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No cabe duda de que viajar ha dejado de ser un lujo y se ha convertido en una actividad asequible para cualquier bolsillo. Además, el contexto que nos rodea nos anima a la itinerancia: las redes sociales en las que competimos por mostrar al mundo nuestro entusiasmo viajero; el bombardeo constante de anuncios que nos prometen destinos turísticos antes inabordables que ahora son reales a módicos precios; las becas Erasmus, principio de tantos viajes posteriores en los que visitar a las amistades internacionales forjadas durante una experiencia en el extranjero…

Se ha instalado la idea de que viajar es sinónimo de felicidad y audacia, de que es algo positivo: viaja el sabio que exprime la vida; el que combate la rutina y exige que la novedad de lo desconocido le sorprenda; el culto que absorbe el arte y las tradiciones de otros lugares. El que no viaja, por el contrario, es infeliz, cobarde y pobre (aunque a veces sea más caro quedarse en casa que engancharse a una oferta). En definitiva, no se concibe que alguien prefiera disfrutar de lo cercano, de lo cotidiano, que dedique sus vacaciones a cuidar tranquilamente de su familia, a leer, a mimar su casa… Y ello porque hemos asumido que el que no nos machaque con fotos e historias en la vuelta al trabajo es un aburrido, que no tiene un duro (porque ¿quién, teniéndolo se quedaría sin viajar?); un paleto apocado que no quiere abrirse al mundo.

¿Es cierta esa dicotomía simplista en la que estamos insertos? Curiosamente, uno de los acontecimientos más importantes a la hora de determinar el paso del Paleolítico al Neolítico es la capacidad que el ser humano desarrolla para dejar de ser nómada y convertirse en sedentario. Tener motivos para quedarse y no huir es considerado por los historiadores un símbolo de progreso capaz de marcar el final de una época y el principio de otra que ya se parecerá más a la Edad Antigua que a la Prehistoria.

Viajar no es ni bueno ni malo, como tampoco lo es el progreso en sí mismo. La propia vida de Jesús estuvo marcada por episodios de sedentarismo y nomadismo. Nació mientras sus padres estaban de camino a Belén para censarse, lejos de su casa. Durante treinta años de vida oculta vivió con los suyos en Nazaret, y tras el bautismo fue enviado a predicar en un breve aunque muy intenso viaje de tres años que culminaría en Jerusalén. Es cierto que Jesús fue itinerante. Aunque no se hiciera selfies ni subiera stories a Instagram, seguro que Jesús descubrió muchas cosas que no conocía yendo de un lado a otro sin tener un lugar en el que reclinar la cabeza. Algunos días le gustaría eso de estar con gente nueva, no caer en la rutina, conocer sitios diferentes. Probablemente, hasta hiciera turismo. Otros, supongo que se cansaría y que anhelaría la tranquilidad y la familiaridad de su Nazaret.

Pero el viaje de Jesús tenía un sentido. Viajaba porque tenía un mensaje que transmitir, una misión que cumplir. Y tú, ¿por qué viajas? Y, si no lo haces ¿por qué te quedas en casa? Decide por ti, y no permitas que otros lo hagan en tu nombre.

Isabel Ferrando

Fuente: Pastoral SJ