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Los que tienen compasión de este pueblo son sus prójimos

Homilía en el XXIII Aniversario de los Mártires de la UCA


Por Juan Hernández Pico, S.J. 
17/11/2012  

Queridas hermanas y hermanos:

En esta vigilia de los mártires quiero que avivemos la fe en la comunión de los santos. Hablamos de los muertos muchas veces como de los que nos han dejado. Hablamos de ellos como personas que hemos perdido. Hablamos de ellos como de los ausentes muy queridos. Sin embargo, eso es privilegiar la perspectiva nuestra, la perspectiva del dolor que nos causó su partida. Nuestra perspectiva es la de aquellos que no hemos roto aún la barrera de la historia. Existe otra perspectiva. Es su perspectiva, la de los que han traspasado la barrera de la historia y más allá de la historia, desde la vida perdurable que se vive en Dios, viven cerca de nosotros. Para ellos no hay ya ningún abismo infranqueable para llegar hasta nosotros. Ellos viven del amor de Dios que los ha hecho resucitar. Ellos son los santos consumados, los que han consumado la vida terrena, los que la han llevado a su plenitud, los que han sido sellados para siempre por el amor de Dios como “amigos de Dios y profetas” (Sab 7, 27). Y si Dios nos creó por amor y es compañero de nuestra aventura histórica y sostiene todos nuestros sueños y nos da la fuerza para diseñar nuestros mejores proyectos históricos, aquellos de sus hijos e hijas que dieron la vida por la realización de esos proyectos, aquellos que, como su hijo primogénito, su predilecto, Jesús de Nazaret, fueron asesinados por pretender una civilización más humana, por soñar la civilización del trabajo y luchar por ella consecuentemente contra la civilización del capital, aquellos, entre quienes se cuentan nuestros hermanos Ignacio Ellacuría, Amando López, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, José Ignacio Martín Baró, Joaquín López y López, y las mujeres que vinieron a morir con ellos, Julia Elba Ramos y su hija adolescente, Celina, Monseñor Oscar Arnulfo Romero, y los mártires del Sumpul, del Mozote, del Calabozo, y Rufina y Maria Julia y Dean, y tantos otros que fueron amigas y amigos de ustedes, aquellos han muerto ciertamente, nuestra fe no evade su muerte, una muerte terrible, muchas veces también criminal, que nos duele todavía hoy y que tiene auténticos responsables en este mundo todavía, pero nuestra fe sabe también que no les pudieron quitar la vida para siempre, que Dios, alguien que es mejor que un padre y una madre, y que da vida a los muertos (Rom 4, 17), los amó y los resucitó y los incorporó a su acción solidaria con nuestros mejores esfuerzos.

Creemos en la comunión de los santos. Creemos que ellos están con Dios y por eso están con nosotros. Creemos que no son los que están lejos, inalcanzables, sino los cercanos, solidarios con nuestros sueños y nuestras esperanzas, creemos que viven y que sus vínculos de amor con nosotros son hoy más estrechos y fuertes de lo que fueron mientras vivían material e históricamente a nuestro lado. Creemos que esta noche están aquí entre nosotros. No es solo que celebramos su memoria. Celebramos también su presencia, su acompañamiento en nuestros sueños y nuestras tareas y trabajos. Es cierto que celebramos a nuestros muertos, a nuestros mártires, y es cierto que nos duele su ausencia material, pero es cierto también desde la fe que están vivos, que podemos hablar con ellos y escribirles, como algunos de ustedes lo han hecho ya, es cierto que los sentimos santos compañeros y compañeras de nosotros en nuestra lucha por un mundo más fraterno y más amigable.

