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¿Alguna vez te has preguntado dónde, en quién o en qué se encierran las grandes verdades y respuestas a las preguntas que muchos seres humanos nos hacemos? ¿Por qué existo? ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Cómo solucionar las calamidades que ocurren en el mundo: pobreza, injusticias, crisis ambiental? Y en todo esto, ¿dónde está o existe Dios? ¿Cuál es su proyecto, si tiene alguno? Con estas preguntas en la mente y en el corazón, vale la pena abordar algunos aspectos sobre lo trascendente, el ser humano y la creación.

La ciencia y la religión por siglos han abordado el tema del origen de la creación del universo; en ocasiones parecen teorías contrapuestas y en otras aparentemente coinciden. Lo cierto es que ambas tratan de dar respuesta a cosas que muchas veces sobrepasan nuestro entendimiento. Nuestra necesidad de explicar, medir y sistematizar, y nuestra capacidad de aprender, observar y analizar, nos han abierto las puertas al universo, a la creación y a un mundo infinito de conocimiento, maravillas de preguntas y respuestas. Algunos le otorgan los descubrimientos al Dios que los ilumina; otros sostienen que es la propia capacidad del ser humano la única responsable de la revolución del conocimiento. De cualquier manera, la raza humana ha recorrido un gran camino evolutivo a nivel científico y espiritual, que de algún modo nos invita a seguir profundizando y conociendo más el origen de nuestro mundo físico y espiritual. Y es nuestra relación con el mundo, el universo y lo trascendente, la que sirve de motor para seguir haciendo, moviendo, descubriendo y resolviendo. Es esa relación básica e inherente a la humanidad que se ha traducido en ciencias y religiones, que hoy viven grandes cambios y son objeto de cuestionamiento y transformación.

Pero antes de llegar a la ciencia y revolución, ¿cómo era el mundo antes de la existencia del ser humano? (Cuando hablamos del mundo, nos referimos al universo, la naturaleza, seres vivos, medio ambiente.) Todo apunta a que funcionaba con una gran capacidad de evolución, cambios, explosiones. Mucho antes existían las estrellas, las galaxias, los planetas, el sol; por millones de años, existieron y funcionaron. La historia de nuestra existencia es mínima en comparación a la inmensidad y antigüedad del universo. En todo este tiempo, hemos evolucionado, avanzado y tenemos historias que contar. En términos bíblicos, hemos sido fecundos y hemos multiplicado y llenado la tierra, así como también la hemos sometido (Gn 1, 28).

¿Dónde estamos hoy con respecto a ese mundo que “vio Dios que era bueno”(Gn 1, 25)? Muchos coinciden que estamos en una crisis ambiental, que los recursos para vivir se nos acaban y que urgen soluciones a ese mismo “sometimiento” indiscriminado de la Tierra, pues peligra nuestra existencia y la de otros seres vivos. Los avances tecnológicos nos han llevado a explotar eficazmente los recursos, pero ha sido desmedido y desigual, y hoy muchos pueblos sufren de injusticia y exclusión, irónicamente, gracias a los “avances”. Ya nos lo contaba Antoine de Saint-Exupéry, cuando el geógrafo le decía al Principito “las geografías son los libros más valiosos de todos los libros. Nunca pasan de moda. Es muy raro que una montaña cambie de lugar. Es muy raro que un océano pierda su agua. Escribimos cosas eternas”. Ese pensamiento de lo eterno, de lo permanente de la creación, ha justificado grandes alteraciones al medio ambiente. Hemos tenido grandes capacidades para crear, inventar, buscar soluciones y adaptarnos, y también para destruir, arrasar y agotar esos recursos. A veces pareciera que la raza humana ha optado por distanciarse de su entorno, como si no fuera parte de él, como si el mundo fuera un objeto de su propiedad. ¿No parece obvia, mutua e innegable nuestra unión, pertenencia y cercanía con el mundo de los seres vivos y del ambiente?

Con sólo observar, hacer silencio, y conectarnos con nuestra respiración, nos damos cuenta que sin todo lo que ocurre en la naturaleza, no podemos vivir. Si los árboles no aportan al aire, no respiramos. Si la lluvia no empapa a las raíces, los árboles no crecen. Si las nubes no se forman, no hay lluvia. Si no hay agua para evaporarse, no hay nubes. Y así, de manera muy sencilla funciona la naturaleza y los fenómenos naturales, que, en interacción con los seres vivos, generan los ambientes que permiten nuestra existencia. Y en esos ciclos entramos nosotros, como una parte más, aunque indispensable, como lo es el aire, las plantas, los animales, etc. Somos una parte más de una cadena que funciona, que dicta las pautas, donde cada uno tiene un rol. Si miramos las capacidades del ser humano, de trabajar en conjunto, de ser creativo, de cooperar, de gratuidad, de admiración, de regenerarse, ¿no son perfectamente comparables con los procesos que ocurren en la naturaleza, como un fenómeno natural? ¿No busca el planeta su equilibrio? ¿No hay una estrecha colaboración y simbiosis entre todos los seres vivos y los elementos de un ecosistema? ¿No tiene cada aspecto un rol indispensable en toda la cadena? ¿Acaso sobra algo o falta en los procesos naturales? Muchos coincidirían que en la naturaleza están las claves de un funcionamiento perfecto, armonioso y equilibrado. Es más, tenemos nuestro cuerpo como ejemplo, que siempre busca estar mejor, busca el balance de forma natural. Expulsa lo que no le sirve y pide lo que necesita. ¿Será que hemos dejado de atender, escuchar y aprender de la sabiduría que naturalmente nos rodea?

