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El Papa Francisco está seguro de esto y lo repite a todos: de la pandemia salimos mejores o peores. La crisis mundial exige un replanteamiento de los parámetros de la convivencia humana en clave solidaria. Sobre esta idea se basa el “Proyecto Covid – construir un futuro mejor”, creado en colaboración por los dicasterios para la Comunicación y para el Desarrollo Humano Integral, que busca ofrecer un camino que desde el final de la pandemia lleve al inicio de una nueva fraternidad.

VATICAN NEWS

Salud, educación y seguridad son elementos esenciales de toda nación, y por esta razón no pueden someterse al juego del lucro. El economista Luigino Bruni, uno de los expertos convocados por el Papa Francisco para formar parte de la Comisión Covid-19 del Vaticano, está convencido de que la lección de la pandemia ayudará a redescubrir la profunda verdad relacionada con la expresión “bien común”. Según él, todo es fundamentalmente bien común: lo es la política en su sentido más alto, y también lo es la economía, que mira al hombre antes que a las ganancias. Además, asegura que bajo este nuevo paradigma global que puede surgir de la época post-Covid, la Iglesia debe convertirse en “garante” de este patrimonio colectivo, ya que está ajena a la lógica del mercado. Para Bruni, la esperanza es que esta experiencia condicionada por un virus sin fronteras no permita que se olvide “la importancia de la cooperación humana y la solidaridad mundial”.

Usted es miembro de la Comisión vaticana COVID 19, el mecanismo de respuesta a un virus sin precedentes instituido por el Papa Francisco. ¿Qué cree haber aprendido, a nivel personal, de esta experiencia? ¿De qué manera piensa que la sociedad en su conjunto puede inspirarse en el trabajo de la Comisión?

R. – Lo más importante que he aprendido de esta experiencia es la importancia del principio de precaución y de los bienes comunes. El principio de precaución, pilar de la Doctrina de la Iglesia, el gran ausente en la fase inicial de la epidemia, nos dice algo extremadamente importante: el principio de precaución se vive obsesivamente a nivel individual (basta pensar en las seguridades que están ocupando el mundo) pero está totalmente ausente a nivel colectivo, lo que hace que las sociedades del siglo XXI sean extremadamente vulnerables. Es por esta razón que los países que habían salvado un poco de welfare state resultaron ser mucho más fuertes que los gestionados enteramente por el mercado. Y luego los bienes comunes: como un mal común nos reveló lo que es el bien común, la pandemia nos mostró que con los bienes comunes hay necesidad de comunidad y no sólo de mercado. La salud, la seguridad, la educación no pueden dejarse al juego de las ganancias.

El Papa Francisco ha pedido a la Comisión COVID 19 que “prepare el futuro” en lugar de “prepararse para él”. ¿Cuál es el papel de la Iglesia Católica como institución en este esfuerzo?

R. – La Iglesia Católica es una de las pocas (si no la única) institución garante y custodia del bien común global. Al no tener intereses privados, puede perseguir los intereses de todos. Por esta razón hoy es mucho más escuchada, por esta misma razón tiene una responsabilidad que ejercer a escala mundial.

¿Qué enseñanzas personales (si las hay) ha aprendido de la experiencia de la pandemia? ¿Cuáles son los cambios concretos – tanto a nivel personal como global – que espera ver después de esta crisis?

R. – La primera enseñanza es el valor de los bienes relacionales: al no poder abrazarnos en estos meses, he redescubierto el valor de un abrazo y de un encuentro. La segunda: podemos y debemos hacer muchas reuniones en línea y mucho smart working, pero para decisiones importantes y para las reuniones decisivas la red no es suficiente, necesitamos el cuerpo. Así que el boom de lo virtual nos está haciendo descubrir la importancia de las reuniones en carne y hueso y de la inteligencia de los cuerpos. Espero que no olvidemos las lecciones de estos meses (porque el hombre olvida muy rápidamente), en particular la importancia de la política tal y como la hemos redescubierto en estos meses (como el arte del bien común contra los males comunes), y que no olvidemos la importancia de la cooperación humana y de la solidaridad global.

