio de las estructuras sociopolíticas, la denuncia evangélica de la injusticia, la independencia ante los poderosos, la necesidad de orientar el trabajo hacia los pobres y campesinos, la renovación del modo de vida comunitario y la urgencia de un pensamiento teológico propio para el Tercer Mundo. Mucho de este sentir se recogió en las Conclusiones de la reunión (29 junio 1969), donde, además, se pedían algunos cambios como la ubicación en Centroamérica y restructuración de la formación de los jóvenes jesuitas, una mayor representatividad en los órganos de Consulta de la Viceprovincia, el nombramiento de un viceprovincial para la formación, la creación de un Centro de Reflexión Teológica y la celebración de una reunión de toda la Viceprovincia para crear una conciencia común ante los retos del Vaticano II, la Congregación General XXXI, la Populorum Progressio y Medellín.
Dicha reunión, solicitada en Madrid y conclusión de las dos anteriores (conocida como “reunión de las esteras”) tuvo lugar en el Seminario de San Salvador, aún regentado por los jesuitas, en las navidades de 1969. En aquellos días estaba aún fresco el Vaticano II (octubre 1962-diciembre 1965) y la Congregación General XXXI (mayo 1965-noviembre 1966). Sugerido por la reunión de Madrid, se trataba de un encuentro a nivel de toda la Viceprovincia, el primero en su historia y al que, con su sabia y evangélica libertad, convocó el P. Segundo Azcue, viceprovincial. Influyó también el que por doquier se percibía un ambiente de búsqueda y deseo de cambio sobre todo entre los jesuitas más jóvenes. El P. Azcue juzgaba que era la hora de cambios profundos y, por lo mismo, era llegado el tiempo de presentar su renuncia, pues además de sentirse algo sobrepasado por los acontecimientos, cada día estaba más impedido de su vista. Sin embargo, el P. Arrupe estimó que debía concluir su período.
A la reunión del Seminario de San Salvador, asistieron 132 jesuitas (de un total de 315 con los “aplicados” y “no aplicados”), entre ellos algunos escolares y novicios. Estaban representadas las obras y comunidades de la Provincia. Además de quienes residían en el territorio viceprovincial, acudieron los filósofos y teólogos que estudiaban en México, algunos en estudios de post graduación en EE.UU. y Bogotá. Con la terminología de la época, había 35 jesuitas que trabajaban en Universidades, 65 en “Colegios de pago”, mientras que 13 estaban en “Colegios gratuitos”. 24 trabajaban en Parroquias urbanas, y 11 lo hacían en parroquias suburbanas. De todos ellos, 16 compañeros trabajaban en dos trabajos apostólicos.
Más que un encuentro de estudio, aquellos fueron unos Ejercicios espirituales ignacianos, con sus puntos, tiempos de oración personal, trabajo en grupos, plenarios y Eucaristías. El sujeto era toda la
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Viceprovincia. Se partía de la convicción de que Centroamérica había entrado a una nueva época, marcada por la secularización y la crisis de la vida religiosa. Era necesario visibilizar la opción y cercanía con los pobres, así como revitalizar la vida comunitaria, apoyados en una coherente reflexión teológica. El sujeto por renovar era la Viceprovincia entera. Y el objetivo a revisar y renovar eran la vida comunitaria y las obras apostólicas centrales de la Viceprovincia.
Orientando la 1a Semana de Ejercicios, Elizondo subrayó la conciencia de pecado y la responsabilidad grupal sobre el mismo, invitando a una honda conversión, mientras que Ellacuría presentó la situación colectiva desde la perspectiva del pecado. La 2a semana pretendía encontrar los grandes criterios para el seguimiento de Cristo. En la 3a y 4a, se buscaba destacar el carácter sacrificial y resurreccional de la vida religiosa. La meta última: lograr un documento en que se reflejara la experiencia del grupo y preparara los cauces prácticos para llevar adelante la renovación esperada.
Al incidir Elizondo en la segunda semana en la visión ignaciana del seguimiento de Cristo, dio paso a la fundamentación teológica del mismo como un acto grupal, tal y como fue tratado por Ellacuría. El Tercer mundo, el mundo de los pobres, resultaba ser el lugar óptimo para la vivencia cristiana de la conversión. Falla complementó subrayando el sentido sacrificial y de resurrección de la vida religiosa, mientras Idoate trató de descubrir las exigencias propias de la contemplación ad amorem para aquel momento.
Tal y como explicaba Ellacuría, no se trataba de revisar el pasado para hallar culpables, sino de ponerse en marcha para renovar vidas y obras apostólicas y así alistarse para el seguimiento de Cristo. Elizondo, al invitar a la conversión como Viceprovincia, insistió en que se trataba de un re-encuentro con el carisma leído como llamada permanente a la elección y al discernimiento continuo. El pecado más grave del momento resultaban ser las fijaciones ideológicas y afectivas que impedían dejarse fecundar por los retos del presente.
Como impedimentos para el seguimiento de Cristo se subrayaban los compromisos económicos de la Viceprovincia, relaciones sociales con los ricos y poderosos, el colaboracionismo con algunos poderes públicos y la ostentación de ciertas obras apostólicas. Frente a ello, la Viceprovincia debía ser signo eficaz de la persona y gracia de Cristo, de modo que ayudara a realizar el acercamiento de los hombres al Dios Padre revelado en Jesucristo. Era necesario ponerse eficazmente al servicio de los pobres con las fuerzas de nuestra preparación humana y así dar el poder a quienes debían ser protagonistas de desarrollo humano y cristiano en Centroamérica.
A nivel más práctico este encuentro sugería una renovación decidida de la vida apostólica y comunitaria. Para llevar a cabo esta tarea se pensaba en una revisión de las obras apostólicas, iluminada y en parte conducida por el naciente SURVEY. También se pensaba en la creación de un Centro de Reflexión Teológica desde donde, con la colaboración del Seminario, Universidades, y CIAS, se estudiarían, desde un punto de vista cristiano, los graves problemas del área centroamericana, al tiempo que asumiría la formación intelectual de los jóvenes jesuitas, ya ubicados en Centroamérica.
Arrupe aprobó las conclusiones, presupuestos y realizaciones de la Reunión de diciembre 1969, con algunas puntualizaciones. Pero la “unión de los ánimos” se resintió sobre todo en el provincialato del P.
