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Dentro del marco de la primera semana de adviento celebramos la memoria del beato Carlos de Foucauld, un hombre profundamente sensible y un buscador infatigable. Genaro Ávila-Valencia S.J. presenta una mirada sobre el amor a Jesús y al Evangelio de este hijo de Dios.

Carlos de Foucauld en sus años de juventud fue un muchacho ambicioso; audaz explorador de Marruecos, donde quedó hondamente impactado por la fe de sus pobladores. Un joven brillante que, por sus grandes aportes geográficos y etnográficos, fue reconocido con la medalla de oro por parte de la Sociedad de Geografía de París.

Si nos tomamos la osadía de definir su vida, podríamos afirmar que se trata de una búsqueda constante del Amado de su alma, aún antes de conocerle ya le amaba en lo más íntimo de su ser, aún antes de poderlo nombrar ya se sentía atraído por la indecible belleza de su presencia, aún antes de conscientemente saberlo ya lo buscaba una y otra vez; buscaba a Aquel que en su más profundo centro lo habitaba calladamente. Él mismo nos cuenta que su vocación religiosa nació al mismo tiempo de su conversión.

El gran regalo espiritual del Hermano Carlos de Jesús, como a él le gustaba ser llamado, fue la simplicidad de su vida. La gracia que tenía de volver lo ordinario en algo extraordinario por amor, de anhelar con paz la más oscura de las abyecciones, de abrazar con serenidad el polvo de los días grises donde no hay brillo, ni color, ni aplausos ni reflectores: la vida oculta de Nazaret, al mero estilo de Jesús. Una vida inútil para los pragmáticos criterios mundanales, una vida muda para los ruidos estridentes de una sociedad de consumo, una vida pequeña e insignificante para los grandes políticos hambrientos de fama, una vida pobre y miserable para los mezquinos empresarios que dominan al mundo.  Dejemos que él mismo nos cuente su deseo más hondo en sus propias palaras:

“Toda nuestra vida, por muda que sea, la vida de Nazaret, la vida de desierto, como la vida pública, debe ser una predicación del Evangelio por el ejemplo; toda nuestra existencia, todo nuestro ser, debe gritar el Evangelio sobre los tejados; toda nuestra persona debe respirar a Jesús, todos nuestros actos, toda nuestra vida deben gritar que nosotros somos de Jesús, deben presentar la imagen de la vida evangélica; todo nuestro ser debe ser una predicación viva, un reflejo de Jesús, un perfume de Jesús, algo que grita a Jesús, que haga ver a Jesús, que brille como una imagen de Jesús…”

Carlos de Foucauld nos enseña a atravesar el desierto de la vida haciendo el bien, amando el sol de las más calurosas jornadas y la arenosa sequedad de los días áridos. Nos enseña que el desierto no sólo es el lugar de la tentación sino también el lugar del encuentro enamorado, de las noches estrelladas y la brillante luna que no deja nunca de acompañarnos. Nos enseña a despojarnos de las banalidades que tanto nos pesan y a sabernos detener reverentemente ante lo simple, lo pequeño y lo pobre, y desde ahí, dejarnos iluminar en nuestros días más oscuros.

El hermano universal, como lo llama el Papa Francisco al final de su bella encíclica Fratelli Tutti, nos invita en este tiempo de adviento a tejer fraternidad y sororidad en medio de la contrastante diferencia y diversidad de personas.  Nos invita a no perder la esperanza y abrazar este histórico desierto que nos ha tocado atravesar en medio de esta pandemia. Nos invita a no perder la paciencia y buscar siempre la comunión con todos y, si algún hilo se enreda, volverlo a desenredar e hilar fino, muy fino. El hermanito Carlos murió asesinado en la puerta de su ermita el 1 de diciembre de 1916 en Tamanrasset, una ciudad ubicada al sur de Argelia. Allí quedó el cuerpo sin vida del que quiso ser el hermano de todos y todas, ahí se apagó su corazón atravesado por la crudeza de un disparo; Ahora late eternamente junto al Amor de su alma.