Skip to main content

 

Se acerca el día 31 de julio. En ese día recordamos el paso por este mundo de San Ignacio de Loyola (+1556),  canonizado en 1622. Para acercarnos a la memoria de este gran hombre santo, fundador de la Compañía de Jesús,  junto con otros 9 compañeros, es oportuno releer estas páginas del último libro del P. Dean Brackley (+2011), "Espiritualidad para la solidaridad. Nuevas perspectivas ignacianas", publicado por UCA Editores en 2010, que nos introducen al legado más importante y universal de Ignacio de Loyola, su espiritualidad:

Una espiritualidad para la solidaridad

Vivimos en tiempos turbulentos. Mientras la gente hoy puede comunicarse entre sí como nunca antes, el mundo parece estar más fragmentado. Estamos anegados en información, pero nos cuesta captar el sentido del todo. Mientras se desintegran las familias y las comunidades, nos sentimos siempre más solos. Los voraces monstruos de la avaricia, la violencia y las fuerzas del mercado rondan desenfrenadas por el planeta, dejando una estela de miseria y exclusión. El sida se extiende y la crisis del medio ambiente se profundiza. Todo esto deja a mucha gente desalentada y aprensiva.

Sin embargo, hay señales de esperanza. Una de estas señales es el creciente interés en la espiritualidad. Mientras se expande el desierto materialista, la gente busca aguas frescas. Con el término “espiritualidad” quiero decir una disciplina del espíritu (lo que somos), un modo de vivir.  Para los creyentes, la  espiritualidad es un modo de vivir “en el Espíritu”, con “E” mayúscula: un modo de vivir en el mundo en relación con Dios. Para los cristianos, es un modo de seguir a Cristo.

La desorientación  que tanta gente experimenta hoy en día llegó a mí cuando estaba en la universidad. El problema empezó cuando reflexionaba sobre discrepancias que percibía entre las ideas de los genios que leíamos en clase. Para mí, la cosmovisión de cada uno parecía tan válida (o inválida) como la de los otros.  ¿Quién o quiénes tenían la razón? ¿Y con base en qué?  Al no poder decidir entre las distintas visiones del mundo, entré en una crisis profunda. Me había criado como católico, fui instruido en la fe y tuve maravillosos modelos a seguir. Ahora me parecía como si la doctrina cristiana se cernía sobre un abismo.  Recordándolo ahora, puedo ver que me faltaba experiencia, de aquella que nos ayuda a entender el sentido de la vida y sus enigmas. Tenía poco conocimiento del sufrimiento de los pobres.

 Afortunadamente, mi crianza me dotó de recursos para enfrentar esta crisis que duró cuatro años. Me aferré a la moral básica y al sentido de la vocación (en esa época yo era jesuita en formación). Busqué asesoría y utilicé las herramientas que recién había adquirido,  como las “Reglas del discernimiento” de San Ignacio de Loyola. Aunque tenía dudas acerca de Dios, las reglas de Ignacio me parecían muy sensatas. Estas me ayudaron a sobrellevar duras jornadas de depresión y ansiedad, y me dieron la esperanza de poder sobrellevar esta tormenta. Las reglas me ayudaron a darme cuenta de que, al acercarme al sufrimiento de otras, sentía una sensación de solidez y algo de alivio. Me ayudaba mucho, para reunir mi yo desperdigado, el dejar que el drama de la vida y la muerte del Bajo Manhattan, zona donde vivía y trabajaba en ese entonces, rompiera mis defensas (me refiero al drama de gente sin trabajo, adictos y jóvenes en situaciones de riesgo). Me hizo mucho bien acercarme a esta gente.

Desde entonces, ese tipo de experiencia ha seguido nutriéndome. Los pueblos crucificados de hoy nos llevan hacia el centro de las cosas. Con el tiempo, estos me ayudaron a redescubrir el cristianismo. Durante esos años difíciles y hasta el día de hoy, el camino ignaciano, que es la espiritualidad ignaciana, ha sido crucial en la búsqueda de mi camino.

