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A veces cuento cosas: cuento las escaleras que separan mi casa del portal (son 71); cuento los pasos que hay entre mi mesa de la oficina y la máquina de café (36); cuento las personas que estamos en el andén del metro y luego las que estamos en el vagón, las que bajan, las que suben y vuelvo a contar. A veces también cuento los segundos que estoy en un ascensor, las rayas que hay en un jersey o la gente que estamos en misa de 20h.

Cuento cosas sin ningún sentido. No espero sacar nada de ello. Ni una conclusión, ni un sesudo planteamiento estadístico. Cuento cosas para contar. Supongo que lo hago porque me distrae. Pero también lo hago un poco para poder dejarlo pasar al vuelo. Esa pequeña rebeldía contra la utilidad de todo me hace sentir un poco más libre.

No tengo muy claro en qué momento se dio cuenta el ser humano de que todo lo que hacía o sentía o pensaba era susceptible de ser monetizado, mercantilizado o productivo. No sé si en la revolución industrial, cuando el capital empezó a abrirse al mundo; si en la posmodernidad, cuando el sentimiento adquirió una importancia tan grande, que no explotarlo sería perder dinero… El tema es que eso ha ido creando una especie de cultura que nos obliga todo el rato a que se nos reconozca lo que hacemos. Hemos perdido, en gran medida, el sentido de la gratuidad. Cada paso que damos es susceptible de ser mensurable y, con un buen barniz, también monetizable. Y eso nos hace profundamente superficiales.

El frenético ritmo de producción al que nos hemos acostumbrado está llegando también al ámbito de lo espiritual. Por supuesto, empobreciendo la riquísima tradición de la Iglesia que se expandió por el mundo (al menos al principio) sin un céntimo en la bolsa. Hace no muchos días me contaban que ya hay lugares en los que el acompañamiento espiritual se paga. Seguro que hay mil motivos y razones que justifican la decisión: si me he preparado para acompañar con un curso de nosedonde, ¿por qué no iba a sacar rédito a mi preparación? Pero, ¿os imagináis a Pablo de Tarso cobrando por las cartas a las comunidades a las que acompañaba? Lo que se ha recibido gratis, hay que darlo gratis.

A veces, la utilidad no es económica. A veces solo buscamos que todo tenga un sentido. Que tenga un rendimiento, que quede bonito, que guste o que sirva a otros para no sé qué. Hay que defender lo inútil, lo que no sirve. O, al menos, defender que hacerlo no reporte nada. Hay que defender un domingo en pijama y hay que defender apagar el teléfono. Hay que defender hacer cosas que nunca nadie más que uno mismo vea, o que se vean y se olviden y nunca se rescaten… hay que defender lo inútil.

Porque si todo es útil, nada es libre. ¿No es más libre un poeta cuando escribe sin pretensión? ¿Por qué defender la alegría en un mundo en el que con la agresividad se saca más partido? ¿Para qué permitirse la tristeza? ¿Qué loco iba a buscar el silencio?

Hay quien dice que la pandemia ha echado abajo nuestro utilitarismo y hay quien piensa que solo lo hemos maquillado un poco. Lo que es evidente es que el mundo empuja hacia lo útil todo el rato. Y, así, hacemos uso de los recursos naturales sin control, de las personas hasta convertirlas en cáscaras vacías, de las novedades hasta agotarlas y agotarnos. No puede ser.

Yo por mi parte seguiré contando cosas para dejar que se me olviden. Y luego volveré a mi vida normal, tan ordinariamente productiva como cualquier otra.

Pablo Martín Ibáñez

Fuente: Pastoral SJ