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Es curioso que, después de cuarenta y pico años de vida, haya descubierto hace bien poco lo que importa una mirada. ¿Habré recibido miradas a lo largo de mi vida? ¿Y habré mirado tantas y tantas veces, y de tantas maneras? Sin embargo, ¡qué poco consciente he sido de lo que hace en una persona la forma con que yo le mire!

La mirada es un lenguaje, una forma de comunicar. Y en estos tiempos en que tenemos que ir tapados de nariz para abajo, es EL lenguaje. Y es bueno que reparemos en cómo vamos posando nuestros ojos en aquellos con quienes tratamos en nuestro día a día, porque la mirada dibuja, marca, cincela al otro.

Si sentimos sobre nosotros una mirada fea, o directamente nos dejan de mirar, se crea en nosotros la creencia de que somos lo que esa mirada (o ausencia de ella) nos transmite. Así, una mirada dura puede hacernos sentir miserablemente pequeños; una mirada cargada de reproche puede hacernos sentir como si tuviéramos que pedir permiso para seguir existiendo; una mirada fría puede hacernos sentir desnudos y vulnerables; una mirada de desprecio puede hacernos creer que no somos dignos de nada y de nadie…

Sin embargo, ¡cuánto bien puede hacernos una mirada amable! Una mirada delicada y despierta, que acoja, que dé calor, que disculpe, que observe tu interior, que te diga: «Cuéntame, estoy aquí, te quiero…».

Ciertamente, la mirada construye. ¿Cuántos y cuántas habrá por ahí que han terminado siendo lo que tantas miradas le han dicho que son, un día y otro día? ¿Cuántos y cuántas han terminado escondidos, apartados, desheredados de esta sociedad porque simplemente se les dejó de mirar? Estas preguntas me llevan a recordar al hijo pródigo de la parábola que, en su deseo de reconciliarse con el Padre, se preparó un discurso con el que plantarse ante él: «Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo…». Ese «no merezco» probablemente tenía que ver con la manera con que él esperaba ser mirado a su regreso. No imagino su sorpresa, su alivio y su inmensa gratitud al encontrarse a un Padre deseoso de su regreso, que salió corriendo a su encuentro en cuanto lo vio y que ni le dejó terminar el discurso. Un padre que, probablemente, llevaba sobre su rostro la mirada del amor y el perdón, esos que todos hemos mendigado alguna vez.

Cuando últimamente pienso en las miradas que recibo y cómo estas me hacen sentir, y también en las miradas que yo emito, siempre siempre trato de volver al «abrazo del Padre», como hizo el hijo pródigo. Lo hago buscando en Él LA MIRADA, la que ve lo que realmente soy: una hija amada por Él. Y de esa mirada de amor yo me alimento y aprendo para mirar de tal manera que nadie sienta mis ojos como un peso en sus espaldas, sino como el alivio del camino.

Almudena Colorad

Fuente: Pastoral SJ