La reforma de la Constitución es necesaria y, hasta cierto punto, inaplazable. La altura de los tiempos demanda revisar sus disposiciones e introducir otras nuevas, como impedir la privatización del agua y proteger los datos personales. Los tiempos propuestos permiten una discusión amplia a diversos niveles, desde el técnico al político y social. La reforma constitucional, por su naturaleza, debiera descansar en un consenso amplio. Según las filtraciones de la prensa, los temas de la agenda son importantes, pero insuficientes. Mucho se habla de revisar y reformar la estructura de Estado, pero no se dice nada de los derechos económicos y sociales, que conciernen directamente a la mayoría de la población salvadoreña.
No obstante la necesidad y la relevancia, la iniciativa presidencial suscita suspicacias justificadas. La experiencia aconseja no descartar las segundas intenciones. Es insólito que un presidente tan poco respetuoso del ordenamiento constitucional se interese en su reforma. No sería sorprendente que, dada su peculiar forma de gobernar, la reforma sea un pretexto para profundizar aún más el presidencialismo con una dosis mayor de autoritarismo y para abrir posibilidades a la reelección. Los temas que presuntamente figuran en la agenda indican que esa posibilidad es real. Si este fuera el caso, en lugar de reforzar la institucionalidad democrática, la reforma estaría al servicio de una ambición personal.
El sigilo deseado por el vicepresidente, en perfecta sintonía con el estilo presidencial, confirma la sospecha de intenciones aviesas. Sorprendido por la prensa, el funcionario, responsable del proyecto, adujo como excusa su carácter técnico y la conveniencia de aislarlo de la campaña electoral. La discusión a puerta cerrada no contribuye a despejar las dudas sobre las verdaderas intenciones presidenciales. Evadir la opinión pública con el pretexto del tecnicismo es menospreciar al pueblo en cuyo nombre se pretende reformar la Constitución. El aporte de los constitucionalistas es imprescindible, pero también lo es el de la sociedad y los políticos. La reforma constitucional debe descansar en un consenso amplio.
En su afán por salvaguardar la legitimidad de la iniciativa presidencial, el vicepresidente, inadvertidamente, corroboró la desconfianza. Según él, las intemperancias del discurso presidencial, tuits incluidos, son irrelevantes, porque luego no se concretan. El presidente, abunda el vicepresidente, puede decir lo que quiera, así como Pinochet alegaba ser demócrata. O sea, Bukele habla mucho y ofrece fácilmente, sin reparo y sin cumplir lo prometido. Así, pues, el vicepresidente desautoriza al presidente para restar importancia a sus veleidades palabreras. También desacredita a una Casa Presidencial que no sabe lo que dice cuando anuncia una constituyente. La reforma, según el vicepresidente, se llevará a cabo de acuerdo con el procedimiento establecido por la misma Constitución.
En cualquier caso, el proceso será arduo e impredecible. Si la propuesta elaborada por el vicepresidente y sus asesores no es del agrado del presidente, este abortará el proceso o prescindirá del juicio de los técnicos e impulsará su propia reforma. Es difícil pensar que un presidente que no permite que sus ministros ejerzan su cargo, pues solo actúan por orden suya, avale un proyecto de reforma constitucional que no se ajuste a sus expectativas particulares. En segundo lugar, la aprobación depende de que los partidarios del presidente y sus aliados controlen las dos próximas legislaturas (2021-2024 y 2024-2027). Cuando tenga lugar la votación definitiva, Bukele ya no será presidente, pero seguramente cuenta con que su sucesor será uno de los suyos. En otras palabras, la aprobación de la reforma constitucional no está garantizada. Si es antojadiza, no vale la pena. El rechazo será saludable, aunque se habrá desaprovechado otra oportunidad para fortalecer la ciudadanía y la institucionalidad democrática. Si contara con un respaldo social amplio, su aprobación tendría más posibilidades.
El mayor obstáculo que enfrenta la iniciativa es el descrédito del presidente Bukele. Algunos de los constitucionalistas más reconocidos se han negado a participar en la discusión técnica. Otros piensan que, pese a ser azaroso, vale la pena apostar por un ordenamiento constitucional actualizado. Las organizaciones sociales se mantienen al margen. Los partidos de la oposición no han adoptado una postura clara, quizás desconcertados, quizás por no tener una propuesta. El mandatario tiene poder para impulsar la reforma constitucional, pero no autoridad. El poder lo da el cargo y el mando de la fuerza coercitiva (el Ejército y la Policía) más las redes sociales. La autoridad, en cambio, se deriva del liderazgo creíble. Y eso es, precisamente, lo que se echa de menos. La escasa credibilidad del presidente Bukele, reconocida por su propio vicepresidente, vicia una iniciativa, en teoría, necesaria y conveniente. El presidente es el enemigo más peligroso de sí mismo.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.
Fuente: UCA El Salvador