La destrucción de la estatua de tamaño natural del fundador de Arena, ordenada por el presidente, no ha suscitado ninguna reacción entre su militancia. En uno de sus arranques típicos, Bukele anunció que fundiría la estatua para convertirla en tapaderas de alcantarilla. ¿Quién habría imaginado hace tan solo unos años que semejante afrenta al mayor quedaría sin respuesta? El agobio de la deuda electoral y del embargo de las propiedades no explica la indiferencia de Arena. En sus tiempos de esplendor, por mucho menos, su dirigencia y sus frentes agropecuarios, femeninos y anticomunistas, indignados e iracundos, insultaron, dinamitaron y soltaron a sus escuadrones de la muerte. La apropiación del “Patria sí, comunismo no” ensoberbeció a Arena, que asumió como deber patriótico eliminar a la oposición: “El Salvador será la tumba donde los rojos terminarán”. Hoy, nadie ha levantado la voz ni el puño cerrado para defender al fundador del partido.
El veredicto presidencial que manda destruir la estatua del mayor recuerda la historia de otra estatua, recogida en el libro de Daniel. Nabucodonosor, rey del extenso y poderoso imperio babilónico, tuvo un sueño perturbador, que solo Daniel pudo interpretar. El rey soñó con una estatua enorme y radiante, cuya cabeza era de oro, los brazos y el pecho de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas y los pies de hierro mezclado con barro. La estatua refulgía y la combinación de metales la hacía parecer invencible. De repente, sin intervención humana, una piedra se desprendió y golpeó los pies de la estatua, que se desplomó al suelo, sin dejar rastro. El mensaje es claro: muchos se levantan desde el anonimato y alcanzan el poder y la gloria, pero luego caen sin dejar señales de su paso. “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (St 4,6).
El soberbio anhela dejar huella para la posteridad. Ansía que lo recuerden como el gran benefactor. En ese afán, hace girar el quehacer a su alrededor y promueve el culto a su figura. Sus obras no buscan aliviar necesidades y sufrimientos, sino la admiración y la alabanza. Mas no sabe que esa actuación pone en grave peligro aquello que más desea: ser recordado y apreciado. En el momento menos insospechado, la piedra se desprende y el monumento se desploma sin dejar rastro. Si en lugar de centrarse en sí mismo se consagrara a liberar a las mayorías de su miseria, entonces sería grande. Mons. Romero y los mártires de la Iglesia salvadoreña fueron asesinados por los escuadrones de la muerte del Ejército y de la oligarquía para borrarlos de la faz de la tierra. Pero, en vez de pasar, se han erigido en referentes de la verdad, de la justicia y del amor al pueblo.
El orgullo pierde al soberbio. Está tan seguro de sí mismo que no atiende a razones. Impone su voluntad como ley universal. La arrogancia lo ciega de tal manera que, más pronto que tarde, cae víctima de la insensatez. Entonces, se derrumba como la estatua del sueño de Nabucodonosor, cuyo hijo vio aterrorizado cómo, en medio de un gran festín, una mano misteriosa escribió en la pared: “Dios ha contado los días de tu reinado y ha señalado un límite”. Asimismo, la estatua del mayor, que se creía poderosa, ha sido sentenciada. El culto de sus fieles no ha bastado para librarla de la caída estrepitosa.
Los Bukele y su círculo no se comportan de modo diferente que el mayor y sus seguidores de Arena. Están convencidos de estar en posesión de la verdad y del futuro, lo cual los habilitaría para imponer sus deseos. Cabe, sin embargo, apuntar una diferencia. Mientras el mayor decía defender al país del comunismo internacional, los Bukele dicen que como “la tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo” (GN 1,2), han decidido crearla de nuevo. Algo nunca visto. No habría habido nadie como ellos, ni lo habrá, pues piensan haber llegado para quedarse, al igual que el mayor y los suyos.
La gran debilidad del soberbio es la prepotencia y el autoritarismo, que lo ciegan de tal manera que no tiene capacidad para rectificar. Camina en la oscuridad, enceguecido por un poder que, por su naturaleza, es pasajero. Se siente poderoso y eterno. El mayor y sus seguidores más furibundos nunca pensaron que pasarían y caerían en el olvido. Sus discursos rabiosos y amenazadores se los llevó el viento. De sus obras y de las de sus seguidores no quedan más que calamidades, incluido el régimen de los Bukele. La vanidad suele pasar relativamente pronto. Aun cuando la estatua del mayor no acabara en el horno, como tampoco la escultura monumental del parque escultórico dedicado a la reconciliación, también condenada a la fundición, el régimen de Buele pasará. Cuestión abierta es cuánta destrucción dejará a su paso.
Fuente: Noticias UCA El Salvador