François Euvé
El cristianismo es acusado, a veces, de ser una religión que, en el fondo, se opone a la vida. Al ubicar la salvación en un «más allá» inaccesible, estaría invitando a abandonar este mundo, el mundo concreto, la vida real, en favor de un mundo idealizado, el «cielo» antes que la «tierra». En consecuencia, y no obstante las afirmaciones contrarias, el cristianismo despreciaría el cuerpo, favorecería una ascética morbosa, valoraría el sufrimiento. Esto alimentaría un perpetuo sentimiento de culpa, que, al recordar al hombre su condición de pecador, lo mantendría dependiendo de una divinidad omnipotente. Habría en la culpa una suerte de debilidad, de pusilanimidad, una rendición a la llamada de la vida. Para Nietzsche, «sentirse culpable es rechazar la vida»[1].
Un sentimiento en retroceso
Por el contrario, ¿no es acaso la vida expansión, autonomía, libertad? ¿Acaso la humanidad no se esfuerza, desde hace siglos, por librarse de los determinismos naturales, de los miedos a las fuerzas oscuras que la mantenían esclava? El conocimiento científico de la naturaleza, y luego del ser humano, permite dominar estas fuerzas, ayudando a la humanidad «iluminada» a dejar la infancia para entrar en la madurez de la edad adulta. No existe algo así como un mal invencible, fuera del alcance de las acciones humanas. La infelicidad que afecta a la humanidad no es consecuencia de una culpa anterior, de un pasado pecaminoso, del que seríamos siempre culpables.
Si todavía existen culpables que la justicia se esfuerza por condenar, nosotros pensamos que son víctimas de situaciones injustas, de tratos crueles o de educaciones defectuosas, más que personas enteramente responsables de sus actos. Nuestro tiempo está más inclinado a mostrar compasión por las víctimas que a castigar a los culpables (aunque las cosas pueden invertirse rápidamente, si se difunde un sentido colectivo de inseguridad). Alguien comete actos de pedofilia porque en su infancia fue, él mismo, víctima de abusos. El acto delictual es real, pero el motivo debe buscarse en un complejo juego de causalidades antes que en la voluntad perversa de la persona.
Otros elementos contribuyen al actual retroceso del sentimiento de culpa (siempre que no lo agraven). El futuro se ha vuelto mucho más incierto, menos predecible. La caída de las grandes utopías ha hecho fracasar la esperanza de una transformación profunda del injusto orden del mundo. Peor aun, empezamos a darnos cuenta de que los sistemas adoptados para mejorar la vida, derivados del progreso científico y técnico, incluso los ideológicamente más «neutrales» (a diferencia de las utopías), se tornan al final en contra de la humanidad. Cuando pensábamos dominar el curso de los acontecimientos y prever las etapas del progreso de la humanidad hacia un futuro mejor, permanecemos desconcertados frente a lo que sucede, como si una fatalidad maligna guiase nuestro destino. Más que el progreso, es la catástrofe lo que nos acecha.
¿Somos realmente responsables? Efectivamente son las acciones del hombre las que ponen en peligro el bienestar de la humanidad. Pero estas acciones están tan conectadas entre sí, y las redes de dependencia son tan intrincadas, que resulta casi imposible aislar las responsabilidades individuales. Si los expertos coinciden en que el sobrecalentamiento climático es de origen humano, ¿quién puede sentirse realmente culpable? Siempre es posible denunciar esta instancia o aquella, a individuos, gobiernos, grandes grupos industriales… Sin embargo, la complejidad de los sistemas en acción, el elevado número de parámetros, admiten también la invocación de argumentos contrarios de igual verosimilitud. Una culpa colectiva diluye la responsabilidad individual. Además, siempre es posible pensar que existe una concomitancia en las causas que proviene de un desarrollo fatal, más que de un juego de responsabilidades. O bien, la culpa es tan evidente que paraliza cada iniciativa. Tanto la falta de culpa como su exceso conducen a la inercia.
Frente a este destino inquietante, y en buena parte desconocido, ¿no es acaso más razonable promover la espontaneidad de la «vida», aquí y ahora, que pensar en grandes transformaciones que conllevarían sacrificios en el presente para obtener un beneficio futuro, lejano, incierto? Al situar la salvación en un horizonte «escatológico», ¿no impide acaso el cristianismo gozar plenamente de la vida presente? ¿Para qué dejar para mañana lo que podemos obtener hoy?
