La actividad política requiere de sus practicantes una gran capacidad para sobrellevar con entereza las críticas, la diferencia de opinión y la contradicción. Saber soportarlas y responder de manera inteligente demandan habilidad y tolerancia. Los susceptibles y los irascibles no están capacitados para el liderazgo y, por tanto, carecen de cualidades básicas para practicar la política. Al no tener vocación, lo más sensato es que se retiren y se ocupen de sus intereses particulares. Estarán más tranquilos y, sobre todo, no representarán un obstáculo para la búsqueda del bien general. En el otro extremo están aquellos a quienes la crítica y la opinión contraria los dejan indiferentes. Son líderes insensibles, con frecuencia cínicos, obsesionados con alcanzar sus logros, pese a quien le pese. Los dos tipos de liderazgo están bien representados en la política nacional y ambos debieran abandonarla por carecer de virtudes cívicas y éticas. La honestidad con aquellos a quienes dicen servir y con ellos mismos pide que renuncien a la política, dado que ninguno contribuye positivamente a la búsqueda del bienestar general.
La actividad política se desenvuelve en el ámbito de lo público, donde se opina, se debate y se critica. A veces con razones sólidas, a veces desde la ignorancia, los prejuicios y la mala intención. Quienes tienen vocación política no temen la crítica, ni la opinión diferente, ni el ultraje. Lidian con los rumores y los ataques personales. Son conscientes de que el ámbito de lo privado se reduce a su mínima expresión y no descartan el abuso por parte del adversario. Están dispuestos a sufrir la exposición pública en áreas tan sensibles como el patrimonio, los ingresos, las donaciones y las amistades. El buen político no teme el escrutinio de la opinión pública y la prensa ni los reclamos de la población que representa. Más bien, aprecia sus aportes y procura darles respuesta pronta y eficaz. El buen político acepta la opinión contraria y la crítica; las analiza, retiene lo valioso y olvida lo demás. Favorece el debate abierto para esclarecer las ideas, ganar seguidores, identificar malentendidos, corregir errores y poner en evidencia a los provocadores.
El buen político es suficientemente inteligente como para saber que no está en posesión de la verdad y, por tanto, busca los aportes de los otros. Es humilde como para saber que las contribuciones de los especialistas y los técnicos, y el sentir de las mayorías populares proporcionan pautas válidas para encontrar lo que es mejor para todos. No desprecia los intereses de los privilegiados y cuenta con la comunidad internacional. Es sabio como para comprender que el bien común descansa en un consenso amplio, que solo se alcanza cuando logra la conciliación de intereses forzosamente contrarios. Es prudente como para saber dialogar, escuchar y negociar. El buen político construye a largo plazo, pero sabe también formular soluciones eficientes de corto y mediano plazo.
El liderazgo intolerante y cínico, aparentemente firme, cosecha en abundancia entre la población confundida, amenazada y atemorizada por una realidad incomprensible. El líder promete suprimir la fuente de esas ansiedades y castigar a los responsables de la desorientación. La creciente población hispana en Estados Unidos, los inmigrantes africanos y del Oriente Próximo en Europa, o los partidos de “siempre” en El Salvador… ante ellos, el líder agita la bandera de una identidad fuerte y definida nítidamente: “nosotros” contra “ellos”. Los sectores desorientados y amedrentados sienten que esa es la respuesta adecuada y, en consecuencia, se aferran a la identidad grupal como a una tabla de salvación en un naufragio. Se abandonan completamente a la protección y a las promesas ofrecidas por el líder.
Esta clase de liderazgo convierte así a sus seguidores en receptores pasivos de los lineamientos de quien manda y, en esa medida, tiende a infantilizarlos. En él encuentran la interpretación correcta de la realidad, la orden oportuna que endereza lo torcido y, aparentemente, la palabra eficaz que hace lo que dice. Todo estará bien. No hay margen para el error. No es necesario pensar, sino seguir al líder ciegamente. Este, por su parte, espera ese comportamiento. La crítica y la contradicción no están justificadas ni se toleran. Los críticos y los disidentes son fustigados y castigados. Sobre ellos cae el peso de una institucionalidad estatal manipulada.
Pero la intolerancia y la agresividad no son muestras de firmeza y claridad, sino de confusión, inseguridad y miedo. Por lo general, estos líderes descubren pronto que la realidad los supera y que su poder para transformarla es más limitado de lo que imaginaban. Prefieren los colaboradores leales y sumisos a los competentes: los primeros no piensan ni cuestionan; los segundos tienen conocimiento, destrezas y opinión. La reacción natural a la propia ineptitud y torpeza es la intransigencia y la agresividad. El mal líder teme el desvanecimiento del encanto que cautiva a sus seguidores.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.
Fuente: UCA El Salvador