Preparar el mundo post-covid también significa preparar a las generaciones futuras, las que mañana estarán llamadas a decidir, para trazar nuevos caminos. En este sentido, ¿la educación no es sólo un “gasto” que hay que contener, incluso en tiempos de crisis?

R. – La educación, especialmente la de los niños y de los jóvenes, es mucho más que un “gasto”… Es la inversión colectiva con la mayor tasa de rendimiento social. Espero que cuando, en los países donde la escuela aún está cerrada, se reabra, se elija  un día de fiesta nacional. La democracia comienza en los bancos de la escuela y renace allí en cada generación. El primer patrimonio (patres munus) que pasamos entre generaciones es el educativo.

Decenas de millones de chicos y chicas en el mundo no tienen acceso a la educación. ¿Se puede ignorar el artículo 26 de la Declaración de Derechos Humanos que establece el derecho a la educación para todos, gratuita y obligatoria, al menos para la enseñanza primaria?

R. – Evidentemente, no debe ignorarse, pero no podemos pedir que el costo de la escuela sea sufragado en su totalidad por los países que no tienen recursos suficientes. Deberíamos iniciar pronto una nueva cooperación internacional bajo el lema: “La escuela para niños y adolescentes es un bien común global”, en la que los países con más recursos ayuden a los que tienen menos a hacer efectivo el derecho al estudio gratuito. Esta pandemia nos está mostrando que el mundo es una gran comunidad, debemos transformar este mal común en nuevos bienes comunes globales.

Incluso en los países ricos, las partes del presupuesto dedicadas a la educación han sido recortadas, a veces considerablemente. ¿Puede haber un interés en no invertir en las generaciones futuras?

R. – Si la lógica económica toma el control, habrá más razonamientos como: “¿Por qué tengo que hacer algo por las generaciones futuras, qué han hecho por mí? Si el “do ut des“, el registro mercantil, se convierte en la nueva lógica de las naciones, invertiremos cada vez menos para la escuela, haremos cada vez más deudas que pagarán los niños de hoy. Debemos volvernos generosos, cultivar las virtudes no económicas como la compasión, la mansedumbre y la magnanimidad. 

La Iglesia Católica está a la vanguardia para ofrecer educación a los más pobres. Incluso en condiciones de gran dificultad económica, porque como vemos en este período de pandemia, los lockdown han tenido un impacto considerable en las escuelas católicas. Pero la Iglesia está allí y acoge a todos, sin distinción de fe, haciéndose espacio de encuentro y de diálogo. ¿Cuán importante es este último aspecto?

R. – La Iglesia siempre ha sido una institución del bien común. La parábola de Lucas no nos dice qué fe tenía el hombre medio muerto rescatado por el samaritano. Es precisamente durante las grandes crisis que la Iglesia recupera su vocación de “Mater et magistra“, acrecienta la estima de los no cristianos hacia ella, vuelve ese mar que acoge todo para devolver todo a todos, especialmente a los más pobres, porque la Iglesia siempre ha sabido que el indicador de todo bien común es la condición de los más pobres.

La enseñanza de la religión, de las religiones, en un mundo cada vez más tentado por las divisiones, y que fomenta el entretenimiento del miedo y la tensión; ¿qué resultados puede aportar?

R. – Depende de cómo se la enseña. La dimensión ética que existe en todas las religiones no es suficiente. La gran enseñanza que las religiones pueden dar hoy en día se refiere a la vida interior y a la espiritualidad porque nuestra generación en el espacio de unas pocas décadas ha dilapidado una herencia milenaria hecha de sabiduría antigua y de piedad popular. Las religiones deben ayudar a los jóvenes y a todos a reescribir una nueva gramática de la vida interior, y si no lo hacen, la depresión se convertirá en la peste del siglo XXI.

Fuente: Vatican News

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