Descubrí  que yo tenía mucha compañía también, que mucha gente más caminaba por un sendero como el mío, sobre todo los miembros de mi propia “tribu” de clase media. Para muchos de ellos, encontrarse con las víctimas de la historia era un punto decisivo en sus vidas y este encuentro los dejaba “arruinados de por vida”,  como suelen decir los voluntarios jesuíticos (es decir, arruinados en cuanto a la vida convencional a la que antes aspiraban). Las víctimas nos ayudan a encontrar un propósito más profundo en la vida: nos ayudan a descubrir nuestras vocaciones de solidaridad.

En estos tiempos de transición, el mundo reclama esta solidaridad a gritos.  Un tipo de “orden” se está deshaciendo y su sucesor todavía no se vislumbra. No estoy seguro de cuál será la mejor habitable. Si sé que el mundo necesita de un grupo  suficientemente numeroso de personas que puedan responder al sufrimiento, que estén listas para un compromiso duradero y que sepan tomar decisiones sabias a lo largo del camino. Dudo de que, sin tales “nuevos seres humanos”, alguna cantidad de dinero, estrategias sofisticadas o hasta un cambio estructural sean capaces de hacer nuestro mundo verdaderamente más humano.

Ignacio: cuidando la llama

Para mantener una vida de servicio al prójimo, hace falta una espiritualidad y para ello hay pocos maestros como San Ignacio. Un genio de la vida espiritual, él vivió en Europa al alba de la Edad Moderna y supo responder a la necesidad apremiante de una espiritualidad personalizada. Durante la Edad Media, tal espiritualidad se consideraba apropiada solo para profesionales eclesiásticos monjes, religiosas y el clero–. Los fieles comunes tenían que contentarse con las devociones populares, como las procesiones, y el mínimo de los sacramentos. Ahora, en retrospectiva, podemos apreciar cómo el desmoronamiento del mundo medieval revelaba la necesidad que tenía la gente laica de una espiritualidad personalizada. En el tiempo de Ignacio, las devociones colectivas y oficiales se mostraban menos efectivas para mantener un serio compromiso cristiano. El renacimiento, el redescubrimiento de la Biblia, la invención de la imprenta,  el nacimiento de la ciencia moderna, el descubrimiento de los “nuevos mundos”…todo esto socavaba la dependencia exclusiva  en la antigua autoridad y en la costumbre venerable.  El comercio facilitaba los viajes; la gente podía ver que sus costumbres eran locales, no universales. Esta situación suscitaba preguntas similares a las que nosotros nos hacemos en nuestros tiempos tan locamente pluralistas. ¿Cómo  será posible fundamentar nuestras convicciones y mantener nuestro compromiso, y cómo podemos hacerlo juntos?

 En las ciudades de una Europa renacentistas que sufría los espasmos de la Reforma, la gente razonable daba respuestas siempre más diversas a las preguntas básicas de la vida. En tal ambiente de cuestionamiento crítico y de alternativas viables, nada podía servir como sustituto de una convicción personal fundada no solo en la fe, sino también en la experiencia y la razón.

Ignacio respondió a sus tiempos cambiantes con una originalidad descomunal. Como soldado vasco, Íñigo (su nombre de pila) buscó placeres y el prestigio de la vida cortesana hasta los treinta años. Pero en 1521, mientras convalecía en Loyola de una herida que sufrió en una batalla en Pamplona, tuvo una profunda experiencia que más tarde interpretó como la acción directa de Dios en él.  Experimentó dentro de sí el nacimiento de un gran amor y un poderoso deseo de dedicar su vida al servicio de dios. Más tarde expresaría este  sentimiento como estar “encendiendo de Dios”.  Al partir de Loyola, en 1522, Ignacio fue a vivir en una cueva en Manresa, un pueblo cerca de Barcelona, donde pasó varios meses en oración  y reflexión intensas. Habiendo resuelto imitar las hazañas de los santos, practicaba severas penitencias y actuaba impulsivamente, sin pensar mucho  en las circunstancias o las consecuencias de sus acciones. Más tarde concluiría que durante este período su pasión por servir estaba contaminada de egoísmos y carecía de “discreción”. En Manresa se hundió en una desolación tan profunda que pensó en suicidarse. Rogó a Dios que le mostrara un camino a seguir. Un poco después, Ignacio dice que él estaba aprendiendo a dejar que Dios le condujera y a ordenar sus amores enredados.

