Hoy en día se escucha mucho que la fe pertenece al ámbito privado y por ello en pro de una (cuestionable) mayor neutralidad se intenta que los discursos públicos revistan de una asepsia religiosa. ¿Puedo acaso defender lo que mi corazón rechaza y viceversa? ¿Puede una misma persona vivir según dos discursos?
denunciando proféticamente…
Los que se inician en el sinuoso camino de la fe descubren poco a poco cómo ésta no sólo se reserva una hora a la semana para ir a misa o unos días para una experiencia de voluntariado. A medida que la fe se hace más central en la vida orienta todas sus facetas: a qué dedico mi tiempo o mi dinero, cómo son mis relaciones, mis hábitos, mis modos de tratar a la gente… Así hasta impregnarlo todo, lo público y lo privado. De lo contrario, si separamos, desarrollamos divisiones internas y confusión. Evidentemente una cosa es la política y otra la fe pero algo distinto es hablar de una como si la otra no existiera porque dejaremos la misión profética y de denuncia que muchas veces nuestra fe comporta.
Esto nos recuerda la vida de Rupert Mayer, jesuita alemán que vivió entre 1876 y 1945. Enamorado de su tierra y de Cristo, entró después de sus estudios de teología en la Compañía de Jesús ejerciendo su ministerio en dos grandes destinos: la Primera Gran Guerra y Múnich. Al primero acudió como capellán, acompañando a sus soldados compatriotas por lo que ganó la cruz de hierro y perdió una pierna. En el tiempo de entreguerras se dedicó por entero a la predicación y el servicio de los más pobres en su segundo destino. Sin embargo, lo que marcó su trayectoria en los años de postguerra fue su labor de denuncia del nuevo nacional-socialismo, según él, contrario al catolicismo. Acudía a los mítines para rebatir las desviaciones que luego derivarían en el partido de Hitler. Aunque llegó a gozar de gran popularidad vivió el desconsuelo de cómo cada vez más población se adhería ciega al horror nazi y cosechó numerosos detractores hasta que sufrió la prohibición de predicar. Mayer, a pesar de ello, se mantuvo firme y continuó denunciando los excesos del nazismo desde su púlpito pagando su fidelidad con la libertad. Fue arrestado tres veces y en 1939 le enviaron al campo de concentración de Sachsenhausen donde cayó gravemente enfermo. A los siete meses, para evitar hacer de él un mártir católico, lo trasladaron a la Abadía de Ettal hasta que en 1945 lo liberaron los estadounidenses y pudo volver a Múnich donde aquella voz que clama en el desierto se apagó para siempre
Dibujo: Ignasi Flores
Fuente: Ser Jesuita