Yo sé lo que hago. Yo me conozco. Yo puedo.
No necesito consejos, no me des lecciones. Yo juego con fuego sin quemarme. Sé hasta dónde tensar la cuerda. No coartes mi libertad con tus leyes y tu moral. Yo sé lo que está bien y lo que está mal. Lo tengo controlado. No me vengas con sermones, no seas aguafiestas. Claro que conozco los riesgos y las normas. Pero las restricciones son para otros, para los cobardes. Las reglas se hicieron para romperlas. Yo vivo al límite.
¿Quién no se ha sentido ya así de autosuficiente? ¿Quién no ha caminado nunca sobre la cuerda del equilibrista? ¿Quién no ha ido ya al extremo, creyendo tener realmente el control? ¿Quién no ha pensado nunca que solo se basta y que sus decisiones no tienen consecuencias sobre otros?
Yo dicto las reglas de mi vida. Yo manejo.
Hasta que, un día cualquiera y sin verlo venir, algo se escapa al control y, lo que nunca pasa, sucede. Y un domingo, demasiado tarde, leemos sobre un accidente mortal en el que una conductora, positivo en alcohol y drogas, arrolló a un equipo de ciclistas.
Y ahora que extremos, normas, responsabilidades y consecuencias se entremezclan en el imaginario, nos damos cuenta, ojalá a tiempo, de lo ilusorio de nuestra autosuficiencia, de nuestra independencia y de nuestro control.
Fuente: Pastoral SJ