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Estrada, sucesor de Azcue. La controversia estalló en la Congregación Viceprovincial de abril de 1972, cuando Estrada, el viceprovincial, no fue electo para asistir a la Congregación General 32. También en los conflictos que surgieron entre las diversas líneas pedagógicas de algunos de los Colegios (el Centroamérica y Externado) o entre la orientación de la UCA de El Salvador y la de la URL de Guatemala. En la UCA de Nicaragua, el conflicto estalló tras la expulsión de 70 universitarios. También se experimentaba discrepancia de algunos sectores hacia el trabajo del CIASCA.
Lo cierto es que la reunión del 1969 pronto se tradujo en bastantes cambios en la vida de la Provincia. Ellacuría fue nombrado delegado de formación y Juan Ramón Moreno, maestro de Novicios. Fe y Alegría inició actividades en El Salvador (Acajutla, San Miguel y La Chacra). S
y Alegría (en el barrio de Curundú, Panamá y en el de La Chacra y pueblo de Acajutla en El Salvador), así
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como parroquias en zonas rurales o de suburbio (San Félix en Panamá, Aguilares en El Salvador, Ciudad
Sandino en Nicaragua y, sobre todo, en Honduras). Crecieron los centros Sociales: el CIASCA, (el CIAS de
Centroamérica a nivel provincial), el IGER (Instituto Guatemalteco de Escuelas Radiofónicas)
y CAPs (Centro de Adiestramiento de Promotores Sociales en Guatemala), CCS (Centro de Capacitación
Social) y Diálogo Social en Panamá; ICER (Instituto Costarricense de Enseñanza Radiofónica) en Costa Rica;
Instituto Juan XXIII en Managua, Vivienda Mínima en El Salvador, ERIC-Radio Progreso (Equipo de
Reflexión e Investigación y Comunicación) en Honduras.
Creo que es justo y honesto decirlo: más allá de nuestras fragilidades, Dios caminó junto a aquella Viceprovincia valiente en aquellos días de la reunión del 1969. Las “viejas esteras” fueron sacudidas con los nuevos vientos del Espíritu. Pocas experiencias en la historia de la Provincia han marcado tanto un cambio de rumbo como esta reunión. Pese a sus limitaciones, aquello tuvo mucho de Pentecostés y de presencia del Espíritu en nuestra historia. Un viento que cambiaría contenidos y estilo de la formación de los jóvenes jesuitas, muchas obras apostólicas, comunidades, gobierno, reflexión teológica local y la inserción social de los jesuitas en Centroamérica. Era sin duda el resultado de las transformaciones provocadas por el Vaticano II que prepararon las reuniones previas de Paris y Madrid. Fue también el inicio de un proceso de renovación en la formación, la vida comunitaria y apostólica de la Viceprovincia. Algo recuerda de aquella Deliberación de los primeros jesuitas en Italia en 1539 (con lenguaje y contenido propios de Centroamérica) y significó la entrada de la renovación del Vaticano II y Medellín. Puso en marcha un decidido proceso de cambios en la Viceprovincia, del que somos herederos. De ahí brotó un “modo nuestro de proceder” en el que fe y justicia comenzaban a vincularse, así como el acercamiento- estudio de la realidad y reflexión teológica, lo que marcaría los años posteriores. No volvería a darse otra reunión amplia de la Provincia hasta enero de 2013, pero los efectos de la primera se dejaron sentir por muchos años.
Claro que un cambio así produjo resistencias y crisis. Ya en los debates de las reuniones en el Seminario se dieron algunas discusiones y diferencias. Algunos sentían que se venía abajo el modelo de organización con el que la Viceprovincia se había sostenido hasta entonces, así como sus relaciones sociales y su base económica. Otros, descontentos con los resultados finales, escribieron a Roma tratando de mostrar que el proceder de la reunión no había sido el correcto. Era claro que las opciones apostólicas conllevarían distanciamiento y conflicto con los grupos sociales en los que básicamente se había apoyado el trabajo de
e abrieron Colegios en zonas
populares (el Castillo Córdova y los Colegios Loyola de Guatemala, El Salvador y Managua) y Centros de Fe
la Compañía. Más en lo hondo, era evidente que entre las generaciones de jesuitas existían diversas concepciones sobre la Iglesia, la misión de la Compañía y el sentido del Reino de Dios. Aquella visión del pecado haciendo énfasis en su dimensión de “pecado colectivo”, no dejaba de producir divergencias.
La reunión de 1969 fue complementada por la de septiembre de 1970. Aunque más reducida pero más representativa en su asistencia, trataba de estudiar las conclusiones del SURVEY y establecer un programa apostólico. Allá se propusieron un orden de prioridades apostólicas: la formación, la reflexión socio- filosófico-teológica sobre la realidad, formación del clero y religiosos, así como la promoción popular
5. La incorporación de Honduras. 1979.
… “A quien lo había invitado, Jesús le dijo: Cuando ofrezcas una comida o una cena, no invites a tus amigos o hermanos o parientes o a los vecinos ricos; porque ellos a su vez te invitarán y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, mancos, cojos y ciegos. Dichoso tú, porque ellos no pueden pagarte; pero te pagarán cuando resuciten los justos” … (Lc. 14, 12-13).
Obispo de Santa Rosa de Copán y Administrador Apostólico de Tegucigalpa, Mons. Ángel María Navarro (18 febrero 1944) pensando en los
jesuitas que trabajaban en Belice, había solicitado a Roma su ayuda para atender el departamento de Yoro. Poco tiempo después, Mons. José de la Cruz Turcios y Barahona, que había conocido a los jesuitas en El
destino de numerosos migrantes de todo el país. En aquellos días solo había dos sacerdotes en la zona: el
El entonces Vicario General de la Compañía, el P. Norbert de Boynes, pues no había sido elegido el sucesor del difunto P. Ledóchowski, se solicitó
este servicio al provincial de Missouri.