Por un lado, la referencia a la ley se ha vuelto problemática y, por otro, la evaluación de las consecuencias de nuestros actos se ha vuelto demasiado complicada. ¿No se ha convertido, el sentimiento de culpa, en un fardo voluminoso e inútil, que impide vivir intensamente el momento presente?
¿Qué visión del hombre?
El cristianismo actual ha tomado en consideración la crítica sobre el sentimiento de culpa. Se ha vuelto más acogedor hacia las personas. Su antropología se ha vuelto más positiva que en los siglos pasados. La noción de pecado disminuye. La “pastoral del miedo”, que marcaba las mentalidades, ha sido sustituida por una pastoral de la misericordia. Se ha recordado oportunamente que, de acuerdo a los relatos del evangelio, Jesús es particularmente acogedor con las víctimas, y menos rápido que sus adversarios para acusar. En estos relatos, el perdón prevalece ampliamente sobre el juicio.
Respecto de la culpa, el cristianismo da cuenta, en efecto, de una inversión completa, como destacaba Joseph Ratzinger: «Casi todas las religiones giran entorno al problema de la expiación; nacen de la conciencia de que el hombre ha de estar en culpa delante de Dios, y evidencian el esfuerzo por poner fin a este sentimiento de culpa, borrando el pecado con obras de expiación que se ofrecen a Dios»[2]. Al contrario, el culto cristiano es acción de reconocimiento del don antes de ser una obra humana, ofrecida a Dios. El Evangelio muestra que no son tanto los pecadores que se dirigen al Salvador para saber qué deben hacer, como el Salvador que se acerca a ellos para decirles que Dios ya los ha perdonado, antes incluso de cualquier acción humana realizada en ese sentido[3].
Dicho esto, es necesario reconocer que la práctica efectiva no siempre correspondió a este programa generoso. La pastoral del miedo concordaba con una antropología de tipo «jansenista», que influyó por mucho tiempo en las mentalidades, aunque esta fuera condenada firmemente en el plano teológico. Habría que preguntarse sobre el éxito paradojal de esta doctrina, cuya rigurosidad moral debería haber tenido, por el contrario, un efecto desalentador. Un motivo deriva, tal vez, no de su moral, sino de su sistema de representaciones, uno de cuyos rasgos llamativos es el de ser profundamente racional. De forma sin duda extrema, el jansenismo correspondería a una tendencia profunda – característica del pensamiento occidental, a partir de la antigüedad griega – a afirmar la superioridad del espíritu sobre el cuerpo, de la razón sobre la afectividad, del elemento mental sobre el físico. El jansenismo sería, como otras doctrinas equivalentes, una escuela de dominio de sí mismo, que protege a la persona de lo que está más allá de su control. En consecuencia, el sistema moral que se desarrolla puede parecer pesado en su rigor, pero tiene la ventaja de delinear completamente el espacio de acción. Tenemos, aquí, una imagen del mundo simple y clara, lo que explica la fuerza de su seducción. Los sistemas binarios son más operativos que aquellos que toman en cuenta la complejidad irreductible de las cosas.
Bajo muchos aspectos, el jansenismo corresponde a la mentalidad moderna del hombre de acción, siempre esforzándose por alcanzar una meta, eternamente insatisfecho de los resultados obtenidos, culpable de no haber hecho más. El sentimiento de culpa impide gozar la vida aquí y ahora, pero alimenta el fuerte deseo de un futuro diferente.
Esto muestra hasta qué punto el sentimiento de culpa es una realidad ambivalente. En primer lugar, está presente en nuestras vidas «como un mecanismo espontáneo, individual, sobre el que el sujeto no tiene control alguno»[4]. Si queremos prescindir de él, corremos el riesgo de caer en una forma de idealización que intentaría aclarar completamente la complejidad del alma. Una vez reconocido, debe ser evaluado. Hay un sentimiento de culpa «malo», que impide vivir; pero existe también un sentimiento de culpa «bueno» cuando, llamando la atención sobre la responsabilidad, favorece la emergencia de una libertad auténtica. A su vez, este sentimiento de culpa «bueno» debe responder a las siguientes preguntas: ¿cómo se ejerce esta libertad? ¿Para beneficio de quién?
De la libertad a la conciencia
El cristianismo no inventó la culpa, que es un dato antropológico fundamental[5]. Sí, en cambio, la transformó. Una contribución bíblica ampliamente reconocida es la de haber valorizado la responsabilidad de las personas.
