Durante el año, a veces uno tiene la sensación de que las homilías se suceden domingo tras domingo sin poder casi distinguir una de otra. Algo que se nos dice puede ayudar en un momento dado, pero no tardamos en olvidarlo. Sin embargo, en tiempos litúrgicamente relevantes, esto parece cambiar.
No hace tanto terminábamos de pasar el Adviento y la Navidad, y celebrábamos una Buena Noticia, que Dios ha nacido en nuestras vidas y que es luz que ha de ser compartida. Un nuevo comienzo. Después regresó el tiempo ordinario a la liturgia y a nuestras vidas, y ahora, en menos de lo que parece, ya estamos a punto de arrancar la Cuaresma, y pronto nos descubriremos en Semana Santa. Las palabras de los sacerdotes ya evocan otra serie de cosas: conversión, pecado, cruces, ‘muertes’ de cada uno, dónde estaba Dios en cada una de ellas, etc. Y es acertado decir que vivimos con Jesús esa Pasión, Muerte y Resurrección… hasta el lunes de Pascua, que se acaban las vacaciones.
Da pena decir que la mayoría de momentos de crecimiento espiritual de los creyentes están relacionados con épocas puntuales del año. Los tiempos litúrgicos son pedagógicos. Son una guía (muy bien hecha) que resume cuáles son las cosas importantes que hay que tratar de recordar a lo largo de toda la vida. Es un camino de migas de pan. Es como si la Iglesia te dijera: «¡Eh! Que lo de la conversión de Cuaresma no es solo para que te lo plantees cuarenta días al año, sino que es algo que de verdad afecta a tu vida, porque va ligada a tu felicidad, tus grandes deseos y tus sueños».
Lo que hace la Iglesia es ordenar estos períodos a través del ciclo litúrgico, contando a lo largo del mismo la vida de Jesús. Esta historia (y los tiempos que escoge la Iglesia para ir contándola) son, a la vez, espejo para revisar la propia vida, ventanal a través del cual llegar a otros y lente para obtener perspectiva de lo esencial.
Así, Dios va transformando el corazón de los hombres para que sus vidas sean un reflejo de lo que soñó El antes de que el mundo fuera mundo. El pecado no es otra cosa que poner trabas a esa conversión. El Evangelio es una historia de cómo Jesús cambia la vida entera, de arriba abajo. El cambio nace de dentro, de releer la propia historia y ver que constantemente estamos esperando, soñando, muriendo y volviendo de nuevo a la vida con más fuerza que antes.
La Iglesia da una excusa para cultivar la espiritualidad. Por una vez, aprovechemos que ésta sí es una buena excusa y llevemos al tiempo ordinario lo especial de la Navidad y de la Semana Santa y vice versa. Empecemos a convertirnos, por ejemplo, en el mes de julio, donde ni es Navidad ni es Semana Santa. Porque, ¿por qué no?
Fuente: Pastoral SJ