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Los Jesuitas de la Provincia de Missouri trabajaban en Belice desde inicios del siglo XX continuando la misión
que sus hermanos ingleses habían iniciado en el XIX. Ya en febrero de 1944, el
Salvador cuando realizaba allá sus estudios, siendo Obispo de Santa Rosa de Copán y Administrador |
Apostólico de Tegucigalpa, movido por el Nuncio, había solicitado al Papa Pío XII el envío de algunos |
jesuitas sabiendo que, muy cerca, en Belice, trabajaban los de la Provincia de Missouri. Turcios pretendía |
la evangelización del departamento de Yoro, sede de dos grandes empresas bananeras norteamericana y |
anciano P. Álvaro Escoto, (párroco de Yoro por 50 años) y el P. David Padilla en El Progreso, ambos
continuadores del “Santo misionero”, como denominan aún en la zona al P. Manuel de Jesús Subirana,
muerto a los 57 años en 1864, los ochos últimos en Honduras.
El objetivo de Mons. Turcios era especialmente ofrecer una atención pastoral a las comunidades indígenas
tolupanes de la montaña de Yoro y Comayagua (entonces llamados jicaques), además de la atención a los
obreros de las dos grandes empresas bananeras norteamericanas que operaban en la zona (Standard y United
Fruit Company). La Santa Sede transmitió este deseo a la Curia jesuítica.
La respuesta de los jesuitas no se hizo esperar. A mediados de 1945 en todas las casas de la Provincia de
Missouri se leyó una carta del padre provincial solicitando voluntarios para la nueva misión de Yoro.
Pronto el superior de Belice, David Hickey, realizó un primer viaje de inspección a la zona y en enero de
1946 llegó la primera expedición misionera, según lo acordado con el Arzobispo de Tegucigalpa. El primer
enviado, el P. James O’ Neil, antiguo misionero en Filipinas, destinado a El Progreso, prefirió esperar en La
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Lima a la salida de la ciudad del párroco entonces en funciones en El Progreso, el P. David Padilla. El
Progreso era la primera parroquia atendida por los jesuitas en Honduras.
), con muy pocas comunicaciones internas, con el
Dos años después, 1949, el nuevo superior de la Misión de Honduras, el P. Juan Knopp, envió a los PP. Murphy y Smith para hacerse cargo de la inmensa Parroquia de Yoro, en el corazón ( de una gran cadena montañosa
La política del P. Hickey, superior de Belice y Honduras, era atender prioritariamente a los lugares más
alejados. En 1947 se establecieron los PP. Smith y Newell en Minas de Oro, una parroquia inmensa (con
los municipios de
Sulaco, Esquías y S. José del Potrero
exterior sólo por avión y antes visitada una vez al año por los padres somascos de La Libertad. Ese mismo
año 1947, el P. Guillermo Moore, antes misionero en Belice, fue destinado a Olanchito para abrir la tercera
parroquia, en aquel inmenso valle, entonces campo de la bananera Standard Fruit Company, lugar donde
permaneció hasta su muerte en 1969, salvo los dos años que pasó en El Progreso, en los días de la gran
huelga bananera de 1954.
. El P. Smith falleció en junio de 1950 ahogado cuando era arrastrado por la
el mes de septiembre fue sustituido por el P. Andlauer, experimentado misionero de Belice, que trabajó
“Yolotl”, en lengua náhuatl)
Quebrada Seca, cuando regresaba de la aldea de La Capa. Era el primer jesuita fallecido en Honduras. En
enHondurasestosaños,antesdesuregresoaBeliceen1954.Esemismoaño,elP. Murphyseharíacargo
la Parroquia de Santa Rita, El Negrito y Morazán. Así, en nueve años se logró atender, aunque muy
discretamente, las principales Parroquias del departamento de Yoro.
Aquel fue un trabajo intenso y en condiciones difíciles para construir una estructura parroquial mínima
en aquellos pueblos tan aislados. La mayoría eran católicos, se bautizaban y rezaban por los difuntos, y
sólo algunos se casaban, al menos hasta la Gran Misión de 1959. La presencia protestante fue reducida
hasta el Huracán Fifí en 1974. Pero la pertenencia a la Iglesia católica se reducía, salvo en los principales
pueblos, a la recepción del bautismo, aprovechando la visita del sacerdote con motivo de la fiesta patronal
del lugar y el rezo a la Virgen de Suyapa y los santos más recordados. Especialmente a partir de la gran
Misión del año 1959, con importantes equipos de laicos ya formados, aquellos
misioneros multiplicaron iniciativas y proyectos: repararon templos, construyeron casas “curales” y salones parroquiales, celebraron bautismos y matrimonios, organizaron catequesis de niños y celebraciones patronales, establecieron, en fin, asociaciones laicales como Acción Católica o la Legión de María. Las comunidades
católicas comenzaron a crecer en la zona.
Los jesuitas de Honduras ampliaron pronto los “modelos oficiales” de trabajo parroquial. Tomando
como modelo las Escuelas parroquiales de Belice trataron de crear una red instituciones educativas: El
Los jesuitas optaron entonces por los Colegios de Secundaria. En 1954, el P. José Wade fundó el Instituto
Progreso (Escuela San José, fundada por el P. José Wade en 1951), Olanchito (Escuela San Jorge, fundada
por el P. Moore en 1952), Minas de Oro (Escuela S. Antonio fundada por el P. Juan Newell en 1960) y Yoro
(Escuela Santiago, fundada por el P. Carlos Prendergast en 1962). En el sentir de muchos jesuitas de la
época, las Escuelas no alcanzaron tanto éxito como en Belice por la poca incidencia de lo evangelizador
en ella y aún menos, cuando la Compañía perdió la capacidad de nombrar los profesores que eran
seleccionados por el Gobierno.
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San José en El Progreso, que después hicieron crecer los PP. Guillermo Moore, Carlos Prendergast y las
Hermanas de Notre Dame en 1956. De regreso a Olanchito, el P. Moore fundó en 1958, el Instituto Colón,
tras su muerte conocido por Instituto P. Moore. Años más tarde, a fines de los 50, el P. Prendergast fundó
el Instituto Santiago en Yoro y el P. Juan Newell el de San Antonio en Minas de Oro. En los años sesenta
el P. Ulrich crearía el Instituto Nuestra Señora del Carmen en El Negrito
Al lado del trabajo educativo poco a poco fue creciendo el apostolado con los laicos a través de
instituciones clásicas como la Legión de María, fundadas al origen en Yoro por el P. Luis Hebert. Era el
primer intento de integrar a los laicos en la vida apostólica de la Iglesia hondureña. Después vinieron las
Cooperativas como la de Café (CASIL) de Yoro fundada por el P. Reterman, que tenía experiencia del
etc.).
