Estoy segura de que alguna vez has escuchado la expresión del «sueño de Dios para cada uno». Honestamente, a mí siempre me ha costado un poco desgranar qué puede significar en mi vida, es decir, descubrir cuál es.
En el Evangelio se habla de personas que lo dejaron todo para seguir a Jesús. Y yo te pregunto: ¿Cuál es ese sueño por el que dejarías todo lo demás, todos los sucedáneos? ¿Cómo conocerlo? ¿Cuánto tiempo dedicas a descubrirlo? ¿El rato de la mañana, de la tarde, de la noche? ¿El rato que te sobra al final del día? Como ves, es una pregunta que entraña más preguntas.
A medida que he ido creciendo me he ido dando cuenta de que la respuesta siempre ha estado en mis anhelos y deseos más profundos. Y es que, la vida tiene diversas dimensiones que no son compartimentos estancos. A todas ellas las une una misma pregunta, que mueve a cada uno hacia delante. Esa pregunta cambia de persona a persona y reside en el fondo de nuestro ser. Algunos la conocen desde que son pequeños y otros tardan una vida entera en conocerla. Es una pregunta que es, al mismo tiempo, una invitación, un misterio que encierra más misterio y un salto al vacío. Ser valientes para descubrir cuál es esa pregunta y, a la vez, ir respondiéndola a lo largo de la vida es lo más temible y, a la vez, lo mejor que hay.
La mía empezó siendo «¿y tú, Señor, qué sueñas para mí?». Hoy ha cambiado, o más bien, he ido avanzando hacia la respuesta y han ido apareciendo otras que me rondan a día de hoy. Lo que no ha cambiado (ni deseo que cambie) es que es el Señor quien define mis deseos, mis dudas, mis miedos, mis búsquedas y todos mis cómos. Esa fue la respuesta a esa primera pregunta.
Un buen maestro no es el que te da todas las respuestas, sino el que te enseña a descubrirlas. Si no fuera así, nos perderíamos todo el camino: la incertidumbre y las dudas por supuesto, pero también, la esperanza, la confianza en que nos encontraremos y toda la alegría que conlleva saber que estás avanzando, igual no por un camino recto, pero sí por el tuyo. Cada giro, cada recoveco, me ha ido acercando más a Él.
Y yo, de nuevo, te pregunto: ¿De qué serviría que el camino fuera recto? ¿Qué aprenderíamos si no arriesgáramos, si no nos equivocáramos, si no empezásemos de nuevo?
Tengo claro que cometeré errores, me iré por el camino que no es y sólo me daré cuenta cuando no vea a Dios al final, aunque recorrerlo me haya llevado años. Si no le veo, no le siento, ahí no es. Al final, sólo espero haberle visto en cada giro del camino.
No se trata de hacer este camino a tontas y a locas. Se trata de ir diciendo síes pequeñitos en cada paso, sabiendo que, lo que creíamos que era una línea recta, era un renglón torcido que nos acabará llevando a lo que realmente deseábamos.Ana Rueda Legorburo
Fuente: Pastoral SJ