Las lecturas que hemos escuchado nos hablan de siembras y de cosechas. Sembrar y cosechar, después de milenios de cultura agrícola, siguen manteniendo el símbolo de nuestra capacidad de realizarnos como personas de bien o perdernos entre matorrales de egoísmo y confusión, pensando que a mayor tamaño de la maleza, mejores y más abundantes frutos. En el cristianismo, el fruto de la siembra no solo nos alimenta, sino que nos une a Jesús, el Salvador, y a nuestro prójimos, cuando compartimos el pan que Él nos dejó como signo eficaz de su presencia. En la cultura maya, los seres humanos fuimos creados con maíz y por eso lo cultivamos y nos alimentamos de él, uniéndonos a él y al dios que lo representa. La siembra y el grano son siempre recuerdo de algo que nos trasciende y nos impulsa a la multiplicación del bien.
Pero sembrar no es fácil. A todos nos gustaría cosechar sin trabajar, o incluso que otros trabajaran por nosotros, para luego comer gratis el pan, el vino, el elote y el atol. Jesús, el sembrador definitivo, fue perseguido, maltratado y clavado injustamente en una cruz por anunciar una cosecha universal en la que el amor a Dios y al prójimo, íntimamente unidos ambos amores, fueran el fruto salvador de la humanidad. Los mayas veneraban especialmente al dios del maíz, por ser el origen de un alimento leal a los seres humanos; un grano y una planta que soportan la lluvia, el viento, la sequía y el picoteo de los pájaros, para ser alimento y vida para todos.
El profeta Jeremías, en la primera lectura, nos advertía contra los profetas y los adivinos que utilizaban el nombre del Señor para profetizar mentiras. Solamente el retorno a la palabra del Señor, semilla de verdad, de justicia y de fraternidad, posibilita la vuelta del destierro hacia esa tierra prometida que mana leche y miel para todos. O, como dice el Apocalipsis, a esa ciudad que no necesita ni sol ni luna, porque su lámpara es el Cordero. Hoy, cuando triunfan en elecciones los que quieren imponer sus intereses con violencia, los que presumen de ser una raza superior cuya sangre no se debe mezclar con la de otros pueblos, los que insultan a los migrantes llamándoles salvajes procedentes de cárceles y manicomios, los cristianos estamos en tiempos de siembra difícil. La polilla de la ambición y los pájaros de la prepotencia quieren destruir el grano limpio del Evangelio de los pobres. Para muchos, este tiempo será de cruz y de dolor. Tiempo de compromiso con los pobres o, como decía Pablo, de completar en nuestras vidas lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia. Cómo no pensar, mientras caminamos sembrando entre vientos y temporales adversos, en los migrantes humillados y amenazados; en los pobres olvidados y tratados con desprecio; en la mujeres acosadas y maltratadas por un machismo cobarde; en los niños y niñas con hambre, abandonados o abusados; en las familias de los presos que ni siquiera pueden visitar a sus seres queridos en las cárceles y sembrar en ellos el grano rehabilitador de su cariño.
Monseñor Romero, ese santo sembrador de esperanza y conversión en nuestra patria, nos advertía hace años, también en tiempos difíciles de siembra, que los ídolos de la riqueza, del poder o de la eficacia a toda costa amenazaban la paz con justicia y la convivencia fraterna. Insistía en la perseverancia y la resistencia asumiendo en el dolor de la siembra la violencia de la cruz. Sus palabras continúan teniendo sentido frente a los falsos profetas del poder y del dinero. “Sepan”, decía, “que hay una violencia muy superior a la de las tanquetas y también a la de las guerrillas; es la violencia de Cristo que dice: ‘Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen’”. Un perdón en Jesús que brota de la cruz asumida como acto de amor y que es también, en palabras de Romero, “la violencia del amor, la de la fraternidad, la que quiere convertir las armas en hoces para el trabajo”.
Nuestros mártires, que hoy recordamos, gustaban repetir con Ellacuría que “con monseñor Romero pasó Dios por El Salvador”. Sembrador de santidad y de entrega generosa, la vida y el testimonio de Romero hizo a nuestros mártires más cristianos, más valientes y los llevó también a unir su sangre con la sangre de todas las víctimas de la guerra cruel e inhumana que asolaba nuestras tierras. 35 años después de la muerte martirial de nuestros hermanos, y de tanta víctima tan generosa como inocente, también nosotros debemos evaluar si su sangre derramada nos ayuda a ser más generosos, más valientes y, en definitiva, más cristianos.
Porque, en efecto, hoy nos toca sembrar en medio del odio en las redes, de la apariencia fingida, de la propaganda falsa y grandiosa presentada como verdad. Debemos ser honestos aunque caigamos mal, y buscar verdad en medio de la corrupción, del rechazo a la solidaridad y de la negativa a la transparencia. Nos toca también defender los derechos humanos mientras las bocinas estrepitosas del poder afirman que los derechos humanos son un mecanismo para defender criminales. Queremos un Estado social y democrático de derecho que se empeñe en vencer la pobreza y la desigualdad, que ofrezca salud de calidad a todos, que priorice la educación y que tenga un sistema de pensiones universal. Nos corresponde, asimismo, mantener lo que la Iglesia primitiva llamó parresía y que tan bellamente describía Pablo al decir que “para ser libres nos ha liberado Cristo”. Frente al poderoso que busca la libertad para imponerse y para justificar la ley del más fuerte, a nosotros se nos llama a ser libres para amar, para servir y para realizar una siembra de valores y virtudes que den frutos universales de amor, verdad y vida para todos.