Con la ayuda de nuestros mártires y de todos nuestros muertos vamos a iluminar las lecturas que esta noche nos han sido propuestas. Y vamos a comenzar por el Evangelio. La parábola del samaritano está únicamente en el Evangelio de Lucas, que es el Evangelio de la misericordia, de la compasión. Viene precedida por algo que no hemos leído, un intercambio de pregunta y respuesta entre un jurista y Jesús, es decir entre un especialista en la ley y alguien que, según el Evangelio de Mateo, dijo que “si su justicia no supera a la de los juristas y fariseos, no entrarán ustedes en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20). El jurista pregunta qué debe hacer para ganar la vida perdurable. Y Jesús le devuelve la pregunta: “¿Qué está escrito en la ley?” Y el jurista no tiene más remedio que responder correctamente: “Amarás al Señor tu Dios de todo corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas, con toda la mente, y al prójimo como a ti mismo.” Y Jesús lo felicita: “Has respondido correctamente.” Pero Jesús añade: “Hazlo y vivirás.” Como quien dice: de nada vale responder con la teoría correcta si no vives en la práctica como sabes que hay que vivir.

Talvez molesto por este giro práctico que ha dado Jesús a la pregunta, el jurista quiere justificar su pregunta insistiendo en un problema de interpretación. “¿Y quién es mi prójimo?” Es necesario saber que había discusiones entre los expertos en la ley sobre quién podía ser llamado “prójimo”. ¿Entraban los extranjeros en la categoría de prójimos o solo los judíos? ¿Entraban los esclavos en la categoría de prójimos o solo los libres? ¿Entraban los adoradores de otros dioses en la categoría de prójimos o solo los adoradores de Jahvé, el Señor? ¿Entraban los samaritanos herejes en la categoría de prójimos o solo los judíos ortodoxos?

Jesús no le responde directamente. No se mete en la trampa de las interpretaciones, sino que le cuenta una parábola. “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó.” Era un camino peligroso, como irse a meter a una zona roja en una de nuestras ciudades o barrios, como caminar de noche por una colonia infestada por maras o traficantes de drogas o de armas. Y sucedió lo que tenía que suceder: “Tropezó con unos bandoleros que lo desnudaron, lo cubrieron de golpes y se fueron dejándolo medio muerto.” Se trata de un hombre. Jesús no da más detalles. Un ser humano, una persona. No dice su nacionalidad ni su clase social. Está desnudo y no se lo puede conocer por sus vestidos. Es un ser humano que tiene un encuentro desgraciado y acaba desnudo y medio muerto. Estas cosas suceden hoy también en nuestro país. El ansia de hacer dinero fácil y el desprecio absoluto por la vida, que es el valor más grande que tenemos, lleva a algunas personas a despojar a otras y a dejarlas medio muertas.

Frente a este hombre, desnudo y medio muerto, ¿cómo reaccionan los transeúntes? “Coincidió –sigue Jesús en la parábola- que bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verlo, pasó de largo. Lo mismo un levita, llegó al lugar, lo vio y pasó de largo.” Los sacerdotes y los levitas, como si dijéramos los curas y los sacristanes de hoy, eran los encargados del culto a Dios y, como tales, los más responsables de cumplir la ley y los profetas. Y en los profetas estaba escrito: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Os 6, 6; Mt 12, 7). Por otro lado, el libro del Levítico ordenaba: “El sacerdote no se contaminará con el cadáver de un pariente, a no ser de un pariente próximo…” (Lev 21, 1-2). Naturalmente, mucho menos con el cadáver de un cualquiera. Metidos en este dilema: o misericordia o contaminación, el sacerdote y el levita eligieron la pureza ritual y abandonaron a la víctima. A nosotros se nos plantea el dilema de otra forma: o misericordia o seguridad; o das de comer a un mendigo hambriento y lo invitas a tu mesa o mantienes tu casa limpia y bien oliente. O te encuentras con un herido y te preocupas de él a riesgo de dejar tus huellas y que te echen la culpa o te apartas y te vas. O te preocupas por estudiar las estructuras y por buscar “soluciones plenamente humanas” (GS 11) a los problemas estructurales o te despreocupas y te tranquilizas porque eso es cosa de expertos y gobernantes.