Es sorprendente constatar la importancia que la antropología de los primeros siglos cristianos atribuye a la noción de libertad. Esta no era desconocida para el pensamiento antiguo, que, no obstante, permanece principalmente en un nivel «cosmológico». El hombre pertenece a un cosmos, y debe esforzarse por vivir en armonía con este. Análogamente, la obediencia de las leyes civiles es un componente esencial de la vida buena. Pueden surgir conflictos entre estas leyes y la conciencia individual, como en el caso emblemático de Antígona, pero la conclusión de estos conflictos es siempre trágica.
Para el pensamiento cristiano, que se sitúa en la herencia bíblica, el mundo surgió de la voluntad creadora de un Dios personal. Dios, en cuanto ser personal, es libre, tiene voluntad, está en el origen de todo lo que existe. En adelante ninguna fatalidad amenazará el destino del mundo, porque Dios es el señor de la historia. El actuar cristiano ya no depende de los «elementos del mundo». El destino del ser humano, creado a imagen de Dios, no está escrito en las estrellas.
La teología cristiana distingue claramente la persona humana del resto de la naturaleza. Su libertad no fue arrebatada a la divinidad, como en el mito de Prometeo, no fue conquistada trágicamente, sino que es «original»[6]. Así, se puede observar una transformación en el orden de las cosas; ya no existe, en el orden de la creación, una «naturaleza» permanente, intocable.
En este punto, destacar la libertad de las personas significa atribuirles una gran responsabilidad. El hombre es responsable de sus actos. Justino, para inducir a su interlocutor pagano a reconocer la libertad de la persona humana, recurre al siguiente argumento: «Observamos, en efecto, que el mismo hombre pasa de un comportamiento al opuesto. Si estuviera establecido que este fuera malo o bueno, nunca estaría sujeto a comportamientos contrapuestos, ni cambiaría varias veces. No habrían ni buenos ni malos, porque quedaría demostrado que es el destino la causa del bien y del mal y que, por lo tanto, es contradictorio en sí mismo»[7]. Si el comportamiento de un hombre cambia, significa que no depende de un destino necesario.
La noción de libertad está estrechamente vinculada a la de conciencia moral. Son principalmente los «padres del desierto», monjes del siglo IV, los que en su vida eremita meditan sobre los motores internos del alma y desarrollan los primeros exámenes de conciencia. Es cierto que el esfuerzo constante para alcanzar la perfección moral lleva a estar atentos a las faltas y a los defectos, más que a las buenas cualidades… La lista de las culpas es de una precisión impresionante. Una reflexión fecunda se desarrolla entorno a los pecados llamados «capitales», porque encabezan (caput) o son la raíz de todos los pecados reales. Son tendencias internas de la personalidad que, según las circunstancias, impulsan las acciones en una u otra dirección[8].
La tradición monástica dará, enseguida, una larga y rica herencia. Entre los herederos de los padres del desierto encontramos a los monjes irlandeses, los cuales, a partir del siglo VIII, elaboran un sistema de confesión personal de los pecados siguiendo una catalogación precisa. El examen atento de la propia conciencia ya no es algo exclusivo de los monjes ascetas, sino que se convierte (o debería convertirse) en la práctica cotidiana de todo buen cristiano. Esta práctica puede ser paralizante, si el sentimiento de culpa ahoga la conciencia; pero también puede ser operativa, si ayuda a descubrir los defectos recurrentes.
Ambigüedad del juicio
La responsabilidad conduce a formular un juicio. Saber tomar una decisión es esencial para toda vida humana, que se forma según los actos efectivamente realizados. Es la manifestación de la libertad que construye la persona: «El verdadero acto libre de un hombre es aquel con el cual se elige a sí mismo»[9]. Obrar implica una elección entre diversas alternativas que a menudo se pueden reducir a dos. Es importante no quedarse en la indecisión, como dice el Evangelio: «Que la palabra de ustedes sea “sí” cuando es sí y “no” cuando es no» (Mt 5,37). Tomar una posición significa salir de la vaguedad, donde todo es equivalente. Significa abandonar la indecisión, la actitud – tal vez más cómoda, pero a la postre insatisfactoria – del espectador que no se compromete. Significa atribuir una dimensión histórica al tiempo: ahora hay un antes y un después del momento de la decisión.
