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Óscar Meléndez Ramírez
06/10/2020

Octubre de 1988. Una madre mira dentro de un ataúd. Ahí está su hijo asesinado. Otros tres jóvenes murieron con él cuando regresaban hacia sus casas en Apopa, al norte de San Salvador. El rostro de la mujer transmite cansancio, incertidumbre, dolor. Con su mano sostiene la tapadera del ataúd. Mira a su hijo, pero, por lo que refleja su rostro, no termina de entender qué hace ahí adentro. Las otras personas que están alrededor del féretro y de ella tienen la misma expresión, son una réplica de ella, son la multiplicación de muchos rostros en un país sumido en una guerra. El fotógrafo neoyorquino Adam Kufeld capturó aquella imagen, como tantas otras más, que retrata una década de crisis y de profunda deshumanización. 

Era el año 1988. Al río de sangre se le sumaba una gran cantidad de problemas estructurales que configuraban una realidad predominantemente violenta. Además de los combates, los cañonazos y las balas, la violencia se manifestaba de otras formas. Las campañas de señalamientos, calumnias y difamaciones contra la oposición política y los sectores democráticos que proponían salidas alternas a la guerra, o que eran críticos del régimen autoritario, estaban a la orden del día a través de los medios de comunicación, privados y oficiales, que controlaba la clase dominante. Algunas veces también aparecían panfletos con amenazas, firmados por bandas paramilitares, que en muchas ocasiones precedían a desapariciones, asesinatos o masacres. 

Ese mismo año, una encuesta del Instituto Universitario de Opinión Pública de la UCA reveló que la mayor preocupación del 54.1% de la población era la guerra y la violencia político-militar, seguidas de la crisis económica, el costo de la vida, el desempleo y la falta de puestos de trabajo. También en 1988 Nacho Martín-Baró publicó un artículo en el que analizaba el trauma psicosocial en El Salvador debido a la violencia y a la guerra. Para Martín-Baró, frente a la “incipiente democracia” de la que hablaba el Gobierno norteamericano, la realidad salvadoreña estaba marcada por la polarización social, la mentira institucionalizada y la violencia, con la consecuente militarización del país y de las mentes de los salvadoreños y las salvadoreñas. Estas eran las características que definían a El Salvador en guerra desde una perspectiva psicosocial. 

La mentira institucionalizada, según Martín-Baró, es el “ocultamiento sistemático de la realidad”, que adopta diversas modalidades. Negar, distorsionar, falsear o inventar hechos es una de las dimensiones de la mentira institucionalizada. Lo anterior conduce a la invención de una “historia oficial”, que pretende imponer una verdad desde la racionalidad estatal. En esta imposición de la mentira juega un papel central el aparato de propaganda, que difunde la historia oficial, con intensidad y agresividad, a través de diversos medios de comunicación creados o financiados para tal fin.

Desde esta perspectiva, la mentira institucionalizada no puede ser criticada, pues el mismo aparato de propaganda se encarga de crear un “círculo de silencio”, cuando no de directo ataque, contra quienes intentan desenmascarar la historia oficial. De ahí que, en el contexto de la guerra, denunciar esta mentira se consideraba una actividad “subversiva”. Y en realidad lo era —decía Martín-Baró—, pues subvertía “el orden de mentira establecido”. El jesuita también relacionaba la creación y la difusión de la mentira institucionalizada con la corrupción, en tanto que los funcionarios se aprovechaban de los recursos públicos y en sus discursos sostenían lo contrario. 

Treinta y dos años nos separan de aquella fotografía, de aquella encuesta y de aquel artículo. La realidad actual no parece muy diferente. Desde los estrados de los paraninfos oficialistas se pretende crear una realidad del todo ajena a la que vive el salvadoreño y la salvadoreña en el día a día. La mentira institucionalizada, la nula transparencia, la corrupción, el desprecio hacia las víctimas y hacia quienes sobreviven con lo mínimo continúan configurando un escenario cada vez más preocupante. El impacto de la guerra y la posguerra sigue hoy vigente. Ahora se pretende crear una “nueva historia”, evadiendo todo tipo de responsabilidad de aquella herencia y de los errores y fracasos propios. 

La mentira institucionalizada se sigue disfrazando de verdad oficial. Otra arista de la mentira es la manipulación por el miedo a través del discurso oficial violento. La filósofa española Victoria Camps, en El gobierno de las emociones, nos recuerda que la “manipulación política por el miedo es fácil”. “Los grupos políticos no dudan —sostiene la autora— en infundir miedo para lograr sus fines”. Citando al intelectual esloveno Slavoj Žižek, Camps añade que “el miedo tiene un aliado fundamental en el lenguaje”. “Al lenguaje hay que atribuirle una importante dosis de la violencia que divide a los humanos”, dice la autora. En general, pues, la mentira y el miedo, armas del mismo calibre, son aprovechadas para manipular políticamente. De este modo, se crean mecanismos de distracción para evitar que se piense en lo que en verdad importa. 

En el actual contexto nacional de crisis por coronavirus, esta “historia oficial” promotora de incertidumbre, miedo y mentira institucionalizada ha sido incrementada por estadísticas y cercos sanitarios que han sido lo menos fiables y transparentes posibles. Sin embargo, han sido aprovechados para pedir dinero y utilizarlo sin ninguna transparencia, pero también para infundir terror. Recientemente, Amnistía Internacional ha colocado a El Salvador en la no muy cómoda posición de violador de los derechos humanos por la gestión de la pandemia, muy cerca de dictaduras de manifiesta corrupción y violación sistemática de los derechos de las personas. 

Si amplios sectores de la sociedad continúan denunciando, pacífica y democráticamente, los problemas estructurales que aquejan a la mayoría de la población, el peso de la realidad superará a la mentira institucionalizada que pretende universalizarse como verdad. El papel del periodismo crítico, por ejemplo, es fundamental en la derrota de la mentira institucionalizada y de sus distintas dimensiones. Insistir en el diálogo político también es parte de esa lucha pacífica. A todo ello estamos llamados los que creemos en la construcción de una democracia que promueva la igual dignidad de las personas. Los revanchismos pueriles solo nos conducirán a profundizar los problemas estructurales causantes de tantas formas de violencia. 


* Óscar Meléndez Ramírez, investigador y jefe de Acervos Históricos de la Biblioteca “P. Florentino Idoate, S.J.”

Fuente: UCA El Salvador

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