Me han preguntado muchas veces por el objetivo principal de mi vida. Inevitablemente, uno responde de manera sencilla «intento ser feliz». Siempre que me lo preguntan me acuerdo de la canción de Loquillo que decía que para ser feliz le bastaba con un camión. Dejando de lado los camiones, la canción me ayuda a preguntarme por cómo terminaría yo esa frase. Yo para ser feliz quiero: una casa, un coche, una familia, unos amigos… pero ya puestos a pedir, casi todos le pedimos más cosas a la vida: una casa más grande, un coche mejor, un viajecito en verano. Lo normal, creemos muchas veces.
Frente a esto, aparecía hace tiempo la noticia sobre una subasta, en la que se vendía el manuscrito con la receta de Einstein para ser feliz: «una vida tranquila y modesta trae más felicidad que una búsqueda constante de éxito, unida a una agitación constante».
En el fondo, andamos de aquí para allá buscando el modo, y muchas veces copiamos lo que otros hacen, pensando que así lo lograremos. Me temo que en esto de la felicidad, las recetas valen de poco. Lo que para mí es felicidad, en mi caso entregarme como jesuita, para otro puede significar otra cosa. No podemos vivir continuamente con el qué dirán, ni tratando de quedar bien con todo el mundo. Contra el «todos queremos más», Einstein plantea una vida que tiene que mucho más que ver con lo sencillo, con lo cotidiano, con lo que no se ve. Me imagino la felicidad de unos padres primerizos por las noches sin dormir; o la entrega callada de muchos voluntarios en oenegés. Todo eso no acapara portadas de periódicos. Creo que la felicidad tiene mucho más que ver con la plenitud que con la alegría pasajera.
La respuesta a la pregunta por la felicidad la iremos obteniendo durante toda la vida. Pero que no nos demos cuenta, al cabo de muchos años, que ni tan siquiera nos hemos preguntado, que otros han decidido por nosotros durante décadas.
Entonces, tú, para ser feliz, quieres…
Fuente: Pastoral SJ