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El Hermanito Meabe

El día de San Ignacio, no era para menos, nos dijo hasta pronto Don Ramón, como gustaban decirle, bromeando en el comedor del Centroamérica al querido Hermano Meabe. Amanecimos tristes ese día al saber la noticia, justo cuando preparábamos la ordenación diaconal de Mario Ernesto en la UCA. Aunque la noticia se supo a media mañana, el Facebook la difundió enseguida y pronto el patio interno de la comunidad se llenó de ofrendas florales de alumnos de promociones, unas bien lejanas, de profesores, trabajadores y amigos de la Compañía, aunque nadie lo sintió más que su doblemente hermano, Rafael Renedo

La Iglesia del Colegio estaba llena el día del funeral presidido por el Arzobispo Brennes. Y es que el Hermanito Meabe, como el decían los niños, en verdad fue de los pobres bienaventurados a los que sin duda pertenece el Reino en propiedad. Atraído desde la Apostólica de Javier por la vida de los Hermanos jesuitas, siempre decía que no quiso ser sacerdote para no angustiarse con las confidencias de los penitentes. Pero la verdad es que cuando los superiores le pidieron dejar panadería y cocina de Granada para ser educador de los niños de primaria del Centroamérica, se llenó de alegría. Derrochaba siempre bondad y cariño con la chiquillería. Antes, cuando se podía, los coscorroneaba; después sólo les insistía en lo de siempre: no dejar tiradas las mochilas, recoger las poncheras y llegar a tiempo al bus de salida. Regaños pero siempre con la sonrisa. O cuando les enseñaba el catecismo. Con una gran paciencia, siempre se le veía rodeado de ellos, decían, como gallina con sus pollitos que se desplazaba por los patios… Ludimagister le denominaban con acierto los catálogos de entonces, porque realmente sabía juntar la alegría del juego con la enseñanza del maestro.

El hermano Meabe tuvo la valentía y generosidad de sepultar para siempre su corazón en Nicaragua, a donde llegó a los 19 años. Sólo después del Concilio, el P. Gondra le comunicó que ya podía ir unos días a Galdácano a visitar a su mamá Doña Melissa que, dicen, nunca gozaba tanto como cuando veía comer a los invitados en la casa. Era la misma casa de la infancia, pared por medio del frontón municipal donde Meabe, además de aprender a jugar pelota, descubrió el cariño de los padres a un niño.

Ramón supo admirar la ternura del corazón de la tierra de Nicaragua y amó en verdad a sus hijos. Y Nicaragua le devolvió el ciento por uno ya en esta vida. Se hizo querer siempre de los niños, hoy profesionales y padres, madres de familia. Veía pasar las promociones y aunque el adiós le producía nostalgias, llenaba su esperanza con la cercanía diaria con el Señor de la que algo atisbábamos cuando le veíamos rezando el rosario por los patios o en la Eucaristía diaria.

De tanto rodearse de los niños, a los 87 años terminó siendo uno más de ellos y con esa misma inocencia evangélica el día de San Ignacio atravesó las puertas el Paraíso, porque de los que se hacen como los niños es el Reino de los cielos.

P. Jesús M. Sariego, SJ

Provincial

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