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En 1954 Winston Churchill, por entonces primer ministro británico, cumplía 80 años. Y con motivo de la efeméride, el Parlamento británico quiso hacerle entrega de un regalo que estuviese a la altura del homenajeado: un cuadro realizado por el popular pintor Graham Sutherland, que inmortalizara a una de las figuras clave de la política británica. Pero aquella obra, que muchos consideran una joya de arte perdida, fue quemada por el propio Churchill por verse frágil, encorvado y rematadamente patético sobre aquel lienzo… Nada con lo que él pudiese identificarse, a pesar de su edad. Sin embargo, la realidad se impone y definitivamente aquel cuadro reflejaba la decrepitud del joven que fue. Veía decadencia porque había decadencia; veía fragilidad porque también la había. Ninguna de las cosas que aparecían en aquel cuadro eran ajenas al Churchill de carne y hueso, a pesar de sus muchas resistencias.

Este hecho histórico, que relata magistralmente The Crown, la conocida serie de Netflix sobre la vida de la reina Isabel II, me recordaba hoy algo profundo de lo que celebramos en Navidad. Porque resulta que Dios se hizo carne y, en hacerlo, nos dice que está dispuesto a asumir la fragilidad y debilidad del niño… y del anciano. Dios quiere ser vulnerable, tanto como cualquiera de nosotros. Mientras nos preocupamos por luchar incansablemente contra los signos de la edad, Él quiere anclarse en el espacio y en el tiempo. Dios no tiene miedo a crecer, a asumir los cambios del adolescente, las incertidumbres del joven, la crisis de los 40 y la soledad del anciano. Por eso, en estas Navidades, Dios ha nacido en esos adolescentes que este año han descubierto el significado de la palabra amor, en esos jóvenes a los que les llega el tiempo de hacerse las preguntas importantes de su vida, en ese adulto que rinde cuentas con su pasado para proyectarse en un futuro mejor, o en ese rostro por el que surcan ahora las primeras arrugas. Dios no quiere ser ajeno a ninguna de esas cosas, por temibles que nos resulten.

Quizás nadie haga un retrato de nosotros cuando seamos viejos, pero nos basta con mirarnos al espejo. Tal vez queramos actuar como Churchill y enfurecernos por lo que vemos, lamentarnos porque el espejo está trucado y somos incapaces de identificarnos con la imagen que nos devuelve, con la persona a la que vemos. O quizás, en este 2020, podamos probar a hacer algo distinto e intentar encontrar, al mirarnos al espejo, el signo de que Dios ha nacido y está ya con nosotros.

José Luis Olea, S.J.

Fuente: Pastoral SJ