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Los jóvenes y la política

 Martín Rodríguez Pellecer*

¿Son apáticos los jóvenes sobre los temas políticos? ¿Están haciendo acciones políticas que sean relevantes? ¿Qué debería hacerse para potenciar a estos jóvenes?

El lugar común del pensamiento conservador de derecha e izquierda es que todo antes fue mejor. Que “la gente tenía más valores” o que “los jóvenes eran menos superficiales”. Podrán tener algo de verdad, pero son insuficientes para explicar nuestras realidades. De cualquier forma, en medio de estas consideraciones pesimistas, quisiera hacer algunas anotaciones sobre los jóvenes y la política en Guatemala.

Hace unas semanas conversaba con una joven que estudió una licenciatura en política en una universidad conservadora, privada, y una maestría en política en España. Allá, en una democracia más desarrollada, encontró el respaldo teórico y político para sus inquietudes intuitivas. Como un rol activo del Estado para generar igualdad y oportunidades, o la equidad de género como un motor de la sociedad. A sus 25 años, con su iconoclasia y sus buenos modales, se proponía a sí misma que la primera acción para cambiar el país era identificar a los jóvenes que quieren cambiar el país.

Ciertamente heredamos, con 30 años de dictaduras de derecha (1954-1984), diez de represión vil y deshumanizante contra cualquier demanda de justicia social (1978-1987) y 25 años de democracia débil, una sociedad desigual y fragmentada, muy distinta a la que estábamos construyendo en la Revolución (1944-1954). Entonces construir redes –identificar a los jóvenes quieren cambiar el país– puede ser un paso en la dirección correcta. Pero aunque bienintencionado, me parece que sería ir por el caminito largo para llegar a la meta.

Y es que el país está  viviendo algunos cambios profundos que son tan lentos o alejados de los reflectores de la opinión pública que pueden ser imperceptibles en medio de la tensión social en la que vivimos. Quiero citar siete, que difieren en intensidad o en virtudes.

Voy a tomar como punto de partida una frase de Ricardo Falla, SJ: “Los jóvenes ya no quieren ser pobres”. Y es que no se necesita ser la CIA, los gobiernos o las grandes empresas  que nos espían a todos por internet y por teléfono, para caer en cuenta de que la exposición a información sobre el consumo y la prosperidad no dejan a los jóvenes indiferentes.

El primero de los cambios, el más negativo, en una minoría de la población, de clase baja, media o alta, es esa peligrosa cultura mafiosa en la que todo vale con tal de tener dinero y, por ende, poder. Ante la falta de oportunidades legales para salir de la pobreza en nuestra economía extractiva y finquera, con elementos del colonialismo interno del siglo XIX, los jóvenes buscan migrar u optan por el crimen organizado. No importa si es traficando piezas mayas, bienes culturales, con contrabando, robo de carros, de celulares, tráfico de armas, de drogas o de mujeres y niños, lo que vale es tener dinero y poder. Esto nos quiebra y nos corrompe como sociedad. Algunos de los efectos colaterales de esta cultura mafiosa es la cultura de la muerte, con “asesinatos intempestivos” por cruzar una mirada de una forma en la que no le parece al dueño de un arma en cualquier lugar del país, los sicarios por precios mínimos o la violación de niñas, adolescentes y adultas en burdeles.

Incluyo este cambio de los jóvenes entre los cambios políticos porque muchos de estos jóvenes narcotraficantes saben que necesitan del Estado para asegurar sus actividades. Manolo Castillo, treintañero, era el alcalde y luego diputado por Jutiapa, que terminó preso acusado de un asesinato. Alguna vez dijo que tenía planes presidenciales.

Esta cultura mafiosa, como sucede en Colombia, México u Honduras, entonces, es una amenaza no sólo para la cotidianeidad de los ciudadanos y ciudadanas, sino para el futuro de la nación. De hecho, no contamos con los elementos de fiscalización de cuentas privadas y de financiamiento de campañas para meter las manos al fuego por ninguno de los políticos ni de los empresarios jóvenes, cuyas fortunas no tienen un origen verificable.

Una fórmula para combatir esta cultura mafiosa es la política de regulación de las drogas, de descriminalización del consumo, el comercio y la producción que promueve el canciller Fernando Carrera. Esto podría quitarle parte del financiamiento. Aunque la lucha final es deslegitimarla social y económicamente. La oenegé Viva Río tiene un camino recorrido en esta vía.