El jucio es necesario, pero nunca está seguro de dar con la verdad. Su carácter binario debe llamar la atención sobre este punto. Este da la impresión de que las situaciones se reducen a la alternativa del sí y del no. La lógica es operativa (es una lógica de la acción), pero desprecia la complejidad real. El espectador que no se compromete puede ser, con razón, más sensible que el «hombre de acción» a esta complejidad, a la excesiva cantidad de parámetros que se deben tener en cuenta antes de «decidir». Esta reserva es legítima; es problemática si lleva a no comprometerse en la acción, pero tiene sus motivaciones.
El problema aparece cuando el actuar encuentra sus propios límites. El hombre de acción está dominado por un sentimiento de omnipotencia. Hemos visto que el cristianismo parece alentar este sentimiento, cuando presenta al hombre como creado a imagen de un Creador libre y omnipotente, llamado a «subyugar» y a «dominar» a las demás criaturas (cfr Gn 1,28).
Tarde o temprano, toda acción real tropieza con sus límites, que pueden ser externos (resistencia del objeto de la acción) o internos (debilidad, enfermedad) y que provocan cierta impotencia. La experiencia de los límites puede motivar una toma de conciencia sobre la ambivalencia del poder, que a veces se ejerce en detrimento de los demás, incluso sin que nos demos cuenta. Enunciar una ley que limite el campo de acción protege al débil de la destemplanza del fuerte. Es el sentido de varios mandamientos bíblicos, que se pueden reducir al siguiente: «No codiciarás los bienes ajenos». La prohibición es un elemento fundamental del camino educativo, para hacer comprender al niño que no está solo en el mundo.
El sentimiento de culpa deriva de la transgresión de estos límites. Realizar un acto prohibido nos hace sentir culpables. Ahora bien, ¿hay algún acceso a la humanidad que no implique también una superación de los límites, una forma de transgresión? Un elemento como ese se encuentra en el inicio del cristianismo, en su relación con la ley judía. Los Hechos de los Apóstoles narran que Pedro tuvo una visión que lo invitaba a comer animales considerados impuros de acuerdo a esa ley (cfr Hch 10). ¿Cómo osar transgredir un mandato divino tan fundamental? Pero Pedro se da cuenta de que la obediencia de esta ley le impide entrar en contacto con los «paganos», que podrían beneficiarse de la buena nueva de la salvación.
De la persona a la relación
El problema de la culpa no puede permanecer encerrado en una perspectiva individual, que tiende a asegurar su propia salvación con el dominio de su propio destino. «Todo ideal dirigido hacia una perfección y a un absoluto dentro de sí, se opone a lo relacional, que es siempre relativo a alguien, impredecible, y por tanto no controlable antes del encuentro»[10]. No se puede ser juez de sí mismo. Karl Barth no duda en escribir: «Bajo cualquier forma, el pecado deriva de la obstinación del hombre a ser el juez de sí mismo»[11]. El juicio es un camino a la vez individual, porque requiere una toma de posición, un compromiso de la persona con su palabra, y relacional, en la medida en que la persona existe solo en relación con los demás. Jesús juzga «según la verdad», porque «no está solo» (cfr Jn 8,16).
El juicio de Dios es de este tipo. Dios no es el mejor juez de nuestros actos porque es omnisciente. Significaría proyectar en él una imagen de transparencia total. Conviene rechazar esta imagen del «Dios que observa», entendido a menudo como acusador. Recuérdese los célebres versos de Victor Hugo: «debajo de esa tumba inhabitable, / el ojo estaba fiero, inexorable… / ¡y miraba á Caín!». Es significativo que en diversas iglesias Dios, el invisible, sea representado como un ojo único al centro de un triángulo («ver sin ser visto»). Sartre rechazaba con razón esta figura «divina», en realidad idólatra, en la medida en que es una proyección de imágenes humanas: «La mirada ansiosa e inquisidora expropia a tal punto que el ser entero es reducido a ser solo un espectáculo para los otros»[12].
Nuestra vida se desarrolla bajo la mirada de los demás. El niño actúa y juzga su acción bajo la mirada de los padres. ¿Cómo la recibe? ¿Es una mirada de aliento, que lo ayuda a dar sus primeros pasos, una mirada que llama, como Jesús que invita a Pedro a salir de la barca y caminar sobre el agua (cfr Mt 14,22-23), o es, en cambio, una mirada enjuiciadora, en la que el niño lee la diferencia entre lo que hace y lo que debería hacer? De estas primeras experiencias derivan representaciones que quedarán impresas en su memoria.
