En el mejor de los casos, decir que estás en tratamiento con antidepresivos y ansiolíticos y yendo a terapia, genera una mirada de compasión. Una preocupación en quien te está escuchando pensando en cómo ayudarte a salir del pozo. Intentando poner de su parte. Esto lo agradeces más que cualquier otra cosa. Los buenos amigos que te ayudan con risas y cariño. La familia que apoya y respeta los espacios. La pareja que es el espacio seguro en el que no hacen falta caretas. Los profesionales que ponen todo de su parte y se centran en tu bienestar.
Pero hay que reconocer que todo esto bueno que encuentras cuando empiezas un proceso de terapia o un tratamiento psiquiátrico no siempre puedes darlo por supuesto. No todos encuentran ese apoyo. Yo he tenido esa suerte, pero ni siquiera es habitual. Más bien sucede al contrario, y pronto descubres que no en todas las áreas de tu vida puedes hablar de este tema con franqueza y normalidad. Porque vas intuyendo miradas de sospecha, recelos, juicios sobre cómo deberías sentirte o qué es lo que debes hacer. A veces te hacen sentir como si fueras una bomba de relojería que puede estallar en cualquier momento. Compañeros de trabajo que murmuran. Conocidos que cuando se enteran prefieren no acercarse demasiado o te atosigan con consejos y juicios. Tus jefes que empiezan a cuestionar tu capacidad. Ni siquiera hablo del estigma de los problemas de salud mental, incluso una mala racha, un estado depresivo, la ansiedad… provocan estas actitudes en otros.
Es como si de algún modo nos dejáramos llevar por un sentir generalizado de que si has tenido que recurrir a medicación o a terapia es porque eres débil, fracasado o inestable. Y esto, tristemente, si eres hombre, es incluso más acentuado. Cuando hablamos de masculinidad tóxica también tiene que ver con esto.
Es fácil caer en la culpabilidad de no haber hecho las cosas bien, de no haberte cuidado lo suficiente, de no haber sido capaz de desarrollarte bien. De creerte un pobre hombre en un mundo de superhéroes. Por eso reconocer a otros en tu misma situación es como descubrir un pequeño oasis en el desierto. Recibir acogida y cariño y no sospechas o frases motivacionales vacías es tan terapéutico como la medicación.
De hecho, cuando te encuentras alguien que como tú está en un proceso así es como encontrarte con un iniciado, con el que puedes hablar y compartir experiencias, hacer bromas sobre pastillas y, sobre todo, sentirte un poco menos solo.
Todos podemos perder tiempo escuchando sin juzgar, perdiendo el tiempo con el otro sin ofrecer soluciones del tipo «no estés triste», «eres un exagerado», «te escuchas demasiado»… Todos podemos ponernos a disposición, hacer un ejercicio de paciencia y comprensión. Intentar que ese viaje que uno emprende en su camino terapéutico sea más llevadero.
Porque hay mucho de desierto, de soledad, de viajar hacia el fondo de uno mismo y encontrarte con todo aquello que prefieres no afrontar. Una vez que das el paso decisivo de que solo no puedes, afrontas un camino en el que casi lo primero que descubres es que para estar bien, tocará pasarlo mal, al menos al principio. E intentas que no se note demasiado. Por no molestar, por evitar preguntas, por evitar miradas raras y juicios sobre cómo deberías estar y sentirte.
Ojalá vayamos avanzando hacia la apertura de poder reconocer que estamos mal, que no en todos nuestros días brilla el sol. Que a veces necesitamos ayuda profesional y que pedirla es un gesto de valentía y honestidad. Es la decisión de quien prefiere no seguir aguantando la máscara y ha dejado de sentir como deber el poner la sonrisa y tapar en un simple «bien» los nubarrones que le rondan la cabeza cuando le preguntan «¿cómo estás?».
Ojalá algún día este artículo pueda firmarlo con mi nombre sin temor a sentirme señalado. O tú, que te has sentido reconocido al leerme, con el tuyo.
Fuente: Pastoral SJ