Hubo un día en que nos sentimos seguros. El dinero aseguraba nuestra comodidad, la tecnología cubría de elegancia y posibilidades la vida diaria y la ciencia protegía nuestra salud, de manera tan sólida que ya ni Dios era necesario.
Hoy las cosas han cambiado. Sorprende leer y escuchar por todas partes que el futuro que nos ha planteado la pandemia es incierto. Que ya no se sabe muy bien qué es lo que vendrá. Me pregunto si la pandemia no ha puesto de manifiesto una gran verdad sobre el ser humano: su vulnerabilidad. Que nada construido por las personas es permanente, que el statu quo social, político y económico no es perpetuo.
¿Qué es lo que pensaría un ciudadano del imperio romano justo antes de la invasión bárbara?, ¿qué hicieron en la Sevilla del sigo XVI cuando les cerraron la ciudad por la peste negra?, ¿qué diría un profesional medio en la Alemania nazi la noche de los cristales rotos?…
Esta situación de miedo es una llamada para aprovechar la incertidumbre como motor de transformación. Justo antes de cada revolución, la incertidumbre emergía como la única seguridad. La incertidumbre que supone la enfermedad es posible contagiarla sobre tantos otros asuntos: ¿Cómo es posible que nuestros mayores se queden solos y aparcados en edificios gestionados por otros que hacen de ello, principalmente, un negocio?, ¿por qué no va a ser posible mejorar la democracia protegiendo el bien común y asegurando la independencia de los diferentes poderes públicos?, ¿por qué no invertimos en mejorar países en vez de generar fronteras inexpugnables?, ¿por qué no obliga la comunidad internacional a cesar la persecución contra los cristianos en tantos países?, ¿por qué se permite que haya guerra o hambre en algunos lugares mientras las potencias militares y económicas miran hacia otro lado?…
El ser humano ha descubierto que era tan frágil como para no poder añadir ni un segundo a su vida, tan dependiente como que no soportaría el incremento de unos grados más la temperatura del planeta, que estaba tan solo que nacería y moriría sin nadie, sin nada.
Sueño con que el ciudadano del siglo XXI recuerde que todo es incierto, lo que le descubrirá una nueva manera de entender la vida, el tiempo que resta. Abierto a los demás, cuidando de la casa común, protegiendo a los más gastados, dándose y regalándose porque, en realidad, lo único que verdaderamente tiene es a sí mismo y a su libertad para mejorar las cosas.
La incertidumbre es lo único seguro que siempre hemos tenido. Aunque suene paradójico, es la única certeza, la tierra sobre la que caminar la vida. Es también una puerta a la fe. Si el Hijo del hombre no tuvo donde recostar la cabeza, ¿por qué sería distinto para nosotros?
Fuente: Pastoral SJ