Tenemos que recordar: todos somos algo de dentro y algo de fuera; algo de instransigentes, algo de ingenuos, algo de ignorantes, algo de curiosos. Y si no partimos desde aquí, la búsqueda se queda pequeña.
Si algo nos une a todos es que buscamos. Algunos buscan desde la torre, esperando que ocurra algo que devuelva las cosas adonde estaban, sin ser conscientes de que ni cualquier tiempo pasado fue mejor, ni la posición ocupada será restituida. Otros buscan sobre la superficie, porque el miedo a la profundidad que cale los huesos y transforme el corazón y la vida es demasiado grande como para arriesgarse. Algunos más buscan fuera, suponiendo que las antiguas estructuras ya no sirven y que el progreso técnico, tecnológico y social no necesita de la trascendencia para construir el mundo. También los habrá que sientan dentro algo que les quema, que no saben de dónde viene y que tratarán de poner sobre la mesa cualquier solución que ayude a aliviar esa inquietud.
Desde luego, todas las posiciones, entremezcladas entre sí y acentuadas a ratos, no solo están condenadas a convivir, sino que no pueden sobrevivir sin las demás: sin los que guardan la tradición, las avanzadillas perderían el camino; sin los que se aventuran con valentía, los primeros caerían en la desesperanza; sin los que buscan desde fuera, los ignorantes no dejarían de serlo y sin la capacidad de relativizar, los intensos curiosos se podrían ver frustrados.
Pero también los de fuera necesitan de los de dentro para encontrar respuestas; y los de dentro a los del otro lado para no enclaustrarse de espaldas al mundo, que avanza sin preguntar a nadie. Todo mezclado en un huracán imparable que hace inevitable que nos encontremos en las encrucijadas de los caminos.
En un mundo que ofrece ya tan pocas seguridades, el instinto pide volver a las barricadas. Si hubo algún momento en que todos nos encontrábamos en un campo abierto, cada vez más se perciben sociedades que ya han comenzado la retirada a las trincheras, donde el calor de la tribu vuelve a tranquilizar el espíritu, a la vez que lo empobrecen.
Por eso, hay que hacer de esa necesidad la principal virtud. Hay que pasar a la ofensiva y pedir desde todos los ámbitos públicos una cultura en diálogo. Empezando por los creyentes y sus estructuras, atentos a las necesidades y peticiones de una sociedad que ya no confía más en nosotros. Haciendo ver que estamos dispuestos a construir puentes y derribar las vallas que nos hemos interpuesto; asumiendo todas las veces que nos hemos equivocado y adaptando los lenguajes para que los mensajes vuelvan a calar y a generar sentido.
En definitiva, las comunidades en búsqueda tienen que asumir el encuentro. También a riesgo de contaminarnos. Y de esa contaminación mutua saldrá algo mejor. Vale la pena arriesgar, porque cualquier cosa es mejor que la trinchera. Y si hay una posibilidad –por mínima que fuere– de que sea aún mejor, no tendremos perdón por no intentarlo.
Fuente: Pastoral SJ