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ROMERO 6

 

 

Monseñor Romero es mártir porque amó mucho a su pueblo. En una situación de guerra de poderosos contra débiles, nuestro arzobispo mártir se puso del lado de los débiles, de las víctimas, de todos aquellos que sufrían la brutal ley del más fuerte. Frente a la violencia de las armas predicaba la que él llamaba la violencia del perdón. Frente a la violencia del dinero y el capital convertidos en falsa divinidad, predicaba el compartir y la justicia social. Ante el poder del prepotente y de sus armas, oponía la fortaleza del servicio a los humildes y del amor cristiano. Y cuando cualquier tipo de organización quería ponerse por encima de los derechos y la dignidad de la persona, les recordaba que estaban cayendo en una verdadera idolatría. La única violencia que consideraba válida era la del amor, la de la fraternidad, la de quien quiere fundir el hierro de  las armas y convertirlas en instrumentos de trabajo.

Monseñor Romero es mártir porque era un hombre evangélicamente libre. Tenía la libertad valiente para anunciar y denunciar. Era un verdadero profeta que anunciaba la verdad sobre un Dios que es amor y que quiere que lleguemos a la perfección a través del amor construido sobre obras y respeto a la dignidad humana. Decía la verdad sobre los seres humanos recordándonos que somos hermanos y que nadie tiene el derecho a matar, lo ordene quien lo ordene. Y afirmaba la verdad sobre este mundo que es la casa de todos y debe por tanto compartir los beneficios de la creación sin marginar ni excluir a nadie. Un profeta con voz libre y potente, que recogía “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias” de la gente de su tiempo y se convertía para muchos en “voz de los que no tenían voz para defender sus derechos”.

Monseñor Romero es mártir porque supo resistir al mal con esa fortaleza que Dios da a los que derraman su sangre por el Evangelio. Resistía insultos, desprecios, calumnias y amenazas, porque sabía que Jesús de Nazaret había pasado por eso. Resistía el dolor de sentirse atacado permanentemente porque estaba consciente de que su pueblo estaba sufriendo todavía más. Y a él le atacaban porque defendía a su pueblo. Resistía las amenazas de muerte y el miedo a la misma, porque creía en la resurrección y sabía que su sangre sería semilla de resurrección en la vida de los salvadoreños. Dios le había dado el don de la fortaleza, la virtud de los mártires. Y por eso resistía en el amor a los pobres, porque sabía que de ellos, y de quienes se solidarizan con ellos, es el Reino de los cielos.

Romero es mártir porque su esperanza puesta en Dios le llevaba a confiar en los seres humanos. Esperaba en Dios y confiaba en la fuerza del Evangelio para construir un mundo más justo y fraterno. Sabía que los ataques a la Iglesia la embellecen cuando ésta defiende la verdad y el amor, cuando defiende a las víctimas del abuso de los poderosos, cuando anima y apoya a los pobres en su hambre y sed de justicia. Con su palabra poderosa decía textualmente: La Iglesia “se parece  a esas rocas del mar que cuanto más las embaten las olas, las embellecen con chorreras de perlas”. Y por eso se gloriaba de esta Iglesia salvadoreña que ha sufrido la persecución y que ha “mezclado su sangre de sacerdotes, de catequistas y de comunidades con las masacres del pueblo”.

Profeta de justicia, padre de los pobres, defensor de los derechos humanos, voz de quienes no tienen voz para defender sus derechos, nuestro San Romero de América murió como los grandes profetas, cerca del altar. Se convirtió así en uno más de esos grandes testigos de la resurrección que marcan el camino del cristiano: Frente a una economía que mata, solidaridad y justicia social. Frente a la guerra de los poderosos contra los débiles, defensa de los Derechos Humanos. Frente a la exclusión, la indiferencia y el olvido de nuestros hermanos sufrientes, presencia constante de un amor intensamente activo en defensa de la dignidad humana. Se cumplen hoy en él aquellas palabras que él mismo dijo de tanta víctima inocente que quedó en la impunidad: “Los mártires, los héroes de las grandes batallas de la tierra, si han puesto su confianza en Dios, vencerán, aun cuando aparentemente no haya más que una muerte silenciosa en el dolor y la ignominia”. Monseñor Óscar Arnulfo Romero, hoy estamos celebrando contigo tu victoria. Has vencido sobre tus perseguidores. Y con tu victoria brilla también el triunfo de todos los mártires de El Salvador.

José María Tojeira, S.J.

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