Desde tiempos inmemoriales los viajeros, exploradores y sabios experimentados aprendieron a mirar al cielo para orientarse. Con las posiciones de las estrellas y las constelaciones se situaban en los recónditos caminos y en la inmensidad de los mares y océanos. Y con ellas preparaban sus tiempos de viaje y llegadas a sus destinos. Era una experiencia que se compartía y se dialogaba al calor del fuego.
Miraban al cielo y no se sentían solos. En los movimientos estelares sentían la acción de lo divino. La protección, consuelo y ayuda de ese más allá que no podían tocar. Las estrellas eran mensajeras y faros fe en la oscuridad interior de cada uno. Símbolos de un conocimiento esperanzador e iluminador, escondido en la profundidad de esa noche por la que todos caminamos.
La tradición de los Reyes Magos se enraiza con esa vinculación estelar de la humanidad. Los magos se dejaron llevar hasta Jesús por una estrella, buscando la gran verdad o el sentido último de todo. Exploraban respuestas a un misterio todavía por resolver. Y la estrella, esa famosa estrella de Belén, fue solo el comienzo de su peregrinación.
Ahora ya no miramos tanto al cielo. Y a las estrellas no les damos tanto valor. Pero algo de su trascendencia simbólica sigue en nuestras vidas… quizá a través de un buen libro. Porque como pequeñas estrellas escritas, los libros pueden iluminar, reconfortar y guiar nuestro viaje hacia esa nueva historia sorprendente que lo cambiará todo.
Fuente: Grupo de Comunicación Loyola