Y Jesús continúa narrando. “Un samaritano que iba de camino llegó a donde estaba, lo vio y se compadeció, es decir se le conmovieron las entrañas (esplánchnisthe)”. Es la misma palabra que Lucas usa para expresar lo que sintió Jesús frente al féretro del hijo de la viuda de Naín, y la misma también que usa para expresar lo que sintió el padre del hijo pródigo cuando vio volver a su hijo. El sacerdote, el sacristán y el samaritano, los tres vieron al hombre desnudo y medio muerto. Pero aquellos judíos, adoradores ortodoxos y especialistas del culto, pasaron de largo. Sus entrañas no se conmovieron. En cambio al samaritano, extranjero, hereje y laico, se le conmovieron las entrañas. “Le echó aceite y vino en las heridas” para suavizar el dolor y desinfectar las llagas. “Y se las vendó” para que no quedaran expuestas a la corrupción. “Después, montándolo en su cabalgadura, lo condujo a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó dos denarios”, es decir los jornales de dos días completos de trabajo, “se los dio al posadero y le encargó: cuida de él y lo que gastes te lo pagaré a la vuelta.” Si no hubiera asegurado el pago de esa deuda, el posadero habría podido esclavizar a aquel pobre hombre sin recursos. Estas cosas pasan entre nosotros. Nos encontramos en los barrios y en los despoblados personas desnudas y medio muertas. No es cosa de hace dos mil años, por desgracia.

Viene ahora el final de la parábola donde Jesús le da la vuelta a la pregunta engañosa del jurista. No se trata de preguntar y responder quién es prójimo. Eso solo lleva a integrar a algunos y excluir a otros. Por ejemplo, prójimos son mis compatriotas, los católicos, los que como yo tienen riqueza o un buen pasar, los de mi colonia o mi barrio, los de Santa Elena. Pero no los gringos ni los evangélicos, ni los pobres, ni los muertos de hambre, ni los de Soyapango o La Chacra. La pregunta con que Jesús termina la parábola es muy distinta: “¿Quién de los tres te parece que se portó como prójimo del que tropezó con los bandoleros?” Y el pobre jurista, que no se atreve a responder “el samaritano”, porque le parece demasiado escandaloso, no tiene más remedio que responder “el que lo trató con misericordia.” Y Jesús de Nazaret zanja la cuestión y lo hace igual que al terminar las respuestas del jurista al principio: “Vete y haz tú lo mismo.”

La lucidez y la compasión, la capacidad de ver y dejar que las entrañas se conmuevan y actuar así, como el samaritano, es la clave de la vida cristiana porque es la clave de una vida humana, que pone los valores donde están, en la defensa de la vida y de la vida en abundancia para la gente hambrienta, malherida y que ha sufrido la marca de la injusticia.

Nuestros mártires recibieron esta herencia de Jesús, el legado de la mirada clara transfigurada por la compasión. Y sabiendo que esa mirada y esa compasión tenían una dimensión interpersonal y otra dimensión estructural, fueron y trataron de hacer lo mismo que el samaritano. Monseñor Romero y los mártires de la UCA supieron mirar. Hay miradas y miradas. Hay miradas sobre la realidad que, como las del sacerdote y el sacristán, no llegan hasta el fondo de la realidad porque son miradas prejuiciadas, que dan más valor al código de una clase social privilegiada que al análisis traspasado por los valores de la vida para todos y la justicia para los menos favorecidos y para los maltratados. Ignacio Ellacuría decía que la principal materia que se debía estudiar en la UCA era la realidad nacional, y el hacerse cargo lúcidamente de la realidad nacional, el comprender sus dinamismos y el origen de la riqueza acumulada en pocas manos y de la explotación inmisericorde del trabajo por el capital, era la condición fundamental para cargar éticamente con la realidad y también para encargarse de ella en la práctica con corazón compasivo y mente lúcida. Pero cuando se afirma que la ley de Dios es la desigualdad de la gente, y que los pobres son pobres por no trabajar, y que la riqueza es únicamente el fruto justo de un trabajo inteligente y eficaz, entonces, inconsciente o conscientemente, se está despreciando a los seres humanos explotados por el capital y se minusvalora a los pobres que no tienen trabajo en la estructura de esta sociedad o que tienen trabajos pagados con salarios de hambre. En realidad la mirada sobre la realidad, por muy profunda que sea, no es adecuada sin la capacidad de que se conmuevan las entrañas frente a los prójimos, frente a los hermanos. Y la compasión tampoco atina cuando no está conducida por una mirada lúcida con los elementos de análisis necesarios. Nuestros mártires analizaron la realidad, Monseñor Romero pasaba el sábado en esa tarea antes de preparar su homilía en estudio de la Escritura y oración. Y así su compasión, sus entrañas conmovidas frente a la realidad respondían suavizando el dolor de su pueblo y vendando sus heridos y enfrentando a “los posaderos”, es decir a los gobernantes y a los económicamente poderosos con las exigencias y las tareas que respondieran a las necesidades del pueblo explotado y oprimido.

