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José M. Tojeira

            Ya en el siglo XVI, en una poesía atribuida a Fray Luis de León, se habla de la pérdida del vigor juvenil con el paso del tiempo. El poeta anciano se sentía “agostado como yerba que al sol su fuerza pierde”. Pero perder la fortaleza juvenil no elimina el deseo, y por eso la poesía continúa diciendo, “y solo en mi el deseo queda verde”[1]. El contexto era el de una poesía amorosa pero sin duda nos dice una verdad profunda: somos seres de deseo y la vida sólo existe en plenitud cuando hay pasión, anhelo y ansia. Como también  existe la corrupción y la violencia cuando el deseo no se estructura sanamente. Hoy, en una época en la que la publicidad y un tipo de noticias, propaganda y acontecimientos tienden a desbordar los deseos y hacen difícil su sana estructuración, bueno es reflexionar sobre aquellos cristianos que consiguieron convertir sus deseos más profundos en verdaderas y audaces empresas apostólicas. En este año ignaciano que resalta la transformación de los deseos de fama y gloria de Ignacio de Loyola, en deseos ardientes de seguimiento del Señor, resulta interesante ver la semejanza del proceso en dos personas, Ignacio y Francisco Javier, tan diferentes en edad, historia y opciones.

            Ambos hijos menores de familias nobles, estaban llenos de sueños e ilusiones. Ignacio llega a hablar de una su dama de sus pensamientos que no era “condesa  ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno déstas”[2]. Ansioso de crecer en el servicio al rey, trabaja en cercanía a la nobleza y se apresta a defender Pamplona contra los partidarios de un rey navarro apoyado por los franceses. Francisco por su parte, 15 años más joven que Ignacio, y el pequeño de los varones en su familia, opta por otro camino de ascenso social reservado a los nobles segundones: el camino de los beneficios clericales. Ya convertido Ignacio y tratando de conseguir una canonjía Javier, coinciden en la Universidad de París. Ignacio fichado en España por anunciar el Evangelio como laico, Javier empujado por la fama de la universidad, por la influencia de su padre, doctor en derecho por la Universidad de Bolonia y, probablemente, por la simpatía de sus hermanos mayores hacia el candidato al trono de Navarra apoyado por los franceses. Nada hacía pensar en que ambos pudieran orientar sus deseos de la misma manera.

            Los hermanos mayores de Javier habían participado activamente en las luchas internas de Navarra, dividida en dos bandos que a su vez defendían el trono de Navarra para diferentes dinastías. De hecho los hermanos de Javier participarán, desde el bando opuesto, en el cerco de Pamplona en el que caerá herido Ignacio de Loyola. Por amor a un ideal de honor y fidelidad a una dinastía, la familia de Javier sufre destierros y limitaciones en sus derechos nobiliarios sobre diversas tierras. Defendiendo el patrimonio familiar, tanto su madre como después su hermano mayor, se ven envueltos en pleitos con pueblos que consideraban tributarios y con pastores trashumantes que ocupaban tierras de paso. El honor y el derecho de la nobleza serían sin duda comentario constante en las frías noches de invierno frente al hogar. Todo ello en un tiempo, el Renacimiento, en el que el deseo individual estallaba, el culto a la belleza se imponía, el aprovechamiento del momento gozoso, “carpe diem”[3], era la consigna, y el individuo comenzaba a convertirse en el centro de la reflexión. Egresar como Maestro de la Universidad de París facilitaba la consecución de algún beneficio eclesiástico importante que garantizara un futuro cómodo, cuando no un ascenso al episcopado en algún momento. De hecho, ya comprometido con el incipiente grupo que daría nacimiento posteriormente a la Compañía de Jesús, Javier recibe la notificación de un beneficio a su favor en la catedral de Pamplona. Ni él ni su familia habían renunciado, durante largo tiempo, a hacer carrera eclesiástica en ese mundo en que la fama  se valoraba tanto como la vida.

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[1]      Fray Luis de León, De Joan de la Cassa, “Ardí y no solamente la verdura…”

[2]      Autobiografía 6.

[3]      Disfrutar el día, agarrarse con fuerza al día, al momento concreto, para vivirlo a fondo mientras se puede