De todos estos movimientos laicales, ninguno tuvo tanta difusión y éxito como el de la
asunto de su tiempo en Belice y más tarde consolidada por el P. Brennan. Más tarde, las Escuelas |
Radiofónicas (imitando el modelo de los Padres Javerianos de Choluteca) y que lograron extenderse por |
todo el departamento de Yoro. Con ellas crecieron también los Centros de Capacitación iniciando en La |
Fragua (El Progreso), en el antiguo edificio de la Escuela Americana de la Tela R.R. Co y después en todas |
las Parroquias de Yoro (Agalteca en Olanchito, Cataguana en Morazán, CASIL en Yoro). Gracias a ellos se |
difundió la formación doctrinal y social de los agentes pastorales (delegados, catequistas, cursillistas de |
cristiandad, encuentros con Cristo, Movimiento Familiar Cristiano, grupos juveniles, consejos locales, |
Celebración de
la Palabra de Dios, un movimiento y servicio eclesial de cuño hondureño, que países cercanos han imitado.
Nacido en el sur del país, en Choluteca, pronto se difundió en el departamento de Yoro y más tarde en
Colón. Además de paliar la clamorosa falta de sacerdotes, los delegados difundieron el estudio de la Biblia,
y doctrina cristiana, así como la celebración de la fe por la mayoría de las aldeas, los barrios y los pueblos,
acercando a muchas personas, por primera vez, a la Palabra de Dios, el compromiso de la fe, los
sacramentos y la pertenencia activa a la vida de la Iglesia. Los jesuitas desempeñaron un papel importante
en la consolidación de esta tarea, que hasta la fecha tiene la fuerza de ser el más importante de los
movimientos laicales de Honduras.
Con el crecimiento de Parroquias y demás obras apostólicas, vino el de los misioneros enviados desde
los Estados Unidos. Por eso ya desde el año 1957 la Misión de Honduras había adquirido dimensiones
significativas en lo que toca al número de miembros y de obras apostólicas, lo que llevó a la decisión de
separar jurídicamente la Misión de Honduras de la de Belice. Los PP. Hogan, Fisher y Wade serían los
sucesivos superiores de la Misión hasta que esta pasara a manos de la Provincia de Centroamérica.
A la independencia jurídica de Belice siguió el crecimiento de la Misión. En 1968, a solicitud del P. Arrupe, a los jesuitas de Missouri se unieron los enviados desde la Provincia de León, España, además de un pequeño grupo de la de California. Desde 1975, atendiendo una solicitud del Obispo de San Pedro Sula, Mons. Jaime Brufau, el área de trabajo de los jesuitas se extendió además de Yoro, al departamento de Colón, es decir, las parroquias del departamento de Colón (Sonaguera, Tocoa, Trujillo, Sangrelaya y más tarde, Sico), algunas de las cuales eran el “epicentro” de la Reforma Agraria. Entre ambos departamentos, los jesuitas llegaron a establecerse en 15 Parroquias, además del trabajo en Radio Progreso, el ERIC, el Instituto San José, el Teatro La Fragua, el Centro de Espiritualidad de Arena Blanca, Fe y Alegría y el Centro
Loyola de Tegucigalpa.
Centroamérica era una Provincia desde agosto de 1976, y allá como en Honduras existía la conciencia de que era llegado el tiempo de que Honduras se uniese a la Provincia de Centroamérica, aunque esta unión fuera gradual. Era la restauración de la unidad centroamericana a nivel jesuítico. Los jesuitas de Honduras solicitaron tal integración al P. Arrupe en 1978, un deseo madurado tras largo tiempo de discernimiento. La unión tuvo lugar a mediados de 1979: los jesuitas de Honduras y en presencia del P. Arrupe, dejaron de ser una Misión de la Provincia de Missouri (con una Consulta y Economato propios) y se incorporaron a la Provincia de Centroamérica, primero con estatuto jurídico de Misión y después como un país más de la Provincia, organizado en tres zonas, con tres superiores, el de la zona 1, nombrado por el P. General. Trabajaban entonces en Honduras 49 jesuitas.
Con los años y el crecimiento, aunque paulatino, de las vocaciones a la vida sacerdotal diocesana, los jesuitas fueron disminuyendo el radio de su acción de trabajo en las parroquias en las Honduras, que en la actualidad se reducen a tres. Se suman a ello las tareas de las instituciones educativas (Instituto San José y Fe y Alegría), de comunicación y análisis (Radio Progreso-ERIC, Teatro La Fragua), y Espiritualidad (Centro de Espiritualidad Ignaciana) orientadas al crecimiento de la fe, el compromiso cristiano y la transformación social del país.
La pertenencia de Honduras a la Provincia, además de reducir la edad promedio de los jesuitas de esta última por la juventud de buena parte de sus miembros, supuso la incorporación significativa de un territorio misionero dedicado casi absolutamente al trabajo con campesinos sencillo, pobladores de suburbios y grupos afroamericanos (“Garífunas”) en la costa del Caribe. Ese era el trabajo prioritario y casi único de los jesuitas en Honduras y éste fue creciendo y consolidándose con los años inmediatos. Honduras se integró a la Centroamérica jesuita, y con ello, creció la presencia de los jesuitas en trabajos populares de concientización y evangelización dentro de Centroamérica. Este país pobre y olvidado el trabajo central era con el mundo campesino mientras que el trabajo apostólico de la Provincia el peso apostólico mayoritario eran las obras educativas. Curiosamente Honduras era y es de los pocos países donde la Compañía no trabaja en la capital del país.
Desde entonces muchos jesuitas en formación y formados, de la Provincia y de otras regiones, han laborado, al menos algún tiempo, en Honduras sea en trabajos de pastoral directa, en medios de comunicación, centros de espiritualidad o de educación. Ha sido como participar en el banquete en el que los pobres son invitados privilegiados y nosotros humildes acompañantes. No pocos han sentido la cercanía calurosa y retante de estos pobres, campesinos pobladores urbanos marginales, que comparten fe y compromiso cristiano en nuestras obras apostólicas, en medio de un país pobre y destruido por la corrupción política, el narcotráfico y la sangría de la migración continua. Muchos han sentido, por una parte, la cercanía calurosa y fraterna de los pobres que nos evangelizan en la mesa del banquete una y mil veces y de otra, la llamada del Rey Eternal que a todos y cada uno nos sigue llamando a seguirle siendo testigos de su Reino. A los casi 75 años de que la Compañía asumiese esta tierra para la evangelización, como Provincia nos sentimos agradecidos a Dios por tanto bien recibido.