Un segundo cambio es el de las cooperativas. Satanizadas durante las dictaduras por acusarlas de comunistas –a ese nivel de imbecilidad llegaron los militares y las élites conservadoras–, este movimiento este movimiento que es una verdadera revolución económica y política está rearticulándose en el país desde la firma de los Acuerdos de Paz (1996).

Y dentro del cooperativismo, entiendo –por una exposición de José Ángel López, presidente de Banrural– que el movimiento de jóvenes cooperativistas adquiere cada vez más peso. Estos jóvenes cooperativistas, mestizos, mayas, mujeres, hombres, rurales, urbanos, son un actor de cambio por excelencia, económico y democrático, olvidado frecuentemente por los periodistas, los analistas políticos y el movimiento social. El cooperativismo, según algunas mediciones, suma un millón y medio de integrantes y produce poco más del diez por ciento del Producto Interno Bruto.

Menos beligerante en las calles, está igualmente politizado y su liderazgo disputa influencia en el Estado a la élite tradicional y a los poderes ilegales. El caso Rosenberg, en 2009, en el que se vilipendió a los cooperativistas, es una muestra de la “amenaza política” que representa para parte del establishment. El Consejo Económico Social, en el que cohabitan empresarios, cooperativistas y sindicalistas, permite observar también que tras ese pulso que dirimió la CICIG en 2010, las fuerzas entre cooperativistas y empresarios están más balanceadas. 

El tercer cambio es en el movimiento social, particularmente indígena y ambientalista. La forma en la que se han articulado para hacer oposición a la industria extractiva –y también a la hidroeléctrica– sería imposible sin la participación de miles de jóvenes. Desde los xincas xalapanes hasta los 48 Cantones en Totonicapán o las decenas de consultas comunitarias de buena fe, el papel de los jóvenes ha sido indispensable para la movilización comunitaria.

Este movimiento social ha sufrido, sistemáticamente, desde principios de 2011, una campaña de criminalización, o “terroristización”, orquestada por la extrema derecha y las mineras, desde el Canal Antigua. La campaña ha sido convenientemente asumida por el gobierno de Otto Pérez Molina, vía estados de sitio, captura de líderes de la resistencia social, impunidad en crímenes contra líderes sociales, una campaña en 2012 para intentar bloquear el financiamiento europeo a oenegés independientes del proyecto minero gubernamental y empresarial, y, recientemente, una campaña xenófoba del Gobierno en la que amenaza con expulsar a cooperantes extranjeros con el movimiento social que participen en manifestaciones. 

Uno de los resultados de esta criminalización –gubernamental, empresarial y mediática– es que las fuerzas reformistas más establecidas, más mainstream, como los cooperativistas, no los ven como potenciales aliados en el cambio social.

Un cuarto cambio, mucho más pequeño en número y en nivel de incidencia, es el que está produciéndose desde el medio digital Plaza Pública (www.plazapublica.com.gt), desde la Universidad Rafael Landívar. Un grupo de periodistas y de columnistas jóvenes están despertando muchas conciencias con este tipo de periodismo y debates profundos, independientes, frescos, con conciencia social. 

Oscilan entre los 50,000 y los 100,000 lectores mensuales, pero son una pequeña masa que tiene acceso a información comprobada, contrastada, contextualizada, sobre la realidad nacional y sobre la forma en la que funcionan los poderes y el poder en Guatemala. Estas herramientas de información son indispensables para el cambio social. Ojalá que en un futuro pueda desarrollar una estrategia creativa para tener más influencia a nivel nacional.

Un quinto cambio son los jóvenes que trabajan en insertar por primera vez en la sociedad a jóvenes de áreas marginales. Esfuerzos puntuales, invisibilizados, desde la sociedad civil y desde el Estado con políticas públicas como Escuelas Abiertas, durante la administración (presidencial) de Álvaro Colom y (ministerial) de Bienvenido Argueta, apuestan por la cultura de la vida, por el arte y la educación, para sacar a los jóvenes de las pandillas y del crimen organizado. Pero hay varias organizaciones sociales, como Ceiba o Caja Lúdica, que también trabajan en esta dirección.

