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Escribió Arrupe una vez que solo la oración nos hace merecedores de la bienaventuranza que se le escapa a Jesús de entre los labios: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido bien» (Mt 11, 25-26). Pues bien, me atrevo a decir que pocos de los que leemos estas líneas somos, así de primeras, de esa «gente sencilla». Arrupe no se sentía así, ni tampoco veía ahí a los jesuitas a los que se dirigía. Por eso decía que solo la oración nos hace merecedores de esta bienaventuranza. Sin ella, nos creemos «sabios y entendidos». Con oración, recuperamos nuestro justo lugar de criatura.

La oración no es principalmente una práctica, un rezo, una meditación, un tiempo que dedico a contemplar tal pasaje o a leer tal texto. La oración es fundamentalmente una actitud. Por eso puedo orar cantando o tocando la guitarra; puedo orar con la respiración o con el cuerpo; puedo orar con palabras o sin ellas. Orar es todo lo que haga de forma consciente y libre en implorada presencia de Dios.

Orar es hacer cualquier cosa… sabiéndome bajo la atenta mirada de Dios. Por eso, puedo aprovechar esta cuaresma para orar intensamente de un modo nuevo para mí. Puedo leer despacio un libro espiritual, aprender a hacer silencio interior, tocar la guitarra, pintar o hacer una cuidada caligrafía, salir al campo y respirar en la montaña… Párate y di: «Esto es oración. A ti me dirijo. A ti te busco». Y entonces escucharás a Jesús diciendo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido bien».

Charlie Gómez-Vírseda, sj

Fuente: Pastoral SJ