Miércoles, 21. Diciembre 2011 NATIVIDAD DEL SEÑOR /B
EN UN PESEBRE
Autor: José A. Pagola.
Según el relato de Lucas, es el mensaje del Ángel a los pastores el que nos ofrece las claves para leer desde la fe el misterio que se encierra en un niño nacido en extrañas circunstancias en las afueras de Belén.
Es de noche. Una claridad desconocida ilumina las tinieblas que cubren Belén. La luz no desciende sobre el lugar donde se encuentra el niño, sino que envuelve a los pastores que escuchan el mensaje. El niño queda oculto en la oscuridad, en un lugar desconocido. Es necesario hacer un esfuerzo para descubrirlo.
Estas son las primeras palabras que hemos de escuchar: «No tengáis miedo. Os traigo la Buena Noticia: la alegría grande para todo el pueblo». Es algo muy grande lo que ha sucedido. Todos tenemos motivo para alegrarnos. Ese niño no es de María y José. Nos ha nacido a todos. No es solo de unos privilegiados. Es para toda la gente.
Los cristianos no hemos de acaparar estas fiestas. Jesús es de quienes lo siguen con fe y de quienes lo han olvidado, de quienes confían en Dios y de los que dudan de todo. Nadie está solo frente a sus miedos. Nadie está solo en su soledad. Hay Alguien que piensa en nosotros.
Así lo proclama el mensajero: «Hoy os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor». No es el hijo del emperador Augusto, dominador del mundo, celebrado como salvador y portador de la paz gracias al poder de sus legiones. El nacimiento de un poderoso no es buena noticia en un mundo donde los débiles son víctima de toda clase de abusos.
Este niño nace en un pueblo sometido al Imperio. No tiene ciudadanía romana. Nadie espera en Roma su nacimiento.
Pero es el Salvador que necesitamos. No estará al servicio de ningún César. No trabajará para ningún imperio. Solo buscará el reino de Dios y su justicia. Vivirá para hacer la vida más humana. En él encontrará este mundo injusto la salvación de Dios.
¿Dónde está este niño? ¿Cómo lo podemos reconocer? Así dice el mensajero: «Aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». El niño ha nacido como un excluido. Sus padres no le han podido encontrar un lugar acogedor. Su madre lo ha dado a luz sin ayuda de nadie. Ella misma se ha valido, como ha podido, para envolverlo en pañales y acostarlo en un pesebre.
En este pesebre comienza Dios su aventura entre los hombres. No lo encontraremos en los poderosos sino en los débiles.
No está en lo grande y espectacular sino en lo pobre y pequeño. Hemos de escuchar el mensaje: vayamos a Belén; volvamos a las raíces de nuestra fe. Busquemos a Dios donde se ha encarnado.
LA NOSTALGIA DE LA NAVIDAD
La Navidad es una fiesta llena de nostalgia. Se canta la paz, pero no sabemos construirla. Nos deseamos felicidad, pero cada vez parece más difícil ser feliz. Nos compramos mutuamente regalos, pero lo que necesitamos es ternura y afecto. Cantamos a un niño Dios, pero en nuestros corazones se apaga la fe. La vida no es como quisiéramos, pero no sabemos hacerla mejor.
No es sólo un sentimiento de Navidad. La vida entera está transida de nostalgia. Nada llena enteramente nuestros deseos. No hay riqueza que pueda proporcionar paz total. No hay amor que responda plenamente a los deseos más hondos. No hay profesión que pueda satisfacer del todo nuestras aspiraciones. No es posible ser amados por todos.
La nostalgia puede tener efectos muy positivos. Nos permite descubrir que nuestros deseos van más allá de lo que hoy podemos poseer o disfrutar. Nos ayuda a mantener abierto el horizonte de nuestra existencia a algo más grande y pleno que todo lo que conocemos. Al mismo tiempo, nos enseña a no pedir a la vida lo que no nos pueda dar, a no esperar de las relaciones lo que no nos pueden proporcionar. La nostalgia no nos deja vivir encadenados sólo a este mundo.
Es fácil vivir ahogando el deseo de infinito que late en nuestro ser. Nos encerramos en una coraza que nos hace insensibles a lo que puede haber más allá de lo que vemos y tocamos. La fiesta de la Navidad, vivida desde la nostalgia, crea un clima diferente: estos días se capta mejor la necesidad de hogar y seguridad. A poco que uno entre en contacto con su corazón, intuye que el misterio de Dios es nuestro destino último.
Si uno es creyente, la fe le invita estos días a descubrir ese misterio, no en un país extraño e inaccesible, sino en un niño recién nacido. Así de simple y de increíble. Hemos de acercarnos a Dios como nos acercamos a un niño: de manera suave y sin ruidos; sin discursos solemnes, con palabras sencillas nacidas del corazón. Nos encontramos con Dios cuando le abrimos lo mejor que hay en nosotros.
A pesar del tono frívolo y superficial que se crea en nuestra sociedad, la Navidad puede acercar a Dios. Al menos, si la vivimos con fe sencilla y corazón limpio.
ALEGRIA PARA EL PUEBLO
Hay cosas que sólo la gente sencilla sabe captar. Verdades que sólo el pueblo es capaz de intuir. Alegrías que solamente los pobres pueden disfrutar.
Así es el nacimiento del Salvador en Belén. La gran alegría para todo el pueblo. No algo para ricos y gente pudiente. Un acontecimiento que sólo los cultos y sabios puedan entender. Algo reservado a minorías selectas. Es un acontecimiento popular. Una alegría para todo el pueblo.
Más aún. Son unos pobres pastores, considerados en la sociedad judía como gente poco honrada, marginados por muchos como pecadores, los únicos que están despiertos para escuchar la noticia.
Hoy también es así, aunque, con frecuencia, las clases más pobres y marginadas hayan quedado muy distantes de nuestra Iglesia.
Dios es gratuito, y es acogido más fácilmente por el pueblo pobre que por aquéllos que piensan poder adquirirlo todo con dinero.
Dios es sencillo, y está más cerca del pueblo sencillo y simple que de aquéllos cuyas energías, esfuerzos y trabajos están obsesivamente dirigidos a tener siempre más.
Dios es bueno, y le entienden mejor los que saben quererse como hermanos que aquéllos que viven egoístamente, tratando de estrujarle a la vida toda clase de felicidad.
Hoy sigue siendo verdad lo que insinúa el relato de la primera Navidad. Los pobres tienen un corazón más abierto al evangelio que aquellos que viven satisfechos. Su corazón encierra una «sensibilidad hacia el evangelio» que en los ricos ha quedado, con frecuencia, como atrofiada.
Tienen razón los místicos cuando nos dicen que para acoger a Dios es necesario «vaciarnos», «despojarnos» y «volvernos pobres».
Mientras vivamos buscando únicamente la satisfacción de todos nuestros deseos, ajenos al sufrimiento ajeno, conoceremos distintos grados de excitación, pero no la alegría que se anuncia a los pastores de Belén.
Mientras sigamos alentando nuestros deseos de posesión, no se podrá cantar entre nosotros la paz que se entonó en Belén: «La idea de que se puede fomentar la paz mientras se alientan los esfuerzos de posesión y lucro es una ilusión».
Tendremos cada vez más cosas para disfrutar, pero no llenarán nuestro vacío interior, nuestro aburrimiento y soledad. Alcanzaremos logros cada vez más notables, pero crecerá entre nosotros la rivalidad, el antagonismo y la lucha despiadada.