El sexto es en la otra esquina de la sociedad, entre jóvenes –adolescentes y adultos tempranos– de las clases media, media alta y alta. Se trata del movimiento Un techo por mi país, que ha sacado de la indiferencia de sus casas, colegios y centros comerciales a miles de jóvenes, que hacen voluntariado para recolectar fondos y construir con sus manos casas mínimas para familias que lo necesitan. No sólo proveen a los jóvenes de clases privilegiadas –o de estándares de vida normales, dignos, para otras latitudes– de un contacto con la realidad nacional y con otras clases sociales, sino que puede percibirse un aumento de la conciencia social del movimiento. De enfocarse en fortalecer los lazos familiares de los beneficiarios, hicieron un sutil cambio para promover no sólo la mejora de las relaciones familiares, sino también las comunitarias y nacionales.

 

Y hay un séptimo cambio, que también ha sido opacado por las reacciones hepáticas del establishment a la justicia transicional. Debe atribuirse a Claudia Paz y Paz, la fiscal general y jefe del Ministerio Público desde finales de 2010, el liderazgo en el inicio de la transformación de este ente investigador y acusador de los delitos graves en la sociedad guatemalteca. Pero ella no podría haber procesado y encarcelado a ningún narcotraficante, ningún explotador de mujeres, ningún banquero, ningún político corrupto, ningún militar masacrador y torturador, de no haber sido por el trabajo silencioso de muchos jóvenes abogados y peritos que trabajan en el Ministerio Público y en los juzgados.

A esos jóvenes podemos agradecerles el descenso en los niveles de impunidad y que tengamos futuro en la construcción de un Estado de derechos, en el que la justicia alcance a todos, débiles y poderosos. Este cambio, provocado por jóvenes entre sus 25 y 35 años, no está siendo valorado en su justa medida.

Dos nombres, entre muchos, del equipo de la Fiscal General, únicamente mencionados por los anti-comunistas, son los de Arturo Aguilar y Javier Monterroso. Toda la sociedad debería agradecerles por dedicar sus vidas en este momento a la sociedad desde el Estado.

Naturalmente no está todo hecho y hay dos áreas en las que me parece que los jóvenes estamos en deuda. Y con esto cierro.

Se trata de la política partidaria y la lucha de género. Los jóvenes han recibido a pie juntillas el proceso de demonización de la política, de lo público y del Estado que ha llevado a cabo la élite, el sector privado y los medios de comunicación tradicionales por lo menos desde 1985. Los mejores cuadros huyen de la participación política. Y la academia desprecia a los políticos. La única iniciativa para formar a los políticos viene desde los opositores a que el Estado juegue un papel de reforma social y de promotor de mayor equidad y de oportunidades: el sector privado con la Escuela de Gobierno. Esta apatía de los jóvenes por la política partidaria (y por ende por el Congreso), beneficia únicamente a los poderes fácticos.

Finalmente, me parece que la gran carencia de la participación de los jóvenes está en las luchas de género. El promedio de edad en el que las guatemaltecas empiezan a tener hijos es a los 19 años. La mayoría, violadas o engañadas y sin derecho a educación sexual o al decidir si interrumpen esos embarazos. Esto las cercena, o en el mejor de los casos les coloca obstáculos enormes, para ser mujeres plenas, adultas, actrices económicas, actrices políticas, con incidencia en su propio futuro y en el futuro de la sociedad.

El único camino que tienen los y las jóvenes para revertir que Guatemala y Centroamérica sean los peores reductos continentales de la misoginia es el de la lucha por los derechos sexuales y reproductivos de las adolescentes y de las mujeres. Además, que todos esos violadores y aprovechados no queden en la impunidad penal; y que los defensores de ese patriarcado tampoco queden en la impunidad de la opinión pública. 

Y afuera del grupo de los jóvenes en la sociedad, el resto de adultos puede provocar que hagamos sinergias, que las intervenciones sociales sean más profundas y que podamos heredar a nuestros hijos un mejor país que el que heredamos de ustedes.

*Martín Rodríguez Pellecer (Guatemala, 1982). Tiene una licenciatura en Relaciones Internacionales por la UFM y una maestría en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Autónoma de Madrid; fue becario por la Fundación Carolina. Trabajó en think tanks como Fride, Flacso e Icefi y publicó en Clingendael y el Süddeutsche Zeitung. Fue periodista de Prensa Libre entre 2001 y 2008 y ganó el tercer lugar del premio latinoamericano IPYS-TI en 2007. Es fundador y director del medio Plaza Pública. Es políglota, feminista y papá. @Martin_Guate