El 2 de febrero, día de la Presentación del Señor en el Templo, se celebra en la Iglesia el Día de la Vida Consagrada. Una jornada para orar por todas las familias religiosas, que comparten una misma consagración a través de sus votos de pobreza, castidad y obediencia. Son cientos de miles de mujeres y hombres en todo el mundo. Comunidades que se pueden encontrar en todos los continentes y en todos los contextos. Con una misma misión –colaborar en la construcción del Reino de Dios– y muy diferentes carismas: la educación, la oración, la espiritualidad, el servicio de la palabra, la atención a los presos, el acompañamiento de las prostitutas, la atención a los últimos…
Son tiempos de cambio en general en nuestro mundo y nuestra Iglesia. También en la vida religiosa y consagrada, al menos en Occidente. Lejos quedan las décadas centrales del siglo XX en que miles de jóvenes, cada año, entraban en las congregaciones, en una sociedad más católica y en una época donde las instituciones en las que entraban eran hervideros de actividad. Hay quien quiere explicar la disminución repartiendo culpas (fustigando al Vaticano II y sus cambios mayormente). Pero eso son explicaciones que olvidan el cambio global, en la Iglesia en conjunto. La secularización. El descrédito de las instituciones (no solo religiosas). La fragmentación. La pérdida del largo plazo en los horizontes vitales (¿quién puede decir hoy para siempre?). La falta de valoración de compromisos que implican renuncia, en la era de la búsqueda de la realización personal. El aumento de las familias de hijos únicos. El miedo. El envejecimiento de las congregaciones, que a veces pesa como una losa sobre las generaciones más jóvenes.
Podríamos quedarnos en ese vaso medio vacío. Pero ¿no es este también un tiempo de oportunidad? La vida religiosa que salga del siglo XXI será muy distinta a la que entró en él. Es tiempo de repensar, refundar. Es tiempo de volver a preguntarse por lo esencial –que no es lo que hacemos (que hoy hacemos con otros muchos, gracias a Dios), sino lo que somos–. Es tiempo de afrontar, con honestidad, nuestras propias contradicciones, aunque por el camino tengamos que discutir mucho. Es tiempo de escuchar mucho más a quien mira al futuro (con esperanzas y temores) que a quien está anclado en el pasado (con nostalgia a veces estéril). La vida consagrada es hoy un susurro profético que dice que se puede poner a Dios en el centro de la vida y convertirlo en la referencia fundamental. Que puede ser nuestra riqueza, nuestra pasión y nuestro destino común. Que se puede pertenecer a una comunidad de gente muy diversa, porque lo que nos une no son ideologías, caracteres o formas de pensar, sino la conciencia de querer seguir al mismo Señor. Que la amistad en el Señor es una manera muy profunda de amar en este mundo de soledades e individualismo. Y, si todo eso es verdad, y Dios sigue llamando, el futuro es tiempo de esperanza. A su modo.
José María Rodríguez Olaizola, sj
Fuente: Pastoral SJ