“He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus clamores contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel… El clamor de los israelitas ha llegado a mí y he visto cómo los tiranizan los egipcios. Y ahora, anda, que te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo…” (Ex 3, 7-10).

Este es el texto de la primera lectura que hemos escuchado esta noche en la vigilia de los mártires. Es un texto que los obispos católicos utilizaron en sus documentos en la reunión de Medellín en 1968. Una reunión que inspiró a Ignacio Ellacuría y que le hizo trabajar la teología de la liberación. Como ven ustedes, la mirada y la compasión, el ver y conmoverse las entrañas ante los clamores de un pueblo oprimido es algo antiguo en la Sagrada Escritura. Nuestro Dios es así desde el principio; el Dios liberador no es un invento de cabezas calientes; nuestro Dios es un Dios atento y compasivo frente a los clamores de su pueblo oprimido. Precisamente por eso, Jesús, al contar la parábola del samaritano, enraíza su relato en este Dios, Jahvé, que su pueblo conoció y que le da la clave para señalar que el prójimo fue el compasivo, y es hoy el que se acerca con las entrañas conmovidas al pueblo herido. En Jesús la tradición de su pueblo se encarna en una forma insuperable. También por eso, Ignacio Ellacuría y los demás compañeros mártires se entusiasmaron con la teología de la liberación que es pensar teológicamente el amor de Dios y pensar teológicamente la esperanza de nuestros pueblos. Y por eso en los primeros días de octubre, en Sao Leopoldo, Brasil, 700 personas de toda América Latina, entre ellas más de 70 jóvenes, se reunieron para ser testigos de la vitalidad de la teología de la liberación. Es decir de la vitalidad de una compasión lúcida frente a la suerte de nuestros pueblos y la mala entraña con que algunos los desprecian.

En Medellín, los padres latinoamericanos escribieron este texto: “Así como otrora Israel, el primer Pueblo, experimentaba la presencia salvífica de Dios cuando lo liberaba de la opresión de Egipto, cuando lo hacía pasar el mar y lo conducía hacia la tierra de la promesa, así también nosotros, nuevo Pueblo de Dios, no podemos dejar de sentir su paso que salva, cuando se da ‘el verdadero desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas’” (Introd. 6). Desde ese momento Ignacio Ellacuría se sintió inspirado por la Padres de la Iglesia Latinoamericana en Medellín y ya desde 1969 comenzó a trabajar en la teología de la liberación e incluso preparó unos Ejercicios Espirituales para los jesuitas centroamericanos en clave de liberación. Ignacio estaba así intentando que “volviéramos a los pobres por amor como una vuelta al Evangelio”, como el mejor modo de volver al Evangelio.

