La absurda pretensión de eliminar toda la incertidumbre de nuestra vida y desvanecer lo más que se pueda la contingencia, ambas cosas ¡tan humanas! nos aturden y nos afanan cada día y todos los días: planificaciones estratégicas, objetivos a corto, mediano y largo plazo, evaluaciones pragmáticas para determinar si llegamos del punto A al punto B y un largo etcétera.
Humanamente experimentamos un terror casi insoportable a no saber; sentimos, casi siempre, una imperiosa necesidad de tener fórmulas matemáticas para calmar la angustia de la irresolución. Experimentar nuestra fragilidad en intemperie nos parece nada menos que imposible. No obstante, la vida se nos presenta como un don fugaz, un camino que sólo se hace al andarlo, muchas veces a oscuras, como en una interminable noche que se va iluminando a cada paso que damos.
No estamos desprovistos en esta aventura, somos hijos de la fe y no de la pura racionalidad. Somos hermanos de la confianza y no de la sola frialdad calculadora. Si por nuestros miedos le quitamos el misterio a la vida, muy pronto nos quedaremos sin nada. Acoger la vida con todos sus matices, asumirla con todas sus tonalidades y agradecerla con todos sus ritmos es una forma de abrirnos al misterio inefable de la vida que redunda siempre en una firme esperanza.
Fuente: Pastoral SJ