Lo que distingue a quienes llamamos «santos» es la benevolencia que manifiestan hacia los demás. En el límite, es una incapacidad para ver los defectos de los demás[13], que invierte la rapidez por ver la «paja» en el ojo del hermano sin reparar en la «viga» que tiene el propio (cfr Mt 7,3). Destacar un defecto o una falta del otro implica ponerse por encima de él, convertirse en su juez, pero también significa llevar la relación a un nivel irremontable, por cuanto el juicio impide acceder a la plena solidaridad.
El reconocimiento de una miseria común establece una «relación de fraternidad»[14]. Si el juicio aleja, la misericordia acerca. La violencia divide a la humanidad, al oponer a los hombres, unos contra otros. Responder con la violencia no hace más que agravar la división. La paz que surge no puede durar. Por otra parte, aceptar la violencia como un hecho dado, intrínseco a la condición humana, tampoco resuelve nada. Uno se priva entonces de cualquier medio para remediarlo. La actitud correcta es el rechazo de la violencia, que puede ser acompañada de la acogida del hombre violento en tanto ser humano, que no puede identificarse con su acto. Esa es la palabra del perdón, que une al juicio sobre el acto y la misericordia hacia su autor. En el relato evangélico, la violencia alcanza la cumbre al final, con el homicidio de un inocente «sin razón alguna», y revela así su verdadera naturaleza. A quienes quieren arrojarlo fuera de la comunidad humana, Jesús les responde con una palabra de perdón: esto quiere decir que él no quiere romper la relación, porque no es posible una vida humana auténtica que no busque establecer una comunión. Rezar por sus propios verdugos no significa negarse a ver el mal que ellos cometieron, ni tampoco es una prueba de debilidad por evitar el combate, significa más bien expresar la esperanza de un cambio posible. Al soldado que lo abofetea Jesús le responde con una pregunta: «Si he hablado mal, prueba qué está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,23).
A diferencia de la mirada omnisciente – que no quiere dejar nada en la sombra; que quiere explorar los rincones oscuros del alma; que impone su presencia insistente –, la mirada de Dios es una mirada que – por decirlo de algún modo – se retira, se ausenta. La presencia de Dios no se impone. En esto consiste su alteridad, su «trascendencia». No es un modelo que debamos reproducir servilmente, como un ídolo. «La paradoja de la religión cristiana – escribe Joseph Moingt – consiste en ser la institución de una ausencia»[15]. La historia de la primera comunidad cristiana, narrada en los Hechos de los Apóstoles, comienza con una partida, la «Ascensión». Los apóstoles continúan la historia de Jesús a su modo, en ausencia del «maestro». La ausencia física de Jesús invita a construir la propia historia, a pronunciar nuestras propias palabras, que no son el eco automático de un discurso escuchado. Retomar su modo de proceder no significa proceder «como» él, sino que significa prolongar su acción de manera nueva, creativa.
Cuando el don recibido se vuelve parte de uno mismo, puede devolverse sin cargar en el beneficiario la imitación, como si fuese una deuda que obliga a devolver el equivalente. El don es «inestimable», porque no cabe en una escala de medición cuantitativa. El donante está presente en el don, no como una figura que impone su presencia pasada en la forma de modelo, sino como una figura nueva, inédita.
La noción de culpa, aunque sea ambivalente por naturaleza, acompaña necesariamente el crecimiento de la persona humana. Esta «desempeña un papel insustituible»[16], pues señala que no se alcanza la humanidad auténtica sin una relación con el otro: relación que siempre es compleja, ambigua, marcada en parte por el fracaso, y, por lo tanto, acompañada de un sentimiento de culpa. La relación es multiforme. Si lo que está en juego es el acceso a sí mismo, la capacidad de autoafirmación y de adquirir una autonomía real, de hablar «en primera persona», ello está unido siempre a la relación con otras instancias, personas, sociedades (con sus tradiciones y leyes), la naturaleza, y, finalmente, a Dios, como lo «totalmente Otro». El deseo de ser sí mismos, de querer echar mano solo a recursos propios, terminaría inevitablemente en una sensación de vacío. El ser humano no puede, más que de manera imaginaria, construirse a sí mismo. Sería la «libertad humana atrapada en su propio vértigo»[17], en la que ya no habrían límites para la infinitud del deseo.
Sería inútil querer eliminar toda culpa y restaurar la inocencia perdida. La culpa es un estado de las cosas. Un umbral nos separa del estado paradisíaco, cuyo ingreso está custodiado por querubines con «una espada encendida que gira en todas direcciones » (Gn 3,24). No experimentar ningún sentimiento de culpa sería quedar encerrados en el propio imaginario de omnipotencia. La reconciliación no está en el retorno a un origen soñado, sino en la dirección de un futuro esperado, cuyos primeros frutos ya son reconocibles.
