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Desde el momento en que entendí cómo era Dios para mí, supe que ya solo podía vivir para él. (Carlos de Foucauld)

El hermano Roger Schutz decía a menudo que lo que querían vivir en Taizé era una parábola de comunión. Creo que es una de las definiciones más certeras y hermosas de lo que es la vida consagrada.

La vida consagrada ha sido admirada, temida, «sacralizada», encumbrada, puesta como ejemplo y, también, ha sido incomprendida, perseguida, ninguneada, insultada, asimilada, domesticada, dada por muerta… (¡se lee cada cosa en internet!). Pero la vida consagrada, en el fondo, es algo muy sencillo y fácil de entender: es una manera de vivir la libertad, es un modo de vivir la pasión por Dios y por sus cosas, es una forma de decir «sí».

No faltan quienes se esfuerzan por expresar motivos, por explicar razones, por dar argumentos… Pero creo que, verdaderamente, la vida consagrada no debería de perder mucho tiempo, ni dedicar demasiada energía, en explicar, en convencer, en declarar… Más bien, la vida consagrada está llamada a ser transparente, a mostrar con su vida que Dios está enamorado y pierde el sentío por su pueblo y, de una manera especial, por los más pobres. Más bien, la vida consagrada, con toda humildad y, por ello, con toda verdad, está llamada a ser signo de que solo Dios basta. La vida consagrada, por vocación, se sabe instrumento; se sabe manos, corazón y rostro de Dios hoy en el mundo… La vida consagrada se sabe habitada por el Dios de la vida y se sabe también formada por personas frágiles pero seducidas, incoherentes pero ilusionadas, pecadoras pero salvadas… Se sabe formada por personas que un día se dejaron encontrar por el Señor y Él les cogió alma, vida y corazón…

La Regla de la comunidad de Taizé termina con una oración; que estas palabras del hermano Roger se hagan vida en aquellos que, al descubrir cómo era Dios, ya solo pudieron vivir para él.

Cristo Señor, manso y humilde de corazón,
nosotros escuchamos tu suave llamada:
«Tú, sígueme».
Tu nos comunicas la vocación,
para que juntos vivamos una parábola de comunión,
y, para que arriesgando toda una vida,
seamos fermento de reconciliación
en esa irreparable comunión que es la Iglesia.
Concédenos responder animosamente,
sin estancarnos en los pantanos de nuestros aplazamientos.
Ven; que estemos como suspendidos del soplo de tu Espíritu,
de lo único esencial fuera de lo cual nada nos mueve a recomenzar nuestra marcha.
A quien sabe amar, a quien sabe sufrir contigo
le pides que se olvide de sí mismo para seguirte.
Cuando, para amar contigo y no sin ti,
es necesario abandonar tal o cual proyecto contrario a tu designio,
ven, tú, Cristo, a abrirnos a la apacible confianza:
que sepamos que tu amor no nos dejará nunca,
y que seguirte es dar nuestra vida.

Pablo Guerrero, sj

Fuente: Pastoral SJ