Hay filosofías, religiones y culturas que desde hace miles de años hablan del planeta como un ente vivo, que nos habla y nos tiene mensajes. Muchas veces nos presenta soluciones concretas a problemas de supervivencia y alternativas para adaptarnos a las condiciones del ambiente físico. Y también nos presenta soluciones más abstractas y relacionadas con nuestra parte social, sicológica y espiritual. El mismo Jesús nos habla de la promesa de su Padre de que no nos falte nada y nos invita a confiar, pues así como a los pájaros no les falta su alimento, a nosotros tampoco nos debería faltar (Mt 6,26). Vemos los árboles, cuyas cualidades de firmeza y flexibilidad coexisten y aseguran su permanencia aún en los ambientes más adversos y duros. Después de grandes desastres naturales, vemos una capacidad inmensa de auto-renovación y regeneración. Después que parece que todo está muerto, aparecen los retoños y la vida de nuevo. En climas adversos cada especie tiene su propio mecanismo para protegerse y resurgir. ¿No tenemos en la naturaleza un gran foco de esperanza, utopía, sorpresa y gratuidad? Todo este potencial de positivismo lo vivimos y en él nos movemos en cada segundo. Lo veamos o no, ahí está. ¿Cómo y de qué manera nos animaremos a volver a mirarlo?

Desde esta mirada al potencial, no hay que salir del planeta para investigar lo que tenemos de frente. Existe un ánimo verdadero y una gran inspiración en todo lo que existe, en todo lo creado. Tal vez, los que creen en que se diseñó, se pensó y se engendró el universo de la mano de un ser todopoderoso, hablarán del Espíritu o la Ruah, como la manifestación de ese ser que mueve, que anima e inspira. Pero aún los que no creen necesariamente en un ser creador, se les hace difícil debatir que no hay una espiritualidad o una conexión con algo trascendente en la naturaleza. Por alguna razón, los momentos de éxtasis y de lo místico se relacionan con la naturaleza. Dice Heschel, que “nadie puede mirar con desprecio a las estrellas, dejar de prestar atención a la alborada, ridiculizar el florecer de la primavera o reírse de la complejidad del ser” (citado por Leonardo Boff en su ensayo La Dignidad de la Tierra). Grandes místicos de la Iglesia como San Francisco y Santo Tomás de Aquino, y religiones como el hinduismo y el budismo se han fundado sobre una relación abierta y estrecha con el cosmos. Así, han sido promotores de visiones holísticas y fraternales, y de la experiencia mística como parte fundamental del camino hacia la vida humana más plena y completa. Y es en esta relación con el mundo más espiritual, que no se separa de la dimensión matemática y científica, donde podemos encontrar algo más del sentido de nuestra vida. Dice Thomas Moore que la “espiritualidad es el resultado del encuentro entre la naturaleza y la imaginación humana”. Y partiendo de ese concepto de espiritualidad, cobra importancia nuestra existencia y nuestra inteligencia, pero también la capacidad de dejarnos maravillar por la belleza del paisaje, por la complejidad perfecta de nuestro cuerpo, por la colaboración gratuita del ecosistema, por nuestra vinculación a todo lo que nos rodea. Y por ende, una “crisis ambiental” es también una crisis entre los seres humanos, porque somos co-creadores y co­existentes con el universo. Si una especie está en peligro, también nuestra especie lo está, y si una especie se regenera, también nos regeneramos con ella. Es ese el camino de la evolución. Es en la unión con el universo que se manifiesta nuestra cercanía con lo trascendente, donde actúa nuestra fe, y desde donde se nos revela que estamos directamente involucrados como co-creadores de lo divino. Desde ese lugar, somos invitados a involucrarnos en todos los procesos con la creatividad y libertad que caracteriza nuestra especie. Si vemos todo esto que está a nuestro alcance y en nuestras manos, ¿no parece como un proyecto divino? ¿Podría ser ese el proyecto de Dios? Un proyecto que es integrador, cambiante, evolutivo, creativo, extravagante; un proyecto lleno de energía, sensible, divino, místico, utópico, armonioso, dinámico, real, esperanzador, cercano; un proyecto posible. Decía San Pablo que “Dios no está lejos de ninguno de nosotros. En él vivimos, nos movemos y existimos.” (Hch 17, 28) En la Tierra vivimos, nos movemos y existimos. En ella somos, con ella vivimos y existimos. Es nuestra relación primaria, lo más básico, lo más nuestro. Y llegar a entender ese vínculo y esa cercanía con la Tierra nos lleva a desmontar la idea centenaria de que Dios es un ente lejano, distante, no-involucrado y desinteresado. Nos lleva a desmontar la idea falsa de su proyecto y a experimentarlo en lo que nos rodea, nos habita. Dios nos invita, desde lo más sagrado, desde la naturaleza, a descubrirnos a nosotros mismos, a descubrirle a él.

Amalia N. Valentín Márquez

Fuente: Jesuitas Centroamérica Temas EFI

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