En medio de tanta confusión y convulsión, lo único que tenemos claro es que hay un bicho microscópico que se está llevando por delante la vida de los más vulnerables y que, además, no parece tener un comportamiento del todo predecible porque también deja secuelas graves en algunas personas sanas y jóvenes. Algunos de ellos, incluso mueren. No sabemos nada más. Por no saber, ni siquiera sabemos cómo se propaga este virus. Se ha hablado de los fluidos, del contacto, del aire, de la carga viral… La realidad es que uno ya no sabe si es útil desinfectar los pomos de las puertas, si tiene sentido lavar la ropa cada vez que vuelve de la calle, o si sirve de algo ponerse la mascarilla en pleno agosto. El comité de expertos no nos lo ha llegado a aclarar del todo.
¿No os da la sensación de ser auténticos títeres? De unos y de otros. Están jugando con nosotros. Esto, desgraciadamente, no es nuevo en política. Pero es que esta vez nos estamos jugando, literalmente, la propia vida. La nuestra y la de nuestros seres queridos.
Creo que es importante asumir la dosis de incertidumbre que existe en todas las realidades que nos rodean (porque por mucho que queramos saber, nunca lo sabemos todo de Todo.) Y de manera especial, creo que es necesario asumir la dosis de incertidumbre que genera una pandemia. La medicina no es matemática. No siempre es cuestión de «acción – reacción». Esto nos ha pillado por sorpresa a todos y vamos por detrás del virus desde el principio. Siempre ha pasado así en las pandemias. Lo que pasa es que en el siglo XVIII se convivía todos los días con la muerte y se veía como algo natural. En el XXI, sin embargo, nos parece descaradamente insultante que un insignificante bichito pueda con nosotros. Así que: negación de la evidencia. «No es para tanto», «hay que seguir viviendo», «no me pienso quedar sin mis vacaciones», «esto solo afecta a los mayores», (a los mayores de otras familias, claro, no a los de la mía…). Hasta que te toca de cerca y entonces te das de bruces con la realidad y maldices al virus y a la madre que parió al virus.
Hay muchas personas investigando para tratar de conocer cómo se comporta la COVID-19, qué tendencia parece lógico intuir que seguirá, o qué posibilidades reales hay de encontrar una vacuna. Hay mucho personal sanitario dejándose la piel en la primera línea de la trinchera cada día. Vaya por delante todo mi agradecimiento a todas estas personas.
Pero también hay mucha gente –y además esta es la que sale en televisión y la que se va de vacaciones con los bolsillos bien llenos– que está haciendo política incluso de esto. Y yo no entiendo cómo no se les cae la cara de vergüenza y cómo nosotros seguimos anestesiados colgando carteles de que «todo irá bien». Porque podemos elegir ver el vaso medio lleno y no medio vacío. Podemos asumir que no controlamos la ciencia tanto como pensamos y aprender a ser humildes. Podemos aprovechar esta situación para replantearnos muchas cosas y tratar de extraer lo positivo que cada crisis trae consigo. Pero hay decisiones que se han tomado (o dejado de tomar) y el motivo para hacerlo ha estado muy alejado de buscar que «todo vaya bien». Y eso, moralmente, está muy mal.
No puedo entender que la ambición por tener poder en la política esté por encima del valor de la vida humana. No puedo entender que en el momento en el que con más en evidencia ha quedado demostrado que somos débiles y que nos necesitamos los unos a los otros, haya quien esté tratando de separar y crispar el ambiente.
Estamos en medio de una pandemia y de una crisis económica mundial sin precedentes. Lo último que nos hace falta ahora es dividirnos y enfrentarnos. Porque la enfermedad no entiende de ideologías ni de opiniones. Ataca a todos.
Yo no vivía en el 36. Pero me han contado que el ambiente social era muy parecido al que vivimos ahora. Y eso que no había pandemia de por medio. ¿De verdad estamos dispuestos a eso? Necesitamos dejar de ser tan orgullosos. Tenemos que admitir que nadie tiene la razón absoluta ni la verdad total. Nos equivocaremos y tendremos que intentarlo de otra manera. Pero tenemos que ir todos en la misma barca. Tenemos que remar en la misma dirección. Lo dice el papa Francisco.
Dialoguemos, por favor. Dialoguemos a pesar de nuestras diferencias y pongamos a la persona en el centro. No es momento para ningún otro interés más.
La economía del país no soportaría un nuevo confinamiento. No moriríamos de COVID pero moriríamos de hambre. No podemos paralizarnos. Pero tampoco podemos esperar a que el gobierno nos diga lo que tenemos que hacer para actuar con responsabilidad y sentido común cada uno desde su realidad cotidiana. Quieren salvar el verano porque si nos confinaran ahora todos pondríamos el grito en el cielo y se liaría una gorda. Y aquí importa que estemos todos contentos, que escuchemos lo que queremos oír. Pero estamos igual que estábamos en abril. Podemos salir a la calle, pero el virus sigue estando ahí fuera exactamente igual y tenemos que aprender a vivir con él aceptando que muchas cosas van a tener que ser de otra manera aunque la esencia sea la misma. Debemos ser muy prudentes.
Hoy, más que nunca, tenemos que pensar en «nosotros» y no en «yo». No estamos acostumbrados, pero quizá es el momento para empezar a hacerlo. Todos. Políticos y ciudadanos de a pie. Cada decisión cuenta. Y en cada decisión habrá algo de renuncia personal que hay que estar dispuestos a asumir por el bien común.
O dejamos que entre un poquito de agua en cada uno de nuestros agujeritos, o nos hundiremos todos.
Fuente: PastoralSJ