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ROMERO 2

Fragmentos de un artículo sobre la beatificación de Romero en el 2015, adaptados a la actualidad.

 

En una entrevista periodística Mons. Romero decía entre otras cosas, “si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Algunos comentaristas y algunas biografías negaron la autenticidad de la frase. Pero quien estuvo más cerca de Mons. Romero, el sacerdote Ricardo Urioste, que fue su vicario general durante los tres años de gobierno del arzobispo, aseguraba que era perfectamente posible que mons. Romero hubiera pronunciado esas palabras. La gran confianza que el hoy beato tenía en el pueblo salvadoreño, y la fe radicalmente evangélica que sabe que la vida entregada como semilla fructifica en los demás aseguran que el modo de pensar de Mons. Romero era absolutamente coherente con la frase transcrita por el periodista mexicano. Treinta y seis años después podemos hacer una reflexión sobre el significado de esa frase. Ciertamente esa afirmación de Romero continúa vigente. En la ceremonia de la beatificación celebrada el 23 de Mayo de 2015 se calcula que estuvieron presentes 300 000 personas. Cuando se anunció el día del décimo aniversario de su muerte que se iniciaba el proceso diocesano de canonización, estábamos en la catedral de San Salvador un máximo de tres mil personas. Era todavía tiempo de guerra civil, y el peso del partido ARENA, fundado por el autor intelectual del asesinato del arzobispo, era impresionante. El Gobierno, la Corte Suprema, la mayoría en la Asamblea Legislativa y los medios de comunicación más importantes estaban en manos de una derecha política que consideraba a Mons. Romero como un obstáculo para su afán de monopolio de la verdad. Las acusaciones sobre el supuesto compromiso político revolucionario de Mons. Romero estaban presentes incluso en las voces de algunos obispos salvadoreños. Veinticinco años después del anuncio de Mons Rivera se llega al fin a la ceremonia de la beatificación y aproximadamente 300.000 personas, un 5% de la población total del país acudía a la Misa al aire libre.

La figura de Romero, por la potencia de su voz comprometida con la justicia y con la paz, se había hecho cada vez más conocida y admirada a nivel internacional. En esta tierra americana, en la que tantas veces los opciones políticas iban teñidas de violencia, la opción preferencial por los pobres de Mons. Romero fue asumida desde la fuerza de la palabra, desde la conciencia cristiana y evangélica de la radical igualdad en dignidad de las personas y desde un estilo personal de cercanía humana y solidaria para con los más humildes y sencillos. Sobraron incomprensiones y ataques desde el primer momento. Pero la resistencia de este arzobispo en la verdad y en la defensa de las víctimas se fue imponiendo sobre traiciones y denuncias, críticas y resistencias. Frente a la persecución y el asesinato de sacerdotes y laicos que se apoyaban en el mensaje del pastor, surgieron también, a nivel internacional, diferentes formas de solidaridad. Doctorados honoris causa, presentación de su candidatura al premio Nobel de la Paz, visitas solidarias fueron haciéndose cada vez más frecuentes. Cincuenta días antes de su muerte, al recibir un doctorado honoris causa en Lovaina, Mons Romero expresaba la situación conflictiva de El Salvador y el fundamento cristiano de una opción por los pobres que tenía indudables repercusiones políticas: “Entre nosotros siguen siendo verdad las terribles palabras de los profetas de Israel. Existen entre nosotros los que venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; los que amontonan violencia y despojo en sus palacios; los que aplastan a los pobres; los que hacen que se acerque un reino de violencia, acostados en camas de marfil; los que juntan casa con casa y anexionan campo a campo hasta ocupar todo el sitio y quedarse solos en el país. En esta situación conflictiva y antagónica, en que unos pocos controlan el poder económico y político la Iglesia se ha puesto del lado de los pobres y ha asumido su defensa. No puede ser de otra manera, pues recuerda a aquel Jesús que se compadecía de las muchedumbres. Por defender al pobre ha entrado en grave conflicto con los poderosos de las oligarquías económicas y los poderes políticos y militares del estado”. Estas palabras eran ya antesala de su martirio y de su resurrección en el pueblo.

