Alguna vez leí que lo que solemos entender por madurez es, en el fondo, un proceso de resignada sensatez. Algo así como que nos vamos adaptando a una especie de patrón social impuesto a medida que, según pasan los años, vamos renunciando a esos grandes ideales y convicciones de nuestra adolescencia y juventud. Viendo los acontecimientos sociales y políticos que estos últimos meses de pandemia han desencadenado, me pregunto ¿será que este mismo proceso es el que vive una sociedad? ¿será que nuestra sociedad admite y acepta resignadamente la realidad actual por su alto grado de madurez y progreso? Quizás sí y, entonces, el problema es que soy yo el que no termina de madurar al percibir lo que sucede como una derrota y un síntoma de mediocridad.
No lo sé… lo cierto es que me cuesta aceptar la mentira como algo normal y me niego a aceptar eso de que «Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad». Y no es porque en el colegio me enseñasen los diez mandamientos y me asusten represalias divinas, ni porque tema un crecimiento desmesurado de mi nariz al estilo de Pinocho, sino porque estoy convencido de que la Verdad nos hace más libres y más humanos. Porque la mentira, el ocultar la verdad o el tergiversar los hechos de manera voluntaria buscando un beneficio o, simplemente, por dar razón de mis ideas preconcebidas, es un modo de vivir esclavo y de perder la dignidad.
Es preocupante el proceso social que se está dando a lo largo del tiempo ante la reiteración de mentiras: primero el descoloque e incredulidad inicial, luego pasa a ser un cabreo, después se mitiga hasta mera inquietud, y acaba dando paso a la resignada aceptación. Se llega así al punto en que ya no indigna que se nos mienta a la cara desde los micrófonos de prensa o en el parlamento, y que no haya ningún tipo de consecuencias por ello. ¡¡¡Peor!!! No es una impune repetición de mentiras, sino un embuste que es recompensado con las justificaciones de terceros con frases como: «es por el bien de todos», «otros en su lugar harían lo mismo», etc.
Y sigo preguntándome ¿será que es inevitable este proceso? ¿será que hace parte de la evolución de una sociedad occidental y moderna? ¿será una quimera seguir considerando la Verdad como un ideal y un valor indiscutible? No lo sé… Quizás acabe madurando yo también un día y termine renunciando a ese sueño de mi juventud de vivir con la verdad por delante. Quizás acepte que es una batalla perdida y se apague en mí el grito de indignación que acostumbra subirme a los labios. Quizás acabe descubriendo que, en esta tierra, resulta más útil y rentable apostar por la mentira porque con la verdad no se puede llegar a ninguna parte. Quizás termine por entender que, aunque «se pille antes a un mentiroso que a un cojo», merece la pena ser mentiroso para progresar en la vida. Quizás claudique abandonando la bandera de la Verdad por otras más exitosas y útiles que utilizan algunos cretinos.
Sea como sea, si ya me toca madurar y es el momento de comenzar a engañarme –por mi propio bien, por supuesto– confío en que cuando pare a mirarme por dentro, lo que grite sea la angustia de hallarme vacío de ideales y de dignidad. Eso sí, con una madurez del tamaño de mi nariz de madera.
Fuente: Pastoral SJ