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Reflexión al inicio de la Cuaresma

Por Luis Ovando Hernández, SJ

Vuelve la Cuaresma. Es un tiempo litúrgico católico, que halla sus orígenes en la experiencia de cuarenta años que pasó Israel en el desierto, depurando el corazón colectivo; es igualmente la experiencia de cuarenta días de Jesús en el desierto, acrisolando el modo como llevaría adelante la misión que Dios Padre le encomendó. Es decir, que aún hay esperanza por mucho que la realidad nos la niegue, pisoteando nuestra dignidad aquellos que son responsables del estado en que nos encontramos, con la intención de eliminarla por completo.

De las incertidumbres y dolores vividos a diario, somos responsables todos. Unos más que otros, evidentemente. De parte nuestra, es menester volver a los comienzos. O sea, a la relación amorosa con Dios, para que recuperemos la estatura humano–espiritual con que Dios Padre nos ve, y cuya medida es la persona del Nazareno.

Este regreso a la Fuente de la Vida implica obviamente rehacer el camino, con la lección aprendida, con la fe puesta en el Amor que todo lo comprende y perdona, y que nos tonifica para retomar ahora sí la vía, de manera que la recorramos a ejemplo de Jesucristo, varón de dolores y vencedor de la muerte y de la desesperanza. Este camino lo hizo ya el Señor, quien, encendido de amor por su tierra, perdonó a su pueblo de todos sus pecados, fallas, maldades e iniquidades.

Tenemos pues ante nosotros un camino particular, litúrgico, festivo, para “limpiar” la casa que es cada uno de nosotros, para acompañar solidariamente al Amigo que va a su Pasión, para con su muerte renovar nuestra esperanza, para con su Resurrección consolarnos, darnos Vida y una misión para nuestras existencias.

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Cuarenta días especiales, para depurar nuestro corazón, para recuperar nuestra dignidad y la esperanza en un mejor porvenir.

Y para emprender este viaje, las cenizas… El primer gesto litúrgico que da inicio a la Cuaresma es la imposición de las cenizas. Es un símbolo “polivalente”, tiene varios significados. Generalmente, al momento de signarnos con la cruz de ceniza en la frente, oímos que se nos dice “recuerda que eres polvo, y en polvo te convertirás”, o bien “conviértete, y cree en el Evangelio”. Las frases se explican por sí mismas. Las cenizas tienen varias “valencias”.

Con las cenizas nos hacemos conscientes de lo efímero de la existencia. Esta toma de conciencia debería llevarnos a comprender que no podemos perder el tiempo en aquello que no vale la pena. Con las cenizas se limpiaban los utensilios de cocina, dejándolos relucientes, cambiando de estado; las cenizas son el símbolo del penitente y del que se convierte, y vuelve a Dios, su Origen.

En ciertos ambientes agrícolas se coloca cenizas a algunos alimentos y frutas, y se los envuelve – el plátano y el aguacate, por ejemplo – para así ayudar a su maduración. De igual manera, las cenizas simbolizan para nosotros la aceleración del proceso de crecimiento como personas, hasta alcanzar el modelo del Hombre Jesús. Finalmente, “donde hubo fuego, cenizas quedan”. Es decir, por mi paradójico que parezca, las cenizas simbolizan no solo nuestra finitud, sino también que estamos hechos para la Eternidad, que no estamos entrampados en esta historia.

En síntesis, contamos con un tiempo especial para purificar el corazón, recobrando la dignidad y la esperanza, mediante una mayor concientización de nuestra dependencia de Dios, siendo honestamente solidarios y en constante comunicación con nuestro Señor, a quien ofrecemos todo. Que el Dios encendido de celo por nosotros, que nos perdona, nos habilite también, para que nos convirtamos en colaboradores de su proyecto amoroso para con todos.

 

Fuente: Jesuits Global