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6. Como fuego en un cañaveral: persecución y martirio.
… “La vida de los justos está en manos de Dios y no los tocará el tormento. La gente insensata pensaba que morían, consideraba su muerte como una desgracia, y su partida de entre nosotros, como destrucción, pero ellos están en paz. Pues, aunque a los ojos de los hombres sean castigados, ellos esperaban de lleno la inmortalidad; sufrieron pequeños castigos, recibirán grandes favores, porque Dios los puso a prueba y los encontró dignos de él; los probó como oro en crisol, los recibió como sacrificio de holocausto; a la hora del juicio brillarán como chispas que prenden por un cañaveral” … (Sabiduría 3, 1-8)
Los años 70 y 80 fueron para la Provincia Centroamericana un tiempo de conflictos, persecución y martirio. Ya no era simplemente el camino desde Galilea a Jerusalén. Era ya la Jerusalén que mata a los profetas (Lc 13, 31). Era el tiempo del rechazo de quienes prefirieron ensangrentar nuestros países en vez de acometer cambios profundos en las estructuras económicas y sociales. Un capítulo imborrable, al tiempo que heroico, de la historia de nuestra Provincia, que todavía hoy resulta evocador para muchos jesuitas. Era, por otra parte, nuestro obligado precio de solidaridad con un pueblo martirizado.
De una parte, el estallido de los conflictos en aquellos días resultaba consecuencia irrevocable de los regímenes políticos establecidos, acordes con la famosa Doctrina de la Seguridad nacional, que había entregado el poder en Centroamérica a las Fuerzas Armadas sólidamente sostenidas, apoyadas y reforzadas por el gobierno de los Estados Unidos. El triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua hizo este vínculo aún más fuerte. El control de los procesos electorales, la persecución de líderes políticos, obreros, sindicales, barriales y estudiantiles, se intensificó, así como los desaparecidos y ajusticiados en condiciones oscuras, especialmente en los países del norte de Centroamérica, Guatemala, Honduras y El Salvador. Al interior de la vida de la Iglesia en América Latina, aquellos eran además los días de la revisión de muchas de sus prioridades y estructuras pastorales al calor de los resultados de la IIIa Conferencia del Episcopado en Puebla (enero-febrero 1979).
Los jesuitas de Centroamérica, desde la reunión de 1969 habían iniciado una honesta transformación en la selección y orientación de sus obras apostólicas. Poco después, la Congregación General 34 (1974-75) confirmó muchas de dichas opciones, ubicándolas en el marco de la definición de nuestra misión más amplia. Especialmente, al reformular y actualizar para nuestro tiempo la misión universal de la Compañía, (Decretos 2 y 4), subrayó la importancia de la fe y la justicia como polos de un binomio indisoluble.
El regreso de la formación de los jesuitas en formación a las Universidades Centroamericanas, la apertura de obras y comunidades insertas en zonas populares, la atención a los indígenas en Panamá, así como la reorientación de algunos Colegios (en contenidos y modelos formativos) y, en general, la apuesta por la defensa de las mayorías, desencadenaron, con los cambios internos, un tiempo difícil de persecuciones, expulsiones, exilios y hasta muerte para los jesuitas centroamericanos. Este proceso aumentó cuando la Viceprovincia fue convertida en Provincia en agosto de 1976 en una histórica visita del P. Arrupe.
Buena parte de los jesuitas que desempeñaban un trabajo apostólico en la Provincia se esforzaron por revisar sus prioridades y trabajos en función de las que eran las nuevas prioridades apostólicas de la Provincia y de la Compañía universal. Un esfuerzo nada sencillo que supuso en muchos una humilde
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reorganización de sus tareas. Aunque hubo resistencias en ciertos sectores, para no pocas obras apostólicas el trabajo entre gente pobre y marginada se convirtió en labor asidua. Otras debieron reorganizarse formulando nuevas prioridades mientras nacían otras plataformas apostólicas de talante popular. Esta efervescencia apostólica desembocó en el primer Plan Apostólico (1979), justo en los días en que la misión de Honduras se unía a la Provincia.
Esta oleada de persecución tuvo lugar, además, en medio de un momento crítico para la Compañía universal. El 7 de agosto de 1981, al regreso de una visita a Tailandia, el P. Arrupe sufrió una trombosis cerebral que le incapacitó el lado derecho de su cuerpo y hacía necesaria la sustitución en el gobierno de la Compañía por el P. O ́ Keefe, Vicario general de la Compañía, hasta una nueva Congregación General. Pero el 26 de agosto, sorpresivamente, el Papa Juan Pablo II intervino el proceso normal de la Compañía, nombrando al P. Dezza como su delegado personal para el gobierno. Esta situación volvió a la normalidad hasta el 13 de septiembre de 1983, cuando la 34a Congregación General eligió al P. Kolvenbach como General de la Compañía, mientras el P. Arrupe se despedía de la misma en un emotivo adiós.
Al calor de las decisiones de 1969, la Congregación General 32 y la situación centroamericana, los cambios iniciaron desde 1971. Fue en ese año, por ejemplo, cuando nacía en el Colegio Javier de Panamá, el Servicio Social Javeriano con sus famosos campamentos de trabajo. En el 1973, los programas de estudio del Externado de San Salvador fueron reformulados, al calor de la realidad nacional, lo que no evitó el malestar de algunos padres de familia, que acudieron hasta la Fiscalía de la República. Ese mismo año, el Párroco de Aguilares, el P. Rutilio, firmaba una carta al presidente Molina explicando la ausencia de la Parroquia en los actos de su visita al pueblo. En enero de 1976, estallaba el primero de una larga lista de explosivos en los locales de la UCA y de las antiguas residencias jesuitas, muy cercanas UCA I o II. El primero fue en locales de la Revista ECA. Las bombas se repetirán en años posteriores (septiembre y diciembre 1976, febrero, junio y octubre 1980, enero de 1981, septiembre y noviembre de 1983, abril y junio de 1989).
