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En su mensaje, el Provincial P. José Domingo Cuesta, S.J., recuerda la figura de San Alberto Hurtado, S.J., jesuita chileno con vocación especial por los más pobres.

 

Este 18 de agosto la Iglesia recuerda a San Alberto Hurtado, jesuita, quien nació en Chile el 22 de enero de 1901. A la edad de cuatro años quedó huérfano de padre; su madre se vio obligada a vender su casa en condiciones desfavorables para poder pagar las deudas de la familia. Como consecuencia, Alberto y su hermano tuvieron que ir a vivir con parientes y cambiar con frecuencia de casa. Sólo a los 20 años pudo vivir con su madre y su hermano menor en una vivienda propia. Alberto experimentó desde niño la condición de pobre, sin casa y a la merced de otros; probablemente esto tuvo un influjo real en lo que sería su ministerio apostólico. Su madre fue la que le enseñó que es bueno tener las manos juntas para orar, pero abiertas para dar.

Una beca de estudio le dio la oportunidad de ingresar a los 8 años al Colegio San Ignacio de Chile, donde se destacó por ser un buen compañero, entusiasta y alegre. Fue allí donde comenzó a manifestarse su vocación de ayudar a los que más lo necesitaban. Nos dice que su preocupación por los pobres se reveló a los 15 años, cuando empezó a realizar algunas experiencias de trabajo social en un barrio marginal. Por el talante de su vida se le llamó “un fuego que enciende otro fuego”. Como él mismo decía: ¡Cómo no voy a estar contento! ¡Cómo no estar agradecido con Dios por todo lo bueno que me ha dado! Para él, los creyentes no pueden vivir de espaldas a lo que pasa en el país, sino que han de estar atentos a las necesidades de la gente, sin importar cuán grande o pequeña sea ésta. Donde haya un ser humano con alguna necesidad, allí hemos de estar los cristianos para ayudarlos. Su mensaje nos sigue interpelando, ya que siempre habrá personas con alguna necesidad particular. No hay que olvidar que las pequeñas cosas son las responsables de los grandes cambios. Ya sea lo pequeño o grande que realizamos, si lo hacemos con amor, se ensancha nuestro corazón y el de los demás.

Atento siempre a las personas más necesitadas de ayuda, a los marginados y siempre dócil a las inspiraciones de Dios, en octubre de 1944, mientras daba Ejercicios, hizo un llamamiento a sus oyentes a pensar en los numerosos pobres de la ciudad. Sus palabras suscitaron inmediatamente una generosa respuesta; fue el comienzo de la iniciativa con la que el P. Hurtado es más conocido: “El Hogar de Cristo”, una forma de actividad caritativa que proporciona a los sintecho no sólo un lugar donde vivir sino también un cálido ambiente familiar de amor humano.

Gracias a las contribuciones de bienhechores y a la activa colaboración de laicos comprometidos, abrió una primera casa de acogida para jóvenes, luego para mujeres, y más tarde para niños: los pobres encontraban finalmente un hogar propio, el de Cristo. Rápidamente fueron multiplicándose las casas pensadas y dirigidas con este objetivo, que fueron tomando nuevas dimensiones: centros de rehabilitación en algunos casos, instituciones de formación profesional en otros. Todo ello inspirado y penetrado de valores cristianos. Según las propias palabras del Padre Hurtado, la finalidad del Hogar de Cristo es hacer que las personas acogidas en él desarrollen gradualmente la conciencia del valor que tiene cada cual, como persona, de su dignidad de ciudadano, y más aún de hijo de Dios.

Tenía 51 años cuando le diagnosticaron cáncer de páncreas que lo llevó en pocos meses a fin de vida: en medio de atroces dolores se le oía repetir con frecuencia: “¡Contento, Señor, ¡contento!”. Tras una vida dedicada a manifestar el amor de Cristo a los pobres, Cristo lo llamó el 18 de agosto de 1952. En la mención dedicada a su vida durante la Misa de canonización, el Papa hizo notar como “el programa de vida de San Alberto Hurtado fue la síntesis de: Amarás a Dios con todo tu corazón y a tu prójimo como a ti mismo”. Los que le conocieron afirman de él: “Su corazón era como un caldero de ebullición”, “su vida de amor por Jesucristo le llevaba, le arrastraba, hacia los que sufren”, movido siempre por el “amor a Dios, amor al prójimo, oración y servicio”. Es claro que no hace falta esperar momentos extraordinarios para hacer sentir especial a nuestros hermanos, sólo basta que les demostremos el amor que Dios les tiene.

Como él mismo afirmó, hay que dar siempre, dar hasta que se nos caigan los brazos de cansancio, porque el que da, siempre recibe. La vida humana está plagada de infinitos testimonios de bondad que nos llevan a darnos cuenta de la importancia de las otras personas y que podemos contribuir a hacer felices a los demás.

*Imagen de cabecera: Vatican News