Los antiguos cristianos, desde la propia fe, tenían muy clara la fuerza del testimonio hasta la muerte. Las palabras de San Juan Crisóstomo sobre el martirio pueden todavía hoy aplicarse a Mons. Romero: “En la guerra, caer el combatiente es la derrota; entre nosotros, eso es la victoria. Nosotros no vencemos jamás haciendo el mal, sino sufriéndolo. Y la victoria es justamente más brillante, pues sufriéndolo podemos más que quienes lo hacen. Con ello se demuestra que la victoria es de Dios, pues es una victoria contraria a la del mundo. Y esa es la mejor prueba de fuerza”.

Otro Padre de la Iglesia, San Basilio, decía lo siguiente comentando el triunfo de los mártires: “Antes ciertamente la muerte de los santos se apreciaba con el llanto y con las lágrimas… ahora en cambio nos alegramos en la muerte de los santos. Pues la naturaleza de los tristes , ha sido cambiada después de la cruz”. Y efectivamente, el dolor surgido ante la muerte violenta e injusta de Mons. Romero se ha ido convirtiendo en estos 38 años en fiesta y alegría por el triunfo del que amó como Jesús hasta dar la vida por los demás. En el caso de Mons. Romero, además, se da para muchos que lo conocieron o que han reflexionado sobre su vida, la convicción de que es una especie de nueva presencia de Cristo en la historia de nuestros días. El P. Ignacio Ellacuría, que encabeza junto con Romero, Rutilio y otros la lista que la Conferencia Episcopal de El Salvador envió a Roma cuando Juan Pablo II, en torno a las festividades del segundo milenio, pidió a todas las Iglesias una lista de mártires del s. XX, decía con frecuencia que “con Mons. Romero pasó Dios por el Salvador”. En toda santidad, por supuesto se ve un reflejo de la bondad y la fuerza de Dios. Pero pocos santos han llegado a ser considerados, incluso durante su vida, como “copias” actualizadas de la persona de Jesús. En la historia de la Iglesia un caso connotado de ello es el de San Francisco de Asís. Muchos de sus coetáneos lo consideraron como una nueva presencia del Señor. Pues bien, con Monseñor Romero pasó algo de eso. Sobre todo después de su muerte, mucha gente de todo tipo y nivel, comenzó a sentir que el recuerdo del santo le daba fuerza, resistencia, capacidad de resiliencia ante persecuciones y desventuras. Gente sencilla vinculaba la fortaleza que le daba el recuerdo de Romero con la experiencia de los apóstoles de la resurrección de Jesús. Sentían que el obispo no había muerto y que se había unido de nuevo, y de un modo más intenso tras su muerte, a la vida resucitada y llena de fuerza del Señor Jesús. Y desde esa vida, comunicaba también vida y fortaleza para enfrentar el diario quehacer y la responsabilidad cristiana.

Habiendo tanta muerte martirial, los parientes, amigos y personas de buena voluntad que sospechaban la dificultad de recordar como mártires a tanta gente asesinada, volcaron en el recuerdo de Mon. Romero tanto el recuerdo del sufrimiento como la esperanza de resurrección. Resucitar en el pueblo salvadoreño se torna así en una resurrección vicaria de tanta víctima que como dice el Apocalipsis, incluso desde el Reino de Dios continúa pidiendo justicia: “Dominador Santo y Justo ¿hasta cuándo estarás sin hacer justicia y pedir cuentas por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?” (Apoc. 6, 10). La canonización de Mons. Romero es un paso más de esta resurrección en el pueblo salvadoreño y en todos los seres humanos de buena voluntad.

José María Tojeira, S.J.

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