El año 1977 la situación se recrudeció en El Salvador. Los escolares J. F. Áscoli y A. Cardenal, que trabajaban con campesinos en Aguilares, tras ser citados en migración, fueron deportados a Guatemala. En febrero ocurre lo mismo a Juan José Ramírez. Pero el 12 de marzo tuvo lugar la persecución más trágica. El P. Rutilio Grande, junto con sus dos acompañantes D. Manuel Solórzano y Nelson Rutilio Ramos, – todos hoy Beatos de la Iglesia, – fueron ametrallados en el camino hacia el Paisnal, cuando se dirigían a celebrar la novena del patrono San José. Era el primer martirio de jesuita en Centroamérica. La Provincia entera sintió, desbordada por el acontecimiento, el golpe duro de la persecución que elegía a un hombre sencillo como el P. Tilo, inmensamente cercano a su gente, a quien siempre supo acompañar al calor de la Palabra de Dios que tan valientemente predicaba. Aquel martirio, además, hizo crecer la unión de los jesuitas centroamericanos, divididos en momentos tan difíciles sobre algunos asuntos. Fue un momento de honda indignación, -conversión piensan hoy algunos, – hasta del mismo Mons. Romero al contemplar aquella noche el cuerpo destrozado del P. Rutilio en los salones parroquiales de Aguilares. En medio de la indignación, como muchos otros jesuitas del mundo entero, el P. Arrupe no dudó en transmitir su solidaridad con la Provincia tras el asesinato de un jesuita ejemplar:
… “Éstos son los jesuitas que necesita hoy el mundo y la Iglesia. Hombres impulsados por el amor
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de Cristo, que sirvan a sus hermanos sin distinción de raza o de clase. Hombres que sepan identificarse con los que sufren, vivir con ellos hasta dar la vida en su ayuda. Hombres valientes que sepan defender los derechos humanos, hasta el sacrificio de la vida, si fuera necesario” (Pedro
Arrupe. Carta con ocasión de la muerte del P. Rutilio Grande. 19 de marzo, 1977).
Pero los ataques a los jesuitas continuaron. Un mes después del asesinato del P. Rutilio, ante el secuestro del canciller Mauricio Borgonovo, la Unión Guerrera Blanca responsabilizó del hecho a los jesuitas, a los que prometía asesinar si el canciller era ejecutado. En mayo, el P. Jorge Sarsanedas era apresado en el cantón Tutultepeque (Nejapa) y deportado a Panamá. Días después, tenía lugar la ocupación de Aguilares y arresto de los PP. Carranza, Ortega y Marcelino Pérez que fueron deportados a Guatemala y después a sus países de origen. Los ataques no cesaron: en junio la Unión Guerrera Blanca de nuevo amenazaba con el asesinato de los jesuitas en El Salvador, si no abandonaban el país en treinta días. En México, el Obispo de San Vicente acusaba a algunos jesuitas de ser “responsables de la situación de El Salvador”. También en Nicaragua crecían los conflictos: en diciembre de 1977, en el Open III de Nicaragua (después Ciudad Sandino) la Guardia Nacional golpeaba brutalmente a los jóvenes de la Parroquia y al mismo P. Benigno Fernández. Ese año era expulsado de Guatemala el P. Jesús M. Bengoechea. En julio el P. Fernando Hoyos lograba evadir un intento de secuestro contra él, estando en el mercado municipal de El Quiché.
El año 1979 fue especialmente conflictivo en muchos países y obras de la Compañía. En Guatemala, la situación aconsejó reubicar la comunidad del CIAS. Allá mismo fueron detenidos el novicio Luis C. Toro y otro de Oregón. Meses después fue amenazado el P. Urigoitia. En enero los superiores de la Provincia y el Consejo Nacional Apostólico de Guatemala hicieron público el manifiesto “Ante el dolor y la esperanza del pueblo de Guatemala”, denunciando las constantes masacres, asesinatos y persecución, lo que desató una ola de ataques a la Compañía.
En Nicaragua estalla la Revolución sandinista. Más de 4.000 refugiados son acogidos en el Open III, Colegios Centroamérica y Loyola. En la finca de el Charco se reparten con urgencia alimentos a la gente desplazada por la guerra. Al P. Medrano, Director de Radio Hogar, ya expulsado de Panamá, se le impide la entrada en Nicaragua. En Honduras, en noviembre, el P. Guadalupe Carney es expulsado y deportado a los Estados Unidos, pese a gozar de nacionalidad hondureña. Años después, en septiembre de 1983, el Ejército hondureño, en un comunicado poco fiable, comunica que el P. Guadalupe habría muerto en la selva olanchana, tras perder contacto con el grupo guerrillero al que se había incorporado. En realidad, tras dejar la Compañía, no sin pesar, el P. Guadalupe consideró justo unirse, como capellán, a este grupo.
El año 1980 la situación se recrudecerá para la Compañía, como para la Iglesia, especialmente en El Salvador cuando el 24 de marzo es asesinado Monseñor Romero. Era el signo imborrable de aquella honesta fidelidad del pastor que amó a sus ovejas hasta la muerte. Una vida que su pueblo no olvidó cuando acudió masivamente a sus funerales, inerme en medio de una salvaje masacre del Ejército. En 0ctubre de 2018, casi cuarenta años después, la Iglesia al fin reconoció a este valiente arzobispo como Santo y hoy sigue alimentando la fe del pueblo salvadoreño.
Muerto su pastor, la represión se extendió a todo el pueblo… Meses después son cateados los locales del Socorro Jurídico, instalados en el Externado San José. Siete explosivos estallan en las comunidades jesuitas y locales de la UCA. En noviembre, un grupo armado irrumpe con violencia en los locales del
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Socorro Jurídico del Externado y toma a seis dirigentes del Frente Democrático Revolucionario, los que después aparecen asesinados en Ilopango. También la comunidad del Externado es cateada por el Ejército.
También en Honduras se recrudecieron los ataques a la Compañía desde 1980. En junio, el coronel Gustavo Álvarez acusa, por diversos medios, a los jesuitas de fomentar la lucha armada. En febrero de 1981 una orden prohíbe la entrada al país de miembros de la Compañía de Jesús. En mayo de 1981 es capturado y detenido el superior de la Misión cuando viajaba a El Salvador para asistir a la Consulta de Provincia. En junio, en el Aeropuerto de Tegucigalpa, son detenidos y confiscados los libros y documentos de cuatro estudiantes jesuitas que se dirigían al Filosofado de México.
