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La Universidad Rafael Landívar a través del Consejo Directivo, en su calidad de institución de educación superior de inspiración cristiana, visión católica y de tradición jesuítica, expresa:

Sede vacante

¡Primer caso, desde hace más de 600 años! Esta vez ha explicado el Papa las razones de su renuncia. Puso sobre la mesa temas muy serios y suscitó múltiples comentarios su inesperada decisión. Pese a todo lo que rodeó esa decisión personalísima suya, fue un acto de total y ejemplar congruencia. Congruencia que tiene que ver con su debilidad y quebrantos de salud, por un lado; pero por otro, con la magnitud de problemáticas que en un mundo rodeado de tecnología de la información irrumpen sin poderse silenciar. Benedicto XVI destapó un sinnúmero de asuntos de gran envergadura que tienen que ser tratados con seriedad y con visión cristiana. Para ello ayudará reflexionar sobre criterios de elección del sucesor.

Benedicto y el poder

Gran parte de los asuntos críticos y dolorosos que están saliendo a la luz tienen que ver con el poder. Poder que atrae porque enriquece; porque enaltece. Poder que oculta lo que puede ser vil. Siempre poder, que genera adicción; que se diviniza. Que se ha utilizado falsamente como el modo de representar al Dios de Jesús. De ese Jesús que nació en lo insignificante del mundo; en la desprotección.

Desde el comienzo Ratzinger, todavía cardenal, no lo pretendía. Y durante su pontificado procuró despojarse de toda actitud de poder y de sus investiduras.

En la Iglesia en no pocas ocasiones, se ha confundido lamentablemente lo que Jesús nos enseñó sobre el poder que tenían las instituciones políticas, sociales, económicas y sobre todo religiosas, condenándolo. Y previno a sus discípulos: “no será así entre ustedes” (Mc 10,35-45). Condenó el poder y nos adoctrinó sobre los terribles riesgos que este suponía. Lo que fomentaba Jesús, en cambio, fue la “autoridad” con que hacía las cosas, con la que hablaba, con la que ejercía una libertad muy diferente a lo que nombramos muchas veces como libertad. La palabra autoridad tiene raíz en “hacer crecer” a las personas, sus

relaciones, sus instituciones, desde dentro; en el fondo, es capacidad de aumentar la vida. Se podría traducir, entonces, como “animación”.

Este ejercicio de autoridad según Pablo (1 Tm 5,17) causaba fatiga y no placer; un ejercicio que suponía primero, dar ejemplo. En este sentido Jesús nos heredó el “gran modelo”: “les he dado ejemplo para que hagan ustedes lo mismo”, dijo el gran Maestro (Jn 13,14-15). Y esto tenía que ver con lo que hizo en la entrañable última cena, en la que partió el pan y lo compartió con quienes lo seguían; y con su atención a los otros en sus necesidades y precariedades. Compartir es palabra clave en el Evangelio. Solidaridad incondicional con el dolor y el sufrimiento fruto del amor que perdura a pesar de todo. Una autoridad que salvaba por principio, las propuestas de los demás, sobre todo de los que se juzga diferentes.

Benedicto cató el sabor venenoso del poder, captó sus efectos maléficos alrededor y en el seno mismo del Vaticano, y se negó a ese ejercicio pernicioso del poder. Por contraposición, nos abrió con su gesto de renuncia, a anhelar más bien la animación que el poder, la responsabilidad en vez del dominio. Dejó, entonces, la “sede vacante”. Pero para ser cubierta con fe, con fortaleza y con ejemplo evangélico.

Sede vacante, espacio de posibilidad

Jesús dijo a quienes lo seguían: “conviene que yo me vaya” (Jn 16,7). ¿En qué sentido su partida era una oportunidad? En que abría la posibilidad a la irrupción del Espíritu. El Espíritu se desplaza sin que nadie ni nada programe su ruta; el Espíritu es el que nos muestra dónde verdaderamente está Jesús, como lo hizo posándose en forma de ave, en el río Jordán. El Espíritu es quién lo iba guiando. El Espíritu es lo que nos dejó en su último suspiro. El Espíritu es quien lo resucitó. El Espíritu es quien hizo que un grupo de personas timoratas -aunque ya habían visto al resucitado- salieran con fortaleza y desparpajo a anunciar la noticia buena, la noticia alegre que supuso la resurrección. El Espíritu es el que hace que los que nos dejamos llevar por su fuerza, podamos hacer obras aun mayores de las que el mismo Jesús hizo (Jn 14,12).