Este proceso era acompañado de intensas iluminaciones acerca de la vida, del mundo y de Dios. Iñigo se compenetraba más con la gente, percibía sus propios alrededores con más claridad, comprendía mejor cómo funcionaba el mundo.  Con el tiempo, hablaría de poder encontrar a Dios fácilmente y de comunicarse “familiarmente” con Dios.

Dotado de una perspicacia excepcional y un hábito de reflexión, Íñigo pronto descubrió que sus dones podían beneficiar a otras personas. El podía ayudar a que entendieran sus propias experiencias  y sobre todo a que entendieran cómo Dios obraba en su vida. Su pasión  se convirtió en _-y así siempre permaneció- la de ayudar a otras personas a cuidar esa llama de amor que Dios encendía dentro de ellas para que pudieran servir mejor al mundo que los rodeaba. La llama se propagó a través de las profundas amistades que él cultivó. La espiritualidad que asociamos con él se refiere al cuidado de esa llama que hay en nosotros, mientras se purifica o se hincha o se sofoca –y también al atizamiento de ese fuego en otros-.

Íñigo era un laico que no pensaba en hacerse sacerdote, mucho menos en fundar una orden religiosa. Su deseo de ayudar a la gente lo llevó a moldear sus nuevas ideas en una serie de meditaciones o “ejercicios espirituales”, que él administraba a otra gente. Para quienes estaban adecuadamente dispuestos, los retiros duraban treinta días, organizados alrededor de cuatro “semanas” desiguales. Cada semana estaba dedicada a un tema diferente, Durante unos diez años, después de su tiempo en Manresa, refinó sus apuntes de retiro y elaboró un tipo de manual llamado Ejercicios espirituales con el fin de que otros lo pudieran usar para guiar a los “ejercitantes”.

El manual de Ejercicios espirituales cristaliza la mayor parte de las intuiciones clave de Ignacio, pero no todas. Durante varios años Ignacio avanzó en sus estudios y reunió a un grupo de amigos cercanos que luego se convertirían en los primeros jesuitas. Mientras tanto, su visión evolucinó, como lo muestra su voluminosa correspondencia (¡más de siete mil cartas e instrucciones!), su llamada Autobiografía, los fragmentos de su Diario espiritual, las Constituciones que escribió para la nueva Compañía de Jesús durante los últimos años y los testimonios de otras personas acerca de él. Para Ignacio en sus años de madurez, el vivir significaba buscar y encontrar a Dios en todas partes para poder colaborar con Dios en el servicio a los demás.

La perspectiva de Ignacio era revolucionaria. Aun siendo un hijo de sus tiempos, él supo trascenderlos y sigue trascendiendo los nuestros. Según el gran teólogo Karl Rahner, la originalidad de Ignacio se podrá comprender solo en el futuro. Su espiritualidad “no es típica de nuestro tiempo; no es característica de la era moderna que está llegando a su fin.  Más bien, es una señal del futuro que se acerca”. La gran popularidad de Ignacio hoy en día parece confirmar la profecía de Rahner. La espiritualidad ignaciana se promueve y se ejerce más allá de la Iglesia católica en donde nació. Se practica entre miembros de otras iglesias cristianas y entre personas que ni siquiera son cristianas.   

P. Dean Brackley (+2011)