En Guatemala la persecución se incrementa y sofistica. En junio era secuestrado por hombres armados cerca del Palacio Nacional, el P. Pellecer (el “Cuache”) y tras meses de indagaciones, la Compañía lo da por desaparecido. En septiembre, el P. Pellecer reaparece sorpresivamente en conferencias de prensa en Guatemala y El Salvador, acusando a la Compañía de colaboración con la lucha armada. En abril de 1982, el P. Pittau consigue una entrevista, pero vigilada, con él. Con la visita del Papa Juan Pablo II a Guatemala, se hace pública la muerte, un año atrás, del P. Fernando Hoyos, en un operativo de una Patrulla de Defensa Civil en Huehuetenango. El P. Hoyos había solicitado dejar la Compañía en julio de 1982 pero la respuesta no llegó para entonces. El 2 de agosto del mismo 1980 era secuestrado el P. Carlos Pérez Alonso al realizar su acostumbrada visita pastoral en el Hospital Militar de Guatemala, muy probablemente por haber visto allá al P. Pellecer, recuperándose del serio deterioro físico experimentado durante los interrogatorios a los que había sido sometido. Pese a las muchas indagaciones, nunca se supo más del caso. Tres años después, en 1983, Mons. Pellecer, vicario de la Arquidiócesis de Guatemala, declara que el P. Pérez Alonso había sido asesinado por sus captores y enterrado en lugar desconocido de Guatemala.
En los años posteriores, acá y allá los conflictos se repitieron. En enero de 1984, el Centro Loyola de San Salvador es cateado y el Ejército detiene a 15 personas de la Cooperativa Cotramy. En Honduras, en agosto de 1985 el P. Juan Donald es capturado en Sabá (Colón) por Fuerzas de Seguridad y conducido a la base militar norteamericana en Macora (Yoro), a San Pedro Sula y Tegucigalpa. Con sus ojos vendados, es sometido por tres días a intensos interrogatorios acusándole de colaborar con supuestas fuerzas guerrilleras y traslado de armas. En septiembre es detenido en Zacatecoluca con parecidas acusaciones el Hermano Magdiel Cerón, que trabajaba en Nicaragua y había venido a visitar a su familia. En 1988 en Honduras, el P. Ferrero es falsamente acusado por las Fuerzas Armadas de participar en un plan subversivo vinculado al grupo guerrillero de los Cinchoneros. Seis meses más tarde son detenidos por la Fuerza de Seguridad Pública (FUSEP) un seminarista y un Celebrador de la Palabra de la parroquia jesuita de Vitoria (Yoro).
Pero ninguno de estos eventos alcanza el significado y trascendencia de la masacre de la noche 16 de noviembre de 1989 en la comunidad jesuita de la UCA de El Salvador. El sábado 11 de noviembre cerca de 3.000 guerrilleros del FMLN atacaban por sorpresa la capital, mientras el ejército respondía desordenadamente, incluso con una cadena radial en la que atacaban, entre otros al P. Ellacuría, a la UCA y a Monseñor Riera y Damas. La noche del 11 de noviembre los combates se extendieron hasta la Torre Democracia (hoy, Torre Cuscatlán), próxima al campus de la UCA. Al día siguiente una patrulla militar del
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Batallón Belloso realizó el primer registro en el campus. Además, los militares instalaron un puesto de control en la entrada de vehículos de la UCA.
Ante el recrudecimiento de los combates, en la tarde del 13 de noviembre, el Ejército estableció una zona de seguridad en las cercanías del Estado Mayor Conjunto, lugar que entendían era objetivo principal del FMLN. Era una zona contigua a la UCA. En ese perímetro se encontraba el Ministerio de Defensa, la Escuela Militar y la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI). El puesto de mando de dicha zona estaba en la Escuela Militar y el coronel Guillermo A. Benavides era su responsable. Ese mismo día fue incorporada a la zona, como refuerzo, una parte del batallón Atlacatl. La primera misión que recibieron el 13 de noviembre, fue realizar un cateo a la residencia jesuita de la UCA.
La noche del 15 de noviembre tuvo lugar una importante reunión de veinticuatro altos oficiales en el Estado Mayor. Allá se decidió el uso de la Fuerza Aérea y la artillería para atacar los barrios controlados por el FMLN. El presidente Cristiani acudió al final de dicha reunión para aprobar las decisiones allá tomadas. Muy probablemente, según sostuvo tiempo después el coronel Sigifredo Ochoa, en otra reunión de esa misma, un grupo más reducido y selecto de oficiales, tomó la decisión de acabar con los jesuitas de la UCA.
Esa misma noche del 15 de noviembre, un grupo de militares, bajo las órdenes de los tenientes Espinoza y Mendoza, irrumpió en la entrada peatonal de la UCA. En la zona de parque fingieron un primer ataque, lanzando una granada y destruyendo algunos vehículos. Después, un grupo permaneció en zona distante al Centro Monseñor Romero, otros rodearon el edificio y el grupo más reducido rodeó la Residencia de los jesuitas y golpearon sus puertas, además de entrar en el edifico Monseñor Romero en la planta baja. En la parte superior, en la residencia, se encontraban los PP. Amando López, Ellacuría, Martín-Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno y Joaquín López. Los Padres fueron conducidos al jardín exterior. Además, Elba Ramos, esposa del jardinero de la casa y su hija Celina, que por seguridad dormían en una sala cercana, fueron vigiladas por un sub-sargento. Tras un breve diálogo entre los oficiales, comenzaron salvajemente los disparos, concluyendo con sendos tiros de gracia. El P. López, que había permanecido en su habitación, fue también fusilado. Lo mismo ocurrió con Elba y Celina en la sala cercana. Concluido el crimen, se lanzó una bengala, la que era la señal de retirada. Mientras se retiraban, los soldados fingieron un ataque de la guerrilla al Centro Monseñor Romero. Había pasado una hora desde el ingreso a la UCA.
En los años posteriores, la triste masacre de la UCA se ha convertido en trágico símbolo de tantas otras matanzas personales y colectivas del pueblo salvadoreño. Así lo ha entendido la UCA y la Provincia Centroamericana y por ello no hemos cesado en las demandas y solicitudes para que sea reabierto un proceso justo. Sólo se ha logrado parcialmente en algún tribunal internacional, ante la falta de voluntad para llevarlo a cabo en los tribunales nacionales. Siempre hemos deseado que, de realizarse, dicho ju icio podrá ser esclarecedor, instructivo y modelo para otros muchos casos, en los que el pueblo salvadoreño fue víctima de matanzas similares e incluso peores.