Todo esto nos abre una posibilidad en la Iglesia. Se tiene que elegir, como fruto del impulso del Espíritu, un nuevo obispo de Roma que tiene como función principal generar la unidad, por un lado, y por otro “confirmar” en la fe a los hermanos y hermanas. Estos rasgos de Jesús van delineando el perfil deseado para el sucesor.

Constituye sin duda un hecho inusitado que Benedicto renunciara por su falta de fuerzas debido a la edad para conducir a la Iglesia en un mundo muy complejo, por el mal manejo de la autoridad en lo eclesiástico

por parte de algunos líderes y por la falta de congruencia en quienes debían de hacer crecer y no escandalizar. Elegir a un nuevo Papa nos brinda una oportunidad única a quienes pertenecemos a la Iglesia para solicitar a los cardenales un lúcido discernimiento, y para que todos nosotros nos unamos a ellos, desde nuestras tareas y la oración, para que a quien elijan, posea los rasgos típicos que Jesús nos legó.

El perfil que todos deseamos

Con lo que vamos diciendo, se ha comenzado a delinear el perfil de Papa que todos anhelamos. Pedimos que se deje actuar, en verdad, al Espíritu. A veces por cansancio o por simple novedad, podríamos proponer candidatos de lugares del África, de América Latina, o de Asia. Consideramos que no son las proveniencias de los candidatos lo fundamental. Hay cosas que deben considerarse con más cuidado.

Se nos invita a orar para este momento de la elección; lo ha hecho fervientemente Benedicto. La oración es un medio imprescindible, pero también lo es escuchar las honestas expectativas expresadas masivamente. Un reducido grupo tiene voz y voto en esa elección, pero quisiéramos que sean representativos del sentir de los creyentes y de las personas que aún confían y aprecian el aporte de la Iglesia católica en el avance ético, espiritual y social de la humanidad. Pasemos a delinear un perfil básico.

 1. Ser en verdad, un seguidor de Jesús

 Seguidor de sus convicciones, de su predicación y sobre todo de sus actuaciones. Jesús se preocupó principalmente de sanar, de curar, de generar vida. Jesús insistentemente nos habló del Proyecto que Dios tiene para la humanidad, eso que en una palabra – símbolo, lo llamó Reinado de Dios (Mc 1,14-15). Es decir, que otro mundo sí es posible. Esta pasión debería ser una característica insoslayable del sucesor.

Un mundo diferente supone equidad, justicia, solidaridad, paz. Es trabajar por un lugar bueno para vivir como humanidad, en concordia y en armonía con la naturaleza. Un mundo que nos haga que todos vivamos en condiciones de dignidad básica: que los desheredados de la tierra (aquellos a quienes los insaciables de bienes materiales, como el rico epulón, dejamos en la miseria aunque los tenemos al lado) sean atendidos no con limosnas, sino con trabajo y condiciones de vida donde prevalezca la equidad y el respeto mutuo.

Un mundo así haría posible el gran deseo de Jesús de que todos fuéramos uno. Con todo, no podemos estar unificados en nuestras “religiones”, tantas y con tantas variaciones. No podemos ser uno, en

nuestras diversas culturas, a menos que sí lo seamos en lo fundamental: en rescatar el potencial humano que geste personas nuevas para un mundo diferente.

Recordemos que eso fue y es su deseo. Lo que Jesús condena y desaprueba fundamentalmente es el pecado de omisión; la insolidaridad, la indiferencia, la crueldad ante el dolor del prójimo; tal como lo mostró clarísimamente en la escena del Juicio de las Naciones (Mt 25,31-46). Este aspecto, esta cualidad de ser seguidor del Maestro, es lo principal a la hora a discernir el sucesor de Pedro, quien debe ser un promotor incansable de ese anuncio de Jesús, con sus palabras y sobre todo con su ejemplo.

 2. Ser un hombre volcado al servicio

 El sucesor de Pedro, en sus mejores momentos a través de la historia ha mostrado ese rasgo central de Jesús de Nazaret, quien vino a nosotros a servir y no a ser servido (Mt 20,28). Ha sido el “servus servorum Dei”, el siervo de los siervos de Dios. El servicio, a la manera de Jesús, debe marcar no solo las opciones sino ser la cadena de nutrientes para cualquier decisión externa o interna de la Iglesia. Un servicio que recoge la dignidad más grande que Dios nos regaló desde que nos hizo hombre y mujer. Génesis nos cuenta ese sexto día, “y vio Dios que era muy bueno” (Gén 1,31). Bueno no solo como acto moral o como virtud ética sino lo bueno que nace de la bondad como fuimos hechos, y la bondad a la que somos llamados para expresar que somos seres humanos, imagen y semejanza de Dios. Servicio que no teme ser irrisión o no tener figura humana para las lógicas de este mundo que suelen terminar poniendo mentira y muerte, sino servicio que configura y hace presente el rostro de Dios.

