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Últimamente vengo pensando en lo que significa el «derecho al olvido». Si lo entiendo bien, es el derecho de las personas a que episodios embarazosos, o incluso ilegales de su pasado, que pueden ocasionarles perjuicio en caso de salir a la luz, no estén para siempre accesibles con un golpe de click. Estoy de acuerdo con ello, y efectivamente, me parece un derecho que hay que defender. Pero ¿hasta dónde llega ese derecho? Hay quien entiende como derecho al olvido la decisión de borrar toda traza de episodios de su pasado que, sin tener nada de embarazoso ni de ilegal, uno decide invisibilizar, imagino que porque subjetivamente sí los considera vergonzantes. Como si no hubieran existido. Y no solo se intenta borrarlos, sino hacer que otros también los borren (aunque por el camino se lleven otras historias, otras informaciones, otros nombres).

Respetando que cada quién conoce sus motivos, esta constatación me ha hecho darle algunas vueltas. He reflexionado sobre la necesidad que tenemos de pensar bien cómo miramos nuestra historia. Y sobre el peligro de diseñarnos –y querer presentar– un pasado a la carta. Sobre el deber que tenemos de asumir nuestros pasos –también aquellos que hoy no daríamos, o aquellos caminos que un día cambiamos–. Entiendo que hay límites, y que hay episodios problemáticos que uno tiene derecho a mantener en su intimidad, pero, ¿hasta dónde ha de llegar ese derecho? ¿Nos pueden obligar a los demás a olvidar? ¿Tendremos que defender, en algún momento, nuestro derecho al recuerdo?

Creo que todos tenemos la posibilidad de equivocarnos. O de cambiar de opinión. Y saberlo es bueno. Como es bueno aprender de nuestro pasado. Si fuéramos más conscientes de la posibilidad de equivocarnos y tener que afrontar las consecuencias, tal vez nos pensaríamos un poco más los pasos que damos o las palabras que decimos. En cambio, si entramos en la lógica de que no pasa nada, y todo se puede borrar, probablemente cada vez las decisiones serán más impulsivas.

Puede haber quien, contra esto, diga que no estamos hablando de olvidar en la propia memoria, sino tan solo en las redes. Sin embargo, pienso que hay que asumir que vivimos en un mundo en el que nuestros pasos dejan huella y afectan otras vidas. Querer reescribir la propia historia, y obligar –no solo a uno mismo, sino también a los demás– a olvidar es una pendiente resbaladiza que nos puede terminar llevando a las biografías líquidas, diseñando nuestra trayectoria vital como si fuera un currículum, un escaparate o un itinerario soñado.

José María Rodríguez Olaizola, sj

Fuente: Pastoral SJ