En mayor o menor medida, todos los seres humanos tenemos miedo a la soledad. Si preguntamos a gente joven, probablemente sea el mayor miedo cuando piensan en el futuro: miedo a ‘quedarse solo/a’. Con gente mayor, todos conocemos a personas que pasan los días y semanas en sus casas sintiéndose inmensamente solas. En las grandes ciudades, desgraciadamente, es cada vez más frecuente ver a gente sola…
Todos compartimos este miedo a la soledad porque es algo intrínseco a nuestra condición humana: el hecho de sentir que hay una parte, en el fondo de nuestro corazón, donde nos sentimos solos. Es como una herida que llevamos muy adentro. Da igual que uno esté casado, soltero o célibe: la herida de nuestra soledad está ahí.
Sin embargo, no es una herida cualquiera. Es una herida que se abre y puede dar mucha vida. Es una herida que nos recuerda que somos humanos y que el único que puede darle sentido a nuestra existencia es Dios. Porque esa herida, que a veces nos duele, nos recuerda que fuimos creados para Él, y que solamente dejaremos de sentiremos solos y heridos cuando nos encontremos definitivamente con Él. Creo que una manera de vivir la soledad con sentido es comparándola con el cañón de un río, por ejemplo, el Cañón del Colorado. Visto desde el cielo, es una ‘herida’ en la tierra: es como si la tierra se hubiera roto. Pero si uno se acerca y sabe mirar, ve que esa herida es bella y da mucha vida.
Si queremos que nuestra soledad tenga sentido y se abra a Dios y a los demás, primero tenemos que aprender a ver la belleza de esa herida. Quizás llevándonos algún desgarrón, pero si queremos estar bien con otros, primero tenemos que estar bien con nosotros mismos. El problema es que nos hemos creído la mentira de que estar plenamente realizado consiste en vivir una plenitud afectiva constante. Y que eso nos lo va a dar una media naranja o estar siempre rodeados de personas. Sin caer en la cuenta de que, a los ojos de Dios, la realización no tiene que ver con esa satisfacción plena, sino con vivir, con sentido, la soledad y el encuentro a Él y a los demás.
Fuente: Pastoral SJ