Si la culpa es el signo de una relación viva, por lo tanto vulnerable, sería ilusorio superarla solo a partir de uno mismo. Los procesos de autojustificación conducen a un callejón sin salida, o refuerzan el sentimiento de culpa, cuando se descubre que las razones invocadas son inconsistentes. Autojustifiación y autodenigración (el remordimiento) tienen la misma consecuencia. Uno no puede juzgarse ni salvarse a sí mismo. Solo el intercambio de palabras restablece la relación alterada y vuelve a abrir la situación bloqueada.
Este intercambio trae consigo dos tipos de palabras: la confesión y el perdón, ambas necesarias, y de las que no se puede decir cuál debe preceder a la otra. El perdón no está más condicionado por la confesión que la confesión lo está por el perdón. Ambos se fortalecen mutuamente. La confesión es mucho más profunda si está animada por una palabra de perdón incondicional. Y el perdón es mucho más sincero si puede fundarse en una confesión previa. Además, hay una doble confesión: la del amor y la de la culpa. «Confesarse a otro significa siempre declararle que lo amas y que te reconoces débil, impotente, culpable, indigno incluso del amor que le tienes y al que le pides ayuda para ser salvado»[18].
Conviene renunciar a las grandes construcciones ideales, que fundan la esperanza en esquemas mentales, para tomar en consideración algunas situaciones concretas, por complejas que sean, de las personas en su singularidad irreductible. «Sentir en esta Tierra» es la más pura de las alegrías[19], porque la fragilidad de la existencia revela todo su peso y su valor. Debemos aceptar enfrentarnos con el enigma, o, incluso, con el «absurdo» de la existencia humana, sin soñar con soluciones simples y claras; debemos aceptar andar a tientas, equivocarnos. Pero el mensaje cristiano también nos invita a no perder de vista un horizonte «utópico». Si no existe una vía ya trazada para alcanzar la reconciliación universal, para hacer reinar la paz y la justicia, estos grandes ideales, presentes en el corazón de todos los hombres, permanecen como guías para la acción. La culpa puede recordarnos esto.
- J. Lacroix, Philosophie de la culpabilité, Paris, Puf, 1977, 13. ↑
- J. Ratzinger, Foi chrétienne hier et aujourd’hui, Tours, Mame, 1969, 198. ↑
- Cfr J. Guillet, Jésus devant sa vie et sa mort, Paris, Aubier-Montaigne, 1971, 77. ↑
- L. Basset, Culpabilité, paralysie du cœur, Genève, Labor et fides, 2003, 53. ↑
- «No necesitamos a Dios para crear el sentimiento de culpa, o para castigar. Es suficiente con nuestros semejantes, ayudados por nosotros mismos» (A. Camus, La chute, Paris, Gallimard, 1972, 116). ↑
- A. Gesché, Dieu pour penser. VII. Le sens, Paris, Cerf, 2003, 21. ↑
- Justino, s., I Apología, XLIII, 5-6. ↑
- Cfr F. Euvé, Crainte et tremblement, Paris, Seuil, 2010, 92-106. ↑
- J. Lacroix, Philosophie de la culpabilité, cit., 68 s. ↑
- N. Jeammet, Les destins de la culpabilité, Paris, Puf, 1993, 27. ↑
- K. Barth, Dogmatique, vol. 17, Genève, Labor et fides, 1966, 232. ↑
- J. Lacroix, Philosophie de la culpabilité, cit., 59. ↑
- Cfr L. Beirnaert, «Culpabilité», en Dictionnaire de Spiritualité, t. II, Paris, Beauchesne, 1949, 2648. ↑
- N. Sarthou-Lajus, L’ éthique de la dette, Paris, Puf, 1997, 181. ↑
- J. Moingt, «Le tracé d’une absence», en Christus, 171, 1996, 298. ↑
- L. Beirnaert, «Culpabilité», cit., 2647. ↑
- N. Sarthou-Lajus, La culpabilité, Paris, Colin, 2002, 10. ↑
- J. Lacroix, Philosophie de la culpabilité, cit., 77. ↑
- Cfr A. Camus, Le mithe de Sisyphe, Paris, Gallimard, 1942, 83 (en esp. El mito de Sísifo, Madrid, Alianza, 2012).
Fuente: La Civilta Cattolica