 3. Ser un hombre “católico”.

 Es decir, una persona que tiene como principio la mirada global, la perspectiva de la enorme disparidad cultural de la raza humana. Que por tanto va a respetar lo diverso, va a permitir que tenga valor, y que entonces, anime el respeto a las diferencias. Diferencias que no son sólo de orden de cultura o costumbres de países lejanos. El nuevo ocupante del lugar de Pedro tiene que tener una enorme capacidad para dialogar y no condenar a los que tienen otros puntos de vista. A percatarse de una sociedad que es radicalmente distinta a lo que se ha tenido hasta ahora, donde ha habido un cambio fundamental de los paradigmas con los que ha venido accionando la Iglesia, y que por eso corre el peligro de desfasarse de los clamores y esperanzas del mundo actual. Tenemos que reconocer que quizá por no saber asumir lo mejor de esos nuevos paradigmas estamos perdiendo a pasos agigantados a poblaciones enteras.

El nuevo Papa debería ser un hombre que apueste y aliente a los seguidores de Jesús hacia el futuro. El nombre de Dios revelado en la zarza ardiendo, hace alusión “al que será” y no sólo al que Es, por esencia (Ex 3,14). La Iglesia no podrá ser de ninguna manera la “comunidad de los anacrónicos”, de los pasados de moda, sino de los de punta de lanza en descubrir posibilidades y en abrir caminos para hacer de esta tierra la morada donde sí acampe a gusto la Divinidad; que donde de verdad se muestra es en lo profundamente humano. Aquí puede encontrarse otra de las tareas que Jesús indicó a Pedro: confirmar a la humanidad y no condenarla.

 4. Ser un hombre de fecunda tradición

 Tradición que no tiene nada que ver con afianzarse al pasado, repetirlo o añorarlo, sino a ser capaces de trasmitir, ante todo con las enseñanzas y con el ejemplo, lo permanente del modo de Jesús y de su predicación. Del sucesor de Pedro se espera que sepa pasar y hacer fecundo hoy lo mejor de las actualizaciones que la Iglesia ha realizado en su devenir; lo mejor de las oportunidades que están en el fondo del arcano de la historia de la Iglesia. Este preocuparse por hacerle un sitio en el futuro al Evangelio y no anclarse en un pasado ya incomprensible para nuestra civilización, es un rasgo que debe pesar en la elección.

 5. Ser un hombre ejemplar

 Los rasgos antes anunciados son loables; son deseables. Con todo, ninguno de ellos tendrá valor si lo que anuncie, lo que hable, no esté precedido por una convicción de todo ello, que se trasluce, entonces, en congruencia de vida. Congruencia que lo deberá llevar a abanderar con una mayor insistencia a que en este complejo y a ratos caótico siglo XXI se fomente la civilización de la austeridad compartida, la civilización del respeto absoluto a la dignidad de las personas, la civilización garante de los derechos humanos, la civilización defensora de la democracia para todos, la civilización signada por la interculturalidad, la civilización del cuidado medioambiental, y la civilización abierta a la Divinidad. Para ello, si se necesita, tendrá que hacer cambios paulatinos, sacar a los mercadores del templo, y que se vislumbre realmente con sus prácticas de vida, con sus decisiones, y con sus gestos y palabras que el “celo de su casa, lo devora” (Jn 2,17).

 6. Ser verdaderamente pontífice: ser puente.

 Es decir, alguien que por haber experimentado profundamente la debilidad humana, al igual que Jesús quien como afirma la carta a los Hebreos conoció el dolor en su propia carne (Heb 2,5-18), puede comprendernos en todos nuestros desaciertos, en todos nuestros conflictos y en todas nuestras necesidades. Por eso es puente de la humanidad con Su Padre. Este rasgo debe estar inserto en el corazón de un nuevo Papa. Ser puente, sobre todo entre los pueblos y entre las culturas. Ser puente que deje pasar a pesar de dificultades de islas y de lugares separados. Ser puente entre generaciones. Debe ser interconexión de encrucijadas. Debe ser un heraldo de paz. Debe no solo ser puente sino artífice de puentes –que eso es lo que realmente significa pontífice-, constructor de comunicaciones, posibilitador de encuentros. Debe dejar pasar, no debe ser obstáculo, sino vínculo y camino.

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