No puede ser que en medio de las crisis, o incluso de los caprichos de los poderosos, se despida a los trabajadores y se premie a quienes gestionan los recortes de personal. No es justo olvidar a los campesinos, acaparar tierras para cultivos de exportación, apoyar a las empresas depredadoras del medioambiente, privatizar el agua o amenazarnos con cambiar leyes y retornar a los proyectos de minería a cielo abierto. Eso no es libertad, es opresión. Enfrentamos el calentamiento global, que traerá sin duda más problemas a los países ubicados en los trópicos, y no tenemos planes solidarios para enfrentar el futuro. Ni hemos querido firmar el Acuerdo de Escazú, que obliga a proteger a los defensores del medioambiente. No queremos la libertad negativa del poderoso injusto, que la ejerce impidiendo la libertad y el desarrollo de los pobres. No es fruto de la libertad cristiana exigir a los microempresarios más que a las grandes empresas. Tampoco desalojar y maltratar a los comerciantes informales, o infectar nuestra economía con una medicina amarga destinada a los pobres y vulnerables mientras los más ricos continúan acrecentando su riqueza.
Queremos que nos gobiernen leyes, no personas. Y que las leyes estén inspiradas en el valor y la dignidad de nuestra gente, en la generosidad solidaria, en la justicia social, no en la especulación o en la nefasta idea de que el capital es más importante que el trabajo. Los mártires, los de la UCA, los cuarenta que con ellos aspiran a la beatificación, y tantos otros que murieron en el esfuerzo de construir paz y reconciliación, sembraron esperanza. Todos ellos nos impulsan ahora a trabajar en favor de la libertad y la justicia. Libertad para exigir que el sistema judicial haga verdad sobre las masacres y las injusticias del pasado. Y para obligar a las instituciones, sean militares o civiles, a revisar su pasado en la guerra, reconocer sus crímenes, pedir perdón por el mal realizado, abandonar la prepotencia y el abuso, y dar garantías de respeto a la dignidad humana.
El Señor Jesús en el Evangelio que hemos escuchado nos da una palabra de esperanza. El tiempo de la cosecha llega. Incluso la semilla más pequeña puede dar origen a un árbol donde se cobijen los que no tienen nido. Si Jesús hubiera vivido en nuestras tierras, tal vez hubiera escogido la pequeña semilla de la ceiba para mostrarnos las posibilidades esplendorosas del Reino de Dios. Lo que se siembra con amor y por amor multiplica siempre la solidaridad. Incluso en los momentos de mayor dificultad, Jesús nos invita a levantar la frente porque se acerca el día de nuestra liberación. Hemos visto en la historia reciente muchos sembradores de amor y de esperanza. Gente valiente convencida de que la paz y la justicia deben caminar juntos, mujeres y hombres que se enfrentan a las armas para exigir libertad de inocentes, buscar desaparecidos, defender a los maltratados. Todos ellos auténticos seguidores del Señor Jesús. Mientras ellos continúan creciendo en nuestra memoria y nos llaman a la generosidad, sus perseguidores quedan como telarañas, abandonadas en medio de ruinas y oliendo a olvido.
Los mártires que hoy recordamos, esos seis jesuitas y dos mujeres servidoras y valientes, y otras muchas personas son parte de la historia verdadera de El Salvador y del mundo en que vivimos. Juntos nos invitan, en la apretada síntesis de conocer, asumir y transformar la realidad desde nuestra fe de sembradores del Reino, a hacernos cargo de la realidad, cargar con la realidad y encargarnos de la realidad. Una tarea permanente formulada por Ignacio Ellacuría, que exige conocimiento y cultivo de la realidad, responsabilidad y respuesta creativa y solidaria, amor a los pobres y lucha en favor de la justicia social. Una tarea permanente que llegará a su culminación cuando el Señor Jesús, en el día del triunfo final del amor, entregue todo lo creado al Padre para que Él sea todo en todos.
Mis hermanos y mis hermanas, cuando los Padres de la Iglesia afirmaban que la sangre de los mártires es semilla de cristianos, decían una verdad. Ellos siembran en nosotros fortaleza y esperanza, resistencia en los tiempos malos y alegría festiva en la memoria de quienes sellaron su testimonio con su sangre. El salmo nos lo recuerda; quienes sembraban entre lágrimas cosechan entre canciones. Lo que nos queda es reconfortarnos en la fe, apoyarnos en el testimonio mutuo y ser testigos de la Palabra Viva. El mal puede vencer al bien, pero no puede sustituir durante mucho tiempo al bien con la maldad. Nuestra fe, nos lo demuestran los mártires, es como un poderoso resorte que por más que nos aplasten nos devuelve al nivel de la lucha pacífica por el Reino del bien, la justicia y el amor. Celebrar a los mártires, que dieron la vida por Jesús y por el rostro de Jesús reflejado en los pobres y perseguidos, es comenzar anticipadamente a celebrar la resurrección y el triunfo final de la fraternidad del Reino de Dios. Es por eso que afirmamos con plena convicción que sembramos esperanza para conseguir libertad. Por eso, al acercarnos al altar en el que el Señor se nos entrega como pan partido y compartido, podemos decir y repetir juntos, ¡que vivan los mártires de El Salvador!