La segunda lectura de hoy, y la última que vamos a pensar, está tomada de la Carta de Santiago. El pasaje que hemos leído es el centro mismo de la Carta. No podemos extendernos en considerar los resultados de los estudios de los exegetas sobre quién era este Santiago, si el hermano del Señor, u otro discípulo que tomó el sobrenombre de Santiago y así quiso ganar autoridad para su carta, como hacían en la antigüedad. Lo importante es la actualidad de su mensaje. El día 8 de octubre de este año el editorial de El Diario de Hoy titulaba así: “Fue Dios quien dispuso que no existiera la igualdad:” Y justificaba una vez más la gran desigualdad en América Latina con el argumento de las desigualdades en la naturaleza y con la falacia de que las riquezas de unos pocos no revierten solo a sus propietarios sino “a todos los que participan en las cadenas de producción… desde los trabajadores y ejecutivos que emplean hasta…aquellos a los que venden… y que les suministran”, sin reflexionar ni una línea sobre la justicia o injusticia de las retribuciones profundamente desiguales.  Parece que en las comunidades a las que Santiago escribía discriminaban en sus reuniones entre ricos y pobres. Y Santiago les dice que no es cristiano dar un mejor puesto al que va vestido con elegancia y despreciar al pobre andrajoso, mandándolo al último lugar. En las palabras de su carta resuenan las bienaventuranzas de Jesús: “Escuchen hermanos míos queridos: ¿acaso no escogió Dios a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino que prometió a los que lo aman?” ¿No resuena aquí la primera bienaventuranza? “Felices los pobres porque el reino de Dios les pertenece” (Lc 6, 20). Y sigue Santiago: “Ustedes, en cambio, desprecian al pobre. ¿Acaso no son los ricos los que los oprimen y arrastran a los tribunales? ¿No son ellos quienes hablan mal del precioso Nombre que fue invocado sobre ustedes?”  Aquí se escucha el eco de la primera malaventuranza: “Ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen su consuelo.” (Lc 6, 24). Y es tan de hoy esto de “llevar a los tribunales” a los pobres. Hace pocos días me abordó una señora angustiada porque ya no puede pagar las mensualidades de la hipoteca de su casa porque la tiendita de la que sacaba sus ingresos está sometida a la extorsión. ¿A dónde van a ir ella y su hermana minusválida si las desahucian? Ustedes saben que estos días en otros países ha habido suicidios porque los bancos desahucian a los que no pueden pagar las hipotecas, los mismos bancos rescatados del peligro de su quiebra por dinero que inyecta el Estado y que viene de impuestos ciudadanos. Son maldades brutales que hay que denunciar.

Ignacio Ellacuría escribió hace años estas palabras profundamente visionarias porque eran profundamente cristianas: “Cuando se vive como la mayoría del pueblo (aquellos por quienes Jesús, por profundas razones teológicas y humanas, sentía una innegable predilección), sometido a situaciones inhumanas, no le es difícil al creyente ver cómo lo que se está dando es una muerte nueva de Dios en el hombre, una crucifixión renovada de Jesucristo, presente en los oprimidos.” (“La Iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación”, en Mysterium Liberationis, Madrid, 1990, p. 142).

Hemos llegado al final. Pienso que es importante reflexionar si nosotros hoy nos vemos en el hombre desnudo y medio muerto, que es tan protagonista de la parábola como el samaritano, si nos vemos en el pueblo oprimido en Egipto, en el pueblo salvadoreño empobrecido y obligado a emigrar –si tiene los recursos para poderlo hacer- o a vivir vidas amenazadas por la fuga de capitales que buscan mejor retribución en el mundo globalizado y por el consecuente desempleo, la injusticia de los salarios, y además por la  extorsión o la angustia por no poder pagarla, en asentamientos y barrios marginales. Y si nos miramos en los palestinos de Gaza bombardeados por los israelíes en una proporción de represalias de veinte a uno. Y si nos portamos con este pueblo con compasión, no desde lejos, desde los altos sitiales de la política, sino bajando de esos sitiales, de los carros de lujo de doble tracción y las casas vigiladas con piscina, y buscando, con el pueblo desnudo, herido y medio muerto, “soluciones plenamente humanas” para sus problemas movidos por nuestra fe (GS 11).

Los mártires que hoy celebramos están en comunión con nosotros. No solo nos dejaron un ejemplo y un modo de vivir con lucidez, justicia y compasión, nos dejaron, y nos siguen haciendo, un llamado para “volver a los pobres con amor y volver así al Evangelio”. Ellas y ellos no están lejos de nosotros. Son las santas y los santos con quienes estamos en comunión, según nuestra fe más antigua. Toca hoy que nosotros los escuchemos y vivamos como samaritanos, toca que vayamos a caminar por las aulas y las calles de este país y a hacer lo mismo que hizo aquel samaritano. Porque la fe se acredita en las obras, en la vida. Y no podemos celebrar a Jesucristo en la Eucaristía y vivir después sin la mirada lúcida sobre la realidad y sin las entrañas conmovidas que fueron rasgos fundamentales de la actitud de Jesús, el gran samaritano, nuestro hermano y de nuestros hermanos y hermanas mártires. Que así sea. Amén.

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