Hoy, treinta y tres años después, como jesuitas de Centroamérica, seguimos creyendo que Dios estuvo siempre a nuestro lado, en medio de tanto martirio, persecución, destierros, encarcelamientos, allanamientos y acusaciones de tantos jesuitas durante estos años. No olvidamos la imagen del Dios crucificado, aquel libro ensangrentado que reposaba junto al cadáver destrozado y cruelmente arrastrado,
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del P. Juan Ramón Moreno. Esta es parte de nuestra fe. Esta es nuestra vida e historia. Para los mayores y para las generaciones más jóvenes; para los jesuitas y para los colaboradores laicos y laicas. Recordarla nos estimula a la fidelidad de nuestra vocación y a la generosidad en el servicio a nuestros pueblos a los que deseamos servir.
7. Elsilenciodelapescacotidiana.
… “Después Jesús se apareció de nuevo a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Se apareció así: Estaban juntos… Les dice Simón Pedro: Voy a pescar. Ellos le responden: Nosotros también vamos. Salieron y subieron a la barca; pero aquella noche no pescaron nada. Al amanecer Jesús estaba en la playa; pero los discípulos no reconocieron que era Jesús. Les dice Jesús: Muchachos, ¿tienen algo de comer? Ellos contestaron: No. Les dijo: Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán. Tiraron la red y era tanta la abundancia de peces que no podían arrastrarla. El discípulo amado de Jesús dice a Pedro: Es el Señor” … (Jn. 21, 1-7).
¿Y hoy? ¿Por dónde pasa el Señor en nuestras vidas, obras y comunidades? ¿Cómo escuchar el sonido de su presencia? Más allá de tantos momentos gloriosos que Él nos ha concedido en nuestro pasado, ¿dónde poder encontrarlo en nuestras vidas y tareas apostólicas?
A veces pareciera estar mudo en estos días del COVID-19, cuando las puertas de nuestros Colegios permanecen casi cerradas y las Universidades enseñan en línea. Las Parroquias con sus celebraciones en Facebook, muchas de difuntos. Sólo en algunos Talleres de Fe y Alegría se escucha el ruido de las máquinas donde los jóvenes aprenden. Y mientras, siguen sin cesar las caravanas prohibidas y golpeadas de nuestros hermanos que migran hacia el Norte…
También las cifras adelgazadas de nuestros Catálogos, obras y casas en las que hemos disminuido numéricamente. Nuestros escolares, algo más de 40, distribuidos en el Noviciado, comunidades de formación en la Provincia y Centros interprovinciales de la CPAL. Pero, en realidad, para atender las 40 obras apostólicas de la Provincia apenas somos 160 jesuitas. Éramos 260 en los días del martirio en la UCA…
Si miramos la historia de nuestros países, muchas veces nos desanimamos después de haber puesto tanta esperanza en algunos cambios sociales y políticos. Nuestra economía apenas logra sobrevivir a las crisis mundiales y en nuestras sociedades el acceso a los servicios básicos aún es materia pendiente.
Pareciera que Dios hoy camina entre nosotros, pero en el silencio de la humildad. Es como una presencia humilde, como en aquella orilla del lago donde los apóstoles y pescadores laboraban con afán en un amanecer pascual. Vamos aprendiendo a aceptar que el trigo crece en medio de la cizaña. Y no por eso dejamos de sembrar ni de pescar en medio del agitado lago de nuestra historia. Lo sentimos en las obras, en el trabajo fiel en nuestras aulas, en los barrios de las parroquias urbanas y rurales, en los diarios medios de comunicación, en los centros de espiritualidad, como en las casas de formación. Acá y allá mantenemos nuestro decidido esfuerzo por renovar y acomodar los proyectos apostólicos a las necesidades actuales y a los nuevos retos de las sociedades centroamericanas.
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Es verdad que somos menos, pero la presencia de nuestros hermanos, laicos y laicas, hoy mucho más competentes en temas de nuestra identidad, aporta un valor nunca tan reconocido por su esfuerzo generoso y su renovación a nivel espiritual y profesional. Sin contar con la nueva consideración que crece entre nosotros del papel de la mujer en la sociedad y en nuestras tareas apostólicas. Somos menos, pero somos más. Y es que Él “nos envió de dos en dos” … Y así, jesuitas y laicos unidos, tratamos de construir un nuevo modo de colaboración en nuestras obras apostólicas, en las que todos aprendemos unos de otros. Hoy., además, nuestra Provincia, por el origen de sus miembros, es más centroamericana que antes y eso la incultura y la hace más inserta en nuestra tierra. En medio de la primavera eclesial que nos ha tocado experimentar, vivimos en fin un hermoso tiempo de renovación del cuerpo apostólico de la Provincia lo que hace más fecundo nuestro trabajo.
Seguimos pescando en medio de muchas noches de penumbra entre regímenes políticos que desmoronan antiguas esperanzas o los que nunca alcanzan a llenar la del Reino que nos moviliza. A veces son las persecuciones y condenas de nuevo signo, a veces las exclusiones, a veces los silencios impuestos. En todo caso, estamos ciertos de que en estos días navegamos en la barca de Pedro, la de nuestra madre Iglesia, la que Ignacio quiso servir y la que hoy nos profesa indudable aprecio.
Nuestra vida interior, renovada en los últimos años al paso de tantas intuiciones y proyectos de la Compañía universal, nos ayuda a seguir buscando dónde y cómo seguir siendo “pescadores de hombres”, tal y como sentimos en aquella primera llamada que nos convocó desde distintos orígenes vocacionales. Al paso de nuestro permanente discernimiento nos seguimos preguntado con humildad cómo renovar los múltiples proyectos e ilusiones apostólicas con las que convocamos a otros muchos. Queremos seguir ofreciendo a nuestra maltrecha sociedad centroamericana una razón para seguir viviendo la esperanza de Jesucristo resucitado.
Seguimos en fin creyendo que el Señor camina a nuestro lado, pese a las adversidades y más allá de nuestros límites. Somos Compañía de Jesús. Y por eso, con humildad, amamos nuestros proyectos sabiendo como los apóstoles de la Pascua, que aquel que miramos en el horizonte de nuestro sueño “es el Señor